— Ah, y encima te haces el listillo. Aún peor.
— Padre, de verdad que no sé lo que he hecho...
— Qué descaro. ¿Acaso no has llegado tarde al rezo del Santo Rosario antes de misa?
— Padre, es que mi hermano Leopold no me dejaba usar el baño, y bueno, ya sabe... No ha sido culpa mía.
— ¡Silencio, desvergonzado! No inventes excusas. Ahora añades el pecado de la mentira al de tu desinterés.
Harry se sorprendió de que le hubiera pillado. Lo cierto es si había sido culpa suya. Ponían G.I. Joe en la tele, y remoloneó un rato en el salón antes de salir zumbando por la puerta al ver la hora que era.
— Perdón, padre...
— Está muy mal que los niños mientan.
Jamás había escuchado al padre Karoski hablando de esa manera, tan enfadado. Ahora estaba comenzando a asustarse mucho. Intentó darse la vuelta una vez más, pero la mano le apretó contra la pared, muy fuerte. Solo que ya no era una mano. Era una Garra, como la del Hombre Lobo en el serial de la NBC. Y la Garra le clavaba las uñas, aprisionaba su rostro contra la pared como si quisiera obligarle a atravesarla.
— Ahora, Harry, recibirás tu castigo. Bájate los pantalones y no te vuelvas, o será mucho peor.
El niño escuchó el ruido de algo metálico cayendo al suelo. Se bajó los pantalones con auténtico pánico, convencido de que iba a recibir una tanda de azotes. El anterior monaguillo, Stephen, le había contado en voz baja que el padre Karoski le había castigado una vez, y que le había dolido mucho.
— Ahora recibirás tu castigo —repitió Karoski, con voz ronca, la boca muy cerca de su nuca. Sintió un escalofrío. Le llegó una vaharada de aliento a menta fresca mezclada con after shave. En una increíble pirueta mental, se dio cuenta que el padre Karoski usaba la misma loción que su padre.
— ¡Arrepiéntete!
Harry sintió un empujón y un dolor agudo entre las nalgas y creyó que se moría. Se arrepintió de haber llegado tarde, lo sentía de verdad, mucho. Pero aunque se lo dijo a la Garra, no sirvió de nada. El dolor continuó, más fuerte con cada arrepiéntete. Harry, con la cara aplastada contra la pared, alcanzaba a ver sus zapatillas en el suelo de la sacristía, y deseó tenerlas puestas, correr lejos con ellas, libre y lejos.
Libre y lejos, muy lejos.
Apartamento de la familia Dicanti
Via Della Croce, 12
Miércoles, 6 de abril de 2005. 1:59
—Quédese el cambio.
—Muy generosa, grazie tante.
Paola hizo caso omiso de la socarronería del taxista. Menuda mierda de ciudad, en la que hasta el taxista se quejaba porque la propina eran sólo sesenta céntimos. Eso en liras hubiera sido... uff. Mucho. Seguro. Y para colmo el muy maleducado pegaba un acelerón antes de irse. Si fuera un caballero esperaría a que entrara en el portal. Eran las dos de la mañana y la calle estaba desierta, por Dios.
Hacía calor para ésa época del año, pero aun así Paola sintió un escalofrío mientras abría el portal. ¿Había visto una sombra al final de la calle? Seguro que era su imaginación.
Cerró tras ella muy rápido, sintiéndose ridícula por tener tanto miedo de golpe. Subió los tres pisos a la carrera. Las escaleras de madera hacían un ruido tremendo, pero Paola no lo escuchó, pues la sangre le bombeaba en los oídos. Llegó a la puerta del apartamento casi sin aliento. Pero al llegar a su rellano se quedó clavada.
La puerta estaba entreabierta.
Lenta, cuidadosamente se abrió la chaqueta y llevó la mano a la sobaquera. Extrajo su arma de reglamento y se colocó en la posición de asalto, el codo en ángulo recto con el cuerpo. Empujó la puerta con una mano, mientras entraba en el apartamento muy despacio. La luz de la entrada estaba encendida. Dio un paso precavido hacia el interior, y luego tiró de la puerta muy rápido, apuntando al hueco.
Nada.
—¿Paola?
—¿Mamá?
—Pasa, hija estoy en la cocina.
Respiró de alivio y guardó el arma en su sitio. Jamás en su vida había sacado la pistola en una situación real, solo en la academia del FBI. Decididamente aquel caso la estaba poniendo demasiado nerviosa.
Lucrecia Dicanti estaba en la cocina, untando mantequilla en unas galletas. Sonó el timbre del microondas y la señora sacó del interior dos humeantes tazas de leche. Las colocó en la pequeña mesa de formica. Paola echó una mirada en derredor, con el pecho aún agitado. Todo estaba en su sitio: el cerdito de plástico con las cucharas de madera en el lomo, la pintura brillante aplicada por ellas mismas, los restos de olor a orégano en el ambiente. Supo que su madre había echo canolis. También supo que se los había comido ella todos y que por eso le ofrecía galletas.
—¿Te llegará con éstas? Si quieres unto más.
—Mamá, por Dios, me has dado un susto de muerte. ¿Se puede saber por qué has dejado la puerta abierta?
Casi estaba gritando. Su madre la miró preocupada. Se sacó un pañuelo de papel de la bata y se frotó con él las puntas de los dedos para eliminar los restos de mantequilla.
—Hija, estaba levantada, oyendo las noticias en la terraza. Toda Roma anda revolucionada con la capilla ardiente del Papa, la radio no habla de otra cosa... decidí esperarte despierta y te vi bajar del taxi. Lo siento.
Paola se sintió mal al instante y le pidió perdón.
—Tranquila, mujer. Toma una galleta.
—Gracias, mamá.
La joven se sentó junto a su madre, quien no le quitaba ojo de encima. Desde que Paola era pequeña, Lucrecia había sabido captar enseguida cuándo tenía un problema y aconsejarla debidamente. Solo que el problema que embarullaba su cabeza era demasiado grave, demasiado complejo, demasiado demasiado. Ni siquiera sabía si existía esa expresión, santa madonna.
—¿Es por algo del trabajo?
—Sabes que no puedo hablar de ello.
—Lo se, y sé que cuando tienes esa cara, como si alguien te hubiera pisado un callo, te pasas la noche dando vueltas en la cama. ¿Seguro que no quieres contarme nada?
Paola miró su vaso de leche, y le fue echando cucharada tras cucharada de azúcar mientras hablaba.
—Solo es... otro caso, mamá. Un caso de locos. Me siento como un maldito vaso de leche al que alguien sigue echando azúcar y azúcar. El azúcar ya no se disuelve, y solo sirve para desbordar la taza.
Lucrecia, cariñosamente, colocó la mano abierta encima del vaso, con lo que Paola derramó en su palma una cucharada de azúcar.
—A veces compartirlo ayuda.
—No puedo, mamá. Lo siento.
—No pasa nada, palomita, no pasa nada. ¿Quieres más galletas? Seguro que no has cenado nada —dijo la señora, cambiando de tema sabiamente.
—No mamá, con éstas es más que suficiente. Tengo el pandero como el estadio de la Roma.
—Hija mía, tienes un culo precioso.
—Si, por eso sigo soltera.
—No, hija mía. Sigues soltera porque tienes muy mal carácter. Eres guapa, te cuidas, vas al gimnasio... Es cuestión de tiempo que encuentres un hombre que no se amilane con tus gritos y tus malos gestos.
—No creo que eso ocurra nunca, mamá.
—¿Y porqué no? ¿Qué me dices de tu jefe, ese hombre encantador?
—Está casado, mamá. Y podría ser mi padre.
—Qué exagerada eres. Tráemelo a mí, verás como no le hago ascos. Además, en el mundo de hoy lo de estar casado carece de importancia.