Paola tomó asiento, preparándose para escuchar el relato del padre Fowler.
—Todo comenzó, al menos para mí, en 1995. En esa época, tras mi retiro de las Fuerzas Aéreas, me puse a disposición de mi obispo. Éste quiso aprovechar mi título de Psicología enviándome al Instituto Saint Matthew. ¿Han oído hablar de él?
Todos negaron con la cabeza.
—No me extraña. La propia naturaleza de la institución es un secreto para la mayoría de la opinión pública norteamericana. Oficialmente consiste en un centro hospitalario preparado para atender a los sacerdotes y monjas con “problemas”, situado en Silver Spring, en el estado de Maryland. La realidad es que el 95% de sus pacientes tienen un historial de abusos sexuales a menores o consumo de drogas. Las instalaciones del lugar son de auténtico lujo: treinta y cinco habitaciones para los pacientes, nueve para el personal médico (casi todo interno), una cancha de tenis, dos pistas de pádel, una piscina, una sala de “esparcimiento” con billar...
—Casi parece más un sitio de recreo que una institución psiquiátrica —intervino Pontiero.
—Ah, ese lugar es un misterio, pero en muchos niveles. Es un misterio hacia fuera, y es un misterio para los internos, quienes al principio lo ven como un lugar donde retirarse unos meses, donde descansar, aunque poco a poco descubran algo muy diferente. Ustedes conocen el tremendo problema que ha habido en mi país con determinados sacerdotes católicos en los últimos años. Desde la opinión pública no sería muy bien visto que personas que han sido acusadas de abusos sexuales a menores pasasen unas vacaciones pagadas en un hotel de lujo.
—¿Y eso hacían? —preguntó Pontiero, quien parecía muy afectado por el tema. Paola le comprendía, ya que el subinspector tenía dos hijos de trece y catorce años.
—No. Intentaré resumir mi experiencia allí de la forma más sucinta posible. Cuando llegue, encontré un lugar profundamente laico. No parecía una institución religiosa. No había crucifijos en las paredes, ninguno de los religiosos llevaba hábito ni sotana. He pasado muchas noches al aire libre, en campaña o en el frente, y nunca jamás dejé de lado mi alzacuellos. Pero allí todo el mundo campaba a sus anchas, se entraba y se salía. La escasez de fe y de control eran patentes.
—¿Y no se lo comunicó a nadie? —preguntó Dicanti.
—¡Por supuesto! Lo primero que hice fue escribir una carta al obispo de la diócesis. Se me acusó de estar demasiado influenciado por mi paso por el ejército, por la “rigidez del ambiente castrense”. Se me aconsejó que fuera más “permeable”. Fueron tiempos complejos para mí, ya que en mi carrera en las Fuerzas Aéreas sufrió ciertos altibajos. No quiero entrar ahí, ya que no tiene nada que ver con el caso. Baste decir que no me convenía aumentar mi fama de intransigente.
—No hace falta que se justifique.
—Lo se, pero aún me persigue mi mala conciencia. En aquel lugar no se curaba la mente y el alma, simplemente se empujaba “un poquito” en la dirección en que el interno menos estorbara. Ocurría exactamente lo contrario de lo que la diócesis esperaba que ocurriera.
—No lo comprendo —dijo Pontiero.
—Ni yo tampoco —dijo Boi.
—Es complicado. Para empezar, el único psiquiatra titulado que había en la plantilla del centro era el padre Conroy, el director del Instituto en aquella época. El resto no tenían titulación superior alguna, por encima de enfermería o alguna diplomatura técnica. ¡Y se permitían el lujo de hacer evaluaciones psiquiátricas!
—Demencial —se asombró Dicanti.
—Totalmente. El mejor aval para entrar en la plantilla del Instituto era pertenecer a Dignity, una asociación que promueve el sacerdocio para las mujeres y la libertad sexual para los sacerdotes varones. Aunque personalmente no esté de acuerdo con los postulados de esa asociación, no es mi deber juzgarlos en absoluto. Lo que sí puedo es juzgar la capacidad profesional del personal, y ésta era muy, muy escasa.
—No veo donde nos lleva todo esto —dijo Pontiero, encendiéndose un cigarro.
—Déme cinco minutos más y lo verá. Como les decía, el padre Conroy, gran amigo de Dignity y liberal de puertas para adentro, dirigió el Saint Matthew de manera absolutamente errática. Llegaron sacerdotes honestos que habían enfrentado alguna acusación infundada (que los hubo) y gracias a Conroy acabaron abandonando el sacerdocio, que era la luz de sus vidas. A otros muchos se les dijo que no lucharan contra su naturaleza y que vivieran la vida. Se consideraba un éxito que algún religioso se laicizara y emprendiera una relación homosexual.
—¿Y eso es un problema? —preguntó Dicanti.
—No, no lo es si es lo que la persona de verdad quiere o necesita. Pero las necesidades del paciente no le importaban nada al doctor Conroy. Primero marcaba el objetivo y luego lo aplicaba a la persona, sin conocerla previamente. Jugaba a Dios con las almas y las mentes de aquellos hombres y mujeres, algunos con graves problemas. Y lo regaba todo con buen whisky de malta. Bien regado.
—Dios santo —dijo Pontiero, escandalizado.
—Puede creerme, Él no estaba allí, subinspector. Pero lo peor no es eso. Debido a graves errores en la selección de los candidatos, ingresaron durante los años 70 y 80 en los seminarios católicos de mi país muchos jóvenes que no eran aptos para conducir almas. Ni siquiera eran aptos para conducirse a sí mismos. Esto es un hecho. Con el tiempo, muchos de éstos chicos acabaron vistiendo una sotana. Hicieron mucho daño al buen nombre de la Iglesia Católica, y lo que es peor, a muchos niños y jóvenes Muchos sacerdotes acusados de abuso sexual, culpables de abuso sexual, no fueron a la cárcel. Se les apartaba de la vista; se les cambiaba de parroquia en parroquia. Y algunos acababan finalmente en el Saint Matthew[7]. Una vez allí, y con suerte, se les encauzaba hacia la vida civil. Pero por desgracia a muchos de ellos se les devolvía al ministerio, cuando debían estar entre rejas. Dígame, dottora Dicanti, ¿cuántas posibilidades existen de rehabilitar a un asesino en serie?
—Absolutamente ninguna. Una vez que se ha cruzado la línea, no hay nada que hacer.
—Pues es lo mismo para un pedófilo compulsivo. Por desgracia en este campo no existe la bendita certeza que tienen ustedes. Saben que entre manos tienen una bestia que hay que cazar y encerrar. Pero es mucho más difícil para el terapeuta que atiende al pedófilo saber si éste ha cruzado definitivamente la línea o no. Sólo hubo un caso en el que jamás tuve la más mínima duda. Y fue un caso en el que, debajo del pedófilo, había algo más.
—Déjeme adivinar: Viktor Karoski. Nuestro asesino.
—El mismo.
Boi carraspeo antes de intervenir. Una costumbre irritante que repetía a menudo.
—Padre Fowler, ¿sería tan amable de explicarnos cómo está tan seguro de que es él quien ha hecho pedazos a Robayra y a Portini?
—Como no. Karoski llegó al Instituto en agosto de 1994. Había sido trasladado de varias parroquias, con su superior evitando el problema de una a otra. En todas ellas hubo quejas, algunas más graves que otras, aunque ninguna con violencia extrema. Según las denuncias recogidas, creemos que en total abusó de 89 niños, aunque podrían ser más.
—Joder.
—Usted lo ha dicho, Pontiero. Verá, la raíz de los problemas de Karoski residía en su infancia. Nació en Katowice, en Polonia, en 1961, allí...
—Espere un momento, padre. ¿Tiene por tanto ahora 44 años?
—En efecto, dottora. Mide 1,78 y pesa en torno a 85 kilos. Es de constitución fuerte, y sus test de inteligencia arrojaban un coeficiente entre 110 y 125, según cuándo los hiciera. En total hizo siete en el Instituto. Le distraían.
—Tiene un pico elevado.
[7] Las cifras reales: entre 1993 y 2003 el Instituto Saint Matthew atendió a 500 religiosos, de los que 44 fueron diagnosticados pedófilos, 185 efebófilos, 142 compulsivos y 165 con trastornos de