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Al otro lado de la esclusa divisó su traje, que colgaba en la pared del cilindro. Vio el casco, con su nombre, johnson, escrito en él. Norman reptó hacia el equipo, mientras su cuerpo se sacudía con violencia. Trató de ponerse en pie. No pudo. Las botas estaban frente a su cara; trató de agarrarlas, pero sus manos no se cerraban. Intentó morder el traje para usar los dientes como punto de apoyo, y los dientes le castañeteaban de modo incontrolable.

El intercomunicador restalló:

– ¡Norman! ¡Sé lo que estás haciendo!

Beth llegaría de un momento a otro. Tenía que ponerse el traje. Lo contempló, a unos centímetros de él, pero sus manos seguían temblando incapaces de sostener nada. Finalmente, vio las presillas de tela que había cerca de la cintura, y que servían para sujetar instrumentos. Enganchó una mano en una presilla y se las arregló para sostenerse. Se estiró hasta ponerse de pie. Metió un pie dentro del traje, y después, el otro.

– ¡Norman!

Extendió los brazos para coger el casco, pero antes de que lograra retirarlo del gancho y se lo dejara caer sobre la cabeza, el casco tamborileó contra la pared. Una vez puesto, lo hizo girar sobre el cuello del traje hasta que oyó el clic que produjo el cierre del resorte.

Todavía tenía mucho frío. ¿Por qué no se calentaba el traje? En ese momento se dio cuenta de que no había corriente, pues la fuente de alimentación estaba en la mochila, se la colgó con un encogimiento de hombros y se tambaleó bajo su peso. Tenía que enganchar el cordón «umbilical» por el que corrían los conductos encargados de transferir oxígeno al interior del traje, y de conservar una temperatura compatible con la vida. Norman tendió la mano hacia atrás, palpó el cordón, lo sostuvo y lo enchufó en el traje, a la altura de la cintura; luego lo conectó…

Oyó un sonido breve y seco.

El ventilador empezó a zumbar con un ruido sordo.

Norman sintió que largas franjas de dolor le recorrían todo el cuerpo. Los elementos eléctricos estaban dando calor pero, sobre su piel helada, ese calor le producía dolor. Sentía como si se le clavaran alfileres y agujas por todo el cuerpo.

Beth estaba hablando por el intercomunicador. La oía pero no entendía lo que decía. Se sentó pesadamente sobre la cubierta, respirando con dificultad.

Sabía que se iba a poner bien, pues el dolor estaba disminuyendo, la cabeza se le estaba despejando y su cuerpo ya no se sacudía con tanta brusquedad. Había estado expuesto a un frío muy intenso, pero no el tiempo suficiente como para que el daño fuese irremediable. Se estaba recuperando con rapidez.

– ¡Nunca vas a lograr agarrarme, Norman! -dijo Beth por el intercomunicador.

Norman consiguió ponerse de pie; se colocó el cinturón de lastre y cerró las hebillas.

– ¡Norman!

No respondió. Ahora sentía que su temperatura había subido por completo, que era normal.

– ¡Norman! ¡Estoy rodeada de explosivos! ¡Si te acercas a mí, aunque sea un poco, te volaré en pedazos! ¡Morirás, Norman! ¡Nunca vas a lograr agarrarme!

Pero Norman no iba a buscar a Beth. Tenía un plan muy distinto. Oyó el siseo de su tanque de aire, cuando la presión se igualó dentro del traje.

Entonces volvió a saltar al agua.

0500 HORAS

La esfera resplandecía bajo las luces. En su superficie perfectamente pulida, Norman vio su propia imagen reflejada; después contempló cómo esa imagen se deshacía, se fragmentaba al llegar a los surcos espiralados, cuando él rodeó la esfera para situarse ante su parte posterior.

Delante de la puerta.

Pensó que se parecía a una boca, a las fauces de una bestia primitiva, listas para engullirlo. Frente a la esfera, al ver una vez más el patrón extra-terrestre, no humano, de los surcos, Norman se sintió flaquear. De repente, tuvo miedo. No creía poder seguir adelante con lo que pretendía hacer.

