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— No cometerás actos impuros nunca más, ¿correcto? ¿Correcto, inmundo pedazo de mierda, correcto?

Iglesia de Santa María in Traspontina

Via della Conciliazione, 14

Martes, 5 de abril de 2005. 11:59 AM

El silencio que siguió a las palabras de Cirin quedó aún más remarcado por las campanas que anunciaban el Ángelus en la cercana plaza de San Pedro.

—¿La segunda víctima? ¿Han hecho pedazos a otro cardenal y nos enteramos ahora? —la cara que puso Pontiero dejaba muy clara la opinión que le merecía la situación.

Cirin, impasible, les miró fijamente. Era, sin lugar a dudas, un hombre fuera de lo común. Estatura media, ojos castaños, edad indefinida, traje discreto, abrigo gris. Ninguno de sus rasgos se imponía a otro y eso era lo extraordinario: era el paradigma de la normalidad. Hablaba poquísimo, como si también de esa manera quisiera fundirse en un segundo plano. Pero eso no llevaba a engaño a ninguno de los presentes: todos habían oído hablar de Camilo Cirin, uno de los hombres más poderosos del Vaticano. Controlaba el cuerpo de policía más pequeño del mundo: la Vigilanza Vaticana. Un cuerpo de 48 agentes (oficialmente), menos de la mitad que la Guardia Suiza, pero infinitamente más poderoso. Nada se movía en su pequeño país sin que Cirin lo supiera. En 1997, un hombre había intentado hacerle sombra: el recién elegido comandante de la Guardia Suiza Alois Siltermann. Dos días después de su nombramiento, Siltermann, su mujer, y un cabo de intachable reputación fueron encontrados muertos. Les habían asesinado a tiros[3]. La culpa recayó sobre el cabo, que supuestamente se había vuelto loco había disparado sobre la pareja y luego se había metido “su arma reglamentaria” en la boca y apretado el gatillo. Toda la explicación cuadraría si no fuera por dos pequeños detalles: Los cabos de la guardia suiza no van armados, y el cabo en cuestión tenía los dientes delanteros destrozados. Todo hacía pensar que la pistola se la metieron brutalmente en la boca.

A Dicanti le había contado la historia un colega del Inspectorado[4]. Al enterarse del suceso, él y sus compañeros fueron a prestar toda la ayuda posible a los miembros de la Vigilanza, pero apenas pisaron la escena del crimen se les invitó cordialmente a volver al Inspectorado y cerrar la puerta por dentro, sin ni siquiera darles las gracias. La leyenda negra de Cirin recorría de boca en boca las comisarías de toda Roma, y la UACV no era una excepción.

Y allí estaban los tres, fuera de la capilla, estupefactos ante la declaración de Cirin.

—Con el debido respeto, Ispettore Generale, creo que si a ustedes les constaba que un asesino capaz de cometer un crimen similar a éste andaba suelto por Roma, su deber era comunicarlo a la UACV —dijo Dicanti.

—Exacto, y así lo hizo mi distinguido colega —repuso Boi—. Me lo comunicó a mí personalmente. Ambos coincidimos en que éste es un caso que ha de permanecer en el más estricto secreto, por el bien de todos. Y ambos coincidimos también en algo más. El Vaticano no tiene a nadie capaz de lidiar con un criminal tan