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– Bueno, ¿a qué se debe tanta demora?

La mano de Norman se cerró sobre el asidero del cerrojo interior. Le dio un empellón hacia abajo, pero la puerta no se movió, pues las bisagras estaban colocadas para que se abriesen hacia dentro. Norman no podía, estando Beth con él en el interior de la esclusa; el cuerpo de la mujer impedía el movimiento de la puerta.

– Harry, tenemos un problema.

– Jesucristo… Tres minutos treinta.

Empezó a sudar. Realmente tenían problemas ahora.

– Harry, tengo que pasártela a ti y entrar solo.

– ¡Por Dios, Norman…!

Inundó la esclusa de aire y, una vez más, abrió la escotilla exterior. El equilibrio de Harry, que estaba subido encima del submarino, era precario. Aferró a Beth por el tubo de aire y tiró de ella hacia arriba.

Norman extendió el brazo para cerrar la escotilla.

– Harry, ¿puedes hacer que los pies de Beth no me estorben el paso?

– Estoy tratando de mantenerme en equilibrio aquí.

– ¿No ves que sus pies están bloqueando…?

Con irritación, Norman empujó los pies de Beth a un lado. La escotilla se cerró y retumbó con sonido metálico. El aire pasó rugiendo al lado de Norman. La escotilla recuperó presión.

ATENCIÓN, POR FAVOR. DOS MINUTOS, Y CONTANDO.

Estaba en el interior del submarino, cuyo tablero de instrumentos emitía un fulgor verde.

Abrió la escotilla interior.

– ¿Norman?

– Inténtalo y bájala -dijo Norman-. Hazlo lo más rápido que puedas.

Pero estaba pensando que se hallaban en un terrible peligro: se necesitaban treinta segundos, por lo menos, para conseguir que Beth pasara por la escotilla, y treinta segundos más para que bajara Harry. Un minuto en total.

– Ella ya está dentro. Púrgalo.

Norman se abalanzó a la purga de aire y expulsó el agua de la esclusa.

– ¿Cómo lo hiciste tan rápido, Harry?

– Siguiendo el procedimiento que la naturaleza tiene para hacer que la gente pase por sitios estrechos -contestó Harry.

Norman no llegó a preguntar qué quería decir eso, pues al abrir la escotilla vio que Harry había empujado a Beth de cabeza a través de la esclusa. La cogió por los hombros y la dejó caer sobre el suelo del submarino; luego cerró de un golpe la escotilla. Instantes después oyó el rugido del aire que irrumpía, cuando Harry purgó también la esclusa.

La escotilla del submarino produjo un ruido metálico. Harry entró y dijo:

– ¡Cristo, un minuto cuarenta! ¿Sabes cómo manejar esta cosa?

– Sí.

Norman se instaló en el asiento y puso las manos sobre los controles.

Oyeron el ruido de las hélices y sintieron su sorda vibración. El submarino cabeceó y se separó del fondo del mar.

– Un minuto treinta segundos. ¿Cuánto dijiste que se tardaba en llegar a la superficie?

– Dos minutos y medio -respondió Norman.

Ajustó la velocidad de ascenso y la puso más allá de uno con noventa y ocho; la llevó hasta el valor máximo del dial.

Oyeron el silbido agudo del aire cuando se vaciaron los tanques de lastre. El submarino se elevó con brusquedad; después, empezó a subir rápidamente.

– ¿Esto es lo más deprisa que puede ir?

– Sí.

– ¡Jesús!

– Tómalo con tranquilidad, Harry.

Al mirar hacia abajo pudieron ver el habitáculo con sus luces. Y después las largas líneas de explosivos dispuestas alrededor de la nave espacial. Superaron la altura de la enhiesta aleta y la dejaron atrás. Ahora sólo podían contemplar las negras aguas.

– Un minuto veinte.

– Doscientos setenta metros -dijo Norman.

Había muy poca sensación de desplazamiento. Sólo el constante cambio de los cuadrantes del panel de instrumentos indicaba a los tripulantes que se estaban moviendo.

– No es lo bastante rápido -dijo Harry-. Allá abajo hay una tremenda cantidad de explosivos.

«Sí es lo bastante rápido», pensó Norman para corregir lo dicho por Harry.

– La onda expansiva nos aplastará como a una lata de sardinas -predijo Harry, meneando la cabeza.

«La onda expansiva no nos hará daño.»

Doscientos cuarenta metros.

– Cuarenta segundos -dijo Harry-. Creo que nunca lo vamos a lograr.

– Lo lograremos.

Estaban a doscientos diez metros, y subían con rapidez. Ahora el agua tenía un tenue color azuclass="underline" era la luz solar, que se filtraba hacia las profundidades.

– Treinta segundos -contó Harry-. ¿Dónde estamos? Veintinueve… veintiocho…

– Ciento ochenta y seis metros -dijo Norman-…ciento ochenta y tres…

Miraron hacia abajo, por el costado del submarino: apenas podían distinguir el habitáculo, reducido a tenues puntitos de luz muy por debajo de donde estaban los tres científicos.

Beth tosió.

– Es muy tarde ya -dijo Harry-. Desde el principio supe que nunca lo lograríamos.

– Sí, lo lograremos -rectificó Norman.

– Diez segundos -apremió Harry-. Nueve… ocho… ¡Agárrate fuerte!

Norman atrajo a Beth hacia su pecho, cuando la explosión agitó el submarino, lo hizo girar como un juguete y lo puso con la proa para abajo; después lo volvió a su posición normal y lo levantó.

– ¡Mamá! -gritó Harry; pero seguían subiendo, todo había salido bien-. ¡Lo logramos!

– Sesenta metros -dijo Norman. Ahora el agua que los rodeaba era de un azul claro. Norman apretó varios botones y redujo la velocidad de ascenso, pues en ese momento estaban subiendo con demasiada rapidez.

Harry gritaba y daba palmadas en la espalda a su compañero.

– ¡Lo logramos! ¡Maldita sea, Norman, hijo de puta, lo logramos! ¡Sobrevivimos! ¡Nunca pensé que podríamos hacerlo! ¡Sobrevivimos!

Norman tenía problemas para ver los instrumentos, debido a las lágrimas que le nublaban la vista.

Y entonces tuvo que entrecerrar los ojos, ya que la brillante luz del sol invadió la abovedada cabina transparente, cuando el submarino emergió; vieron un mar en calma, el cielo azul y nubes algodonosas.

– ¿Ves eso? -gritó Harry en los oídos de Norman-. ¿Ves eso? ¡Es un remaldito día estupendo!

0000 HORAS

Cuando Norman despertó vio un brillante rayo de luz que penetraba a través de la única portilla y hacía relucir el inodoro químico que estaba en el rincón de la cámara de descompresión. Tendido en su litera recorrió con la vista el compartimiento, un cilindro horizontal de quince metros de largo. Había literas, una mesa y sillas de metal, situadas en el centro del cilindro, y un inodoro detrás de un pequeño tabique. Harry roncaba, acostado en la litera que estaba encima de la de Norman. Del otro lado de la cámara, Beth dormía, con un brazo cruzado sobre la cara. En tono débil, Norman oía a lo lejos el murmullo de hombres que gritaban.

Bostezó y, con una oscilación de las piernas, se bajó de la litera. Tenía el cuerpo dolorido, pero, por lo demás, se sentía muy bien. Caminó hasta la luminosa portilla y miró hacia fuera con los ojos entornados, debido al brillante sol del Pacífico.

En la cubierta posterior del buque de investigación John Hawes vio la plataforma blanca para helicópteros, pesados cables enrollados y la armazón tubular metálica de un robot submarino.

La tripulación estaba haciendo descender un segundo robot por el costado de la nave, tarea que era acompañada por griterío, maldiciones y agitación de manos. Le llegaban lejanas las voces de esos hombres, a través de las espesas paredes de acero de la cámara de descompresión.

Cerca del recinto, un musculoso marinero llevaba rodando un gran tanque verde en el que decía «Oxígeno», para ponerlo al lado de una docena de tanques más que había sobre la cubierta. El equipo médico de tres hombres, que supervisaba la cámara de descompresión, jugaba a los naipes.

Al mirar a través del vidrio de la portilla, que tenía casi ocho centímetros de espesor, Norman se sentía como si estuviese atisbando un mundo en miniatura con el que tuviera poca relación, una especie de terrario poblado por especímenes interesantes y exóticos. Este nuevo mundo le era tan ajeno como el oscuro mundo del océano le había parecido una vez, al verlo desde el interior del habitáculo.