«No seas tonto -se dijo-. Harry lo logró. Y Beth también. Y sobrevivieron.»

Examinó los surcos espiralados, como si quisiera recobrar la confianza en sí mismo. Pero no lo logró en absoluto: en el metal no había más que estrías curvas, que reflejaban la luz que caía sobre ellas.

«Muy bien -pensó finalmente-, lo haré. Llegué hasta aquí y, hasta ahora, he sobrevivido a todo. No hay razón para que no lo haga.»

«Sigue adelante y ábrela.»

Pero la esfera no se abrió. Permaneció exactamente iguaclass="underline" una bola reluciente, bruñida, perfecta.

¿Cuál era la finalidad de este objeto? Norman deseaba de modo ferviente descubrir la finalidad de la esfera.

Volvió a pensar en el doctor Stein. ¿Cuál era su expresión favorita? «La comprensión es una táctica dilatoria». Stein solía enfadarse cuando los licenciados en psicología empezaban a examinar las cosas de manera demasiado racional y pronunciaban largas peroratas sobre los pacientes y sus problemas. Stein los interrumpía, sin ocultar su irritación, y les decía:

– ¿A quién le importa? ¿A quién le importa que entendamos la psicodinámica de este caso, o que no lo hagamos? ¿Preferís entender por qué se nada, o saltar al agua y empezar a nadar? Sólo la gente que le teme al agua quiere entender por qué se nada; los demás saltan y se mojan.

«Muy bien -pensó Norman-. Mojémonos.» La esfera no se abrió.

– Ábrete -dijo en voz alta.

La esfera no se abrió.

Norman había pensado en la posibilidad de no lograrlo, porque Ted lo había intentado durante horas. Cuando Harry y Beth entraron no habían pronunciado palabra: tan sólo hicieron algo, dentro de su mente.

Cerró los ojos, concentró la atención y pensó: «Ábrete.»

Levantó los párpados y miró la esfera: seguía cerrada.

«Estoy listo para que te abras -pensó-. Estoy listo ahora.»

Nada ocurrió. La esfera seguía cerrada.

Aunque Norman había tomado en cuenta la posibilidad de que fuera incapaz de abrir la esfera, íntimamente pensaba que, después de todo, dos personas ya lo habían conseguido. ¿Cómo?

Harry, con su mente lógica, había sido el primero en resolver la cuestión. Pero la había resuelto sólo después de ver la cinta de Beth. De modo que Harry había descubierto una pista en la cinta, una pista importante…

Beth también había hecho un repaso de la cinta, la había mirado una y otra vez, hasta que, al final, también ella resolvió el problema. Había algo en la cinta…

«¡Qué lástima que no la tenga aquí!», pensó Norman. Pero la había visto varias veces, así que era probable que pudiera reconstruirla, que lograra reproducirla en su mente. ¿Cómo era? Mentalmente, vio las imágenes: Beth y Tina hablaban; Beth comía su porción de tarta. Después Tina decía algo sobre las cintas guardadas en el submarino. Y Beth respondía no sé qué. Luego Tina se alejaba y salía del cuadro, pero antes había dicho: «¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?» Y Beth había respondido: «Quizá. No lo sé.» Y la esfera se había abierto en ese instante.

– ¿Porqué?

«¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?», había preguntado Tina. Y en respuesta a esa pregunta, Beth tenía que haber imaginado la esfera abierta, en su mente tenía que haber visto una imagen de la esfera abierta…

Se oyó un sonido bajo y profundo, como de algo que rodara; fue una vibración que llenó la sala.

La esfera estaba abierta; la puerta, abierta como en un inmenso bostezo, amplia y negra.

«Eso es -pensó-. Hay que representarse mentalmente que eso ocurre, y ocurre.» Lo que significaba que, si se representaba la puerta de la esfera cerrada…

Con otra rodadura profunda, la esfera estaba cerrada…

o abierta…

La esfera se abrió otra vez.

– Será mejor que no abuse de mi suerte -dijo en voz alta.

La puerta aún estaba abierta. Atisbo el interior, pero sólo vio una negrura profunda, sin matices. «Ahora o nunca», pensó.