Un momento cojonudo para dejarlo.
Sacó la caja de pastillas de menta y se tomó tres. Sabían a vómito fresco, pero por lo menos mantenían ocupada la boca. No servían de mucho contra el mono, no obstante.
Muchas veces en el futuro Andrea Otero recordaría aquel momento. Recordaría estar en aquella puerta, apoyada contra las jambas, intentando tranquilizarse y maldiciéndose a si misma por ser tan estúpida, por haberse dejado avergonzar como una adolescente.
Pero no lo recordaría por ese detalle. Lo haría porque el terrible descubrimiento que estuvo a un pelo de matarla y que finalmente le pondría en contacto con el hombre que cambiaría su vida tuvo lugar gracias a que ella decidió esperar a que las pastillas de menta se le disolvieran en la boca antes de salir corriendo. Simplemente para serenarse un poco. ¿Cuánto tiempo tarda en disolverse una pastilla de menta? No mucho. Para Andrea fue una eternidad, sin embargo, pues todo su cuerpo le pedía regresar a la habitación del hotel y meterse debajo de la cama. Pero se obligó a ello, aunque sólo fuera para no verse a sí misma huyendo vencida con el rabo entre las piernas.
Pero aquellas tres pastillas de menta cambiarían su vida (y muy probablemente la historia del mundo occidental, pero eso nunca podrá saberse ¿verdad?) por el sencillo método de encontrarse en El Lugar Adecuado.
Apenas quedaban restos de menta, una fina lámina contra el paladar, cuando un mensajero dobló la esquina de la calle. Llevaba un mono naranja, una gorra a juego, una saca en la mano y mucha prisa. Se dirigió directamente a ella.
—¿Oiga, perdone, esto es la Sala de Prensa?
—Sí, aquí es.
—Tengo una entrega urgente para las siguientes personas: Michael Williams, de la CNN, Bertie Hegrend, de la RTL...
Andrea le interrumpió, con voz de hastío.
—No se moleste, amigo. La rueda de Prensa ya ha empezado. Tendrá que esperar una hora.
El mensajero la miró, con cara de alucinada incomprensión.
—Pero no puede ser. Me dijeron que...
La periodista encontró una especie de maligna satisfacción en trasladar sus problemas a otra persona.
—Ya sabe. Son las normas.
El mensajero se pasó la mano por la cara, con auténtica desesperación.
—No lo entiende, señorita. Ya llevo varios retrasos éste mes. Las entregas urgentes hay que efectuarlas dentro de la hora inmediata a la recogida, o no se cobran. Son diez sobres, a treinta euros el sobre. Si pierdo éste encargo mi agencia podría perder la ruta del Vaticano y seguro que me despiden.
Andrea se ablandó en el acto. Era una buena persona. Impulsiva, irreflexiva y caprichosa, de acuerdo. A veces conseguía sus propósitos con mentiras (y toneladas de suerte), de acuerdo. Pero era una buena persona. Se fijó en el nombre del mensajero, escrito en una tarjeta identificativa que llevaba prendida en el mono. Eso era otra característica de Andrea. Siempre llamaba a la gente por su nombre.
—Oiga, Giuseppe, lo siento pero aunque quisiera no podría abrirle. La puerta solo se abre desde dentro. Si se fija, aquí no hay picaporte ni cerradura.
El otro soltó un bramido de desesperación. Colocó los brazos en jarras, uno a cada lado de su tripa prominente, que se notaba incluso debajo del mono. Estaba intentando pensar. Miró a Andrea por debajo de los ojos. Andrea creía que le miraba los pechos —como mujer había tenido esa desagradable experiencia casi a diario desde que alcanzó la pubertad— pero luego se dio cuenta de que se fijaba en la acreditación que llevaba del cuello.
—Oiga, ya lo tengo. Le voy a dejar a usted los sobres y ya está.
La acreditación llevaba el escudo del Vaticano y el mensajero debía de pensar que ella trabajaba allí.
—Mire, Giuseppe...
—Nada de Giuseppe, llámeme Beppo —dijo el otro, hurgando en la saca.
—Beppo, yo realmente no puedo...
—Mire, tiene que hacerme éste favor. No se preocupe de firmar, que ya firmo yo las entregas. Haré un garabato distinto para cada uno y ya está. Usted sólo prométame que les entregará los sobres en cuanto se abran las puertas.
—Es que...
Pero Beppo ya le había colocado en la mano los diez sobres de marras.
—Cada uno tiene el nombre del periodista al que va destinado. El cliente estaba seguro de que estarían todos aquí, no se preocupe. Bueno, yo me marcho que me queda aún por hacer una entrega en el Corpo de Vigilanza y otra en Via Lamarmora. Adiós, y gracias, preciosa.
Y antes de que Andrea pudiera replicar nada, el curioso individuo dio media vuelta y se marchó.
Andrea se quedó mirando los diez sobres, un poco confundida. Iban dirigidos a los corresponsales de los diez medios de comunicación más importantes del mundo. Andrea conocía la reputación de cuatro de ellos y había reconocido al menos a dos dentro de la sala de Prensa.
Los sobres eran de tamaño de medio folio, idénticos en todo salvo por el nombre. Lo que despertó su instinto de periodista y disparó todas sus alarmas fue la frase que se repetía en todos. En la esquina superior izquierda estaba escrito a mano
EXCLUSIVA — VEASE INMEDIATAMENTE
Aquello fue un dilema moral para Andrea durante al menos cinco segundos. Lo solucionó con una pastilla de menta. Miró a izquierda y derecha. La calle estaba desierta, no había testigos de un posible crimen postal. Escogió uno de los sobres al azar y lo abrió con cuidado.
Simple curiosidad.
Dentro del sobre sólo dos objetos. Uno era un disco DVD de marca Blusens, con la misma frase del sobre escrita con rotulador indeleble sobre la portada. El otro era una nota, escrita en inglés.
“El contenido de éste disco es de importancia capital. Probablemente sea la noticia más importante del año y quizá del siglo. Habrá quien intente silenciarle. Vea cuanto antes el disco y difunda su contenido lo antes posible. Padre Viktor Karoski”
Andrea se planteó la posibilidad de que se tratara de una broma. Sólo había una forma de averiguarlo. Sacó el portátil del maletín, lo encendió e introdujo el disco en la unidad. Maldijo el sistema operativo en todos los idiomas que conocía —español, inglés y un cutre italiano de manual— y cuando por fin terminó de arrancar comprobó que el DVD era una película.
Solo vio los primeros cuarenta segundos antes de sentir la necesidad de vomitar.
Sede central de la UACV
Via Lamarmora, 3
Sábado, 9 de abril de 2005. 01:05
Paola había buscado a Fowler por todas partes. No fue ninguna sorpresa cuando le encontró allí abajo, con el arma en la mano, la chaqueta del clergyman pulcramente doblada sobre una silla, el alzacuellos en la repisa de la cabina de disparo, las mangas por encima del cuello. Llevaba puestos los auriculares protectores, así que Paola esperó a que vaciase un cargador antes de acercarse. Le fascinaba el gesto de concentración, la postura de disparo perfectamente conseguida. Sus manos eran muy fuertes, a pesar de que el dueño había cumplido medio siglo. El cañón del arma apuntaba hacia delante sin desviarse un milímetro después de cada disparo, como si estuviera incrustado en roca viva.
La criminalista le vio vaciar no uno, sino tres cargadores. Tiraba despacio, sin prisas, entrecerrando los ojos, la cabeza levemente ladeada. Finalmente se dio cuenta de que ella estaba en la sala de entrenamiento. Ésta consistía en cinco cabinas separadas por gruesas maderas, de las cuales partían unos cables de acero. De los cables pendían las dianas, que podían llevarse a un máximo de cuarenta metros mediante un sistema de poleas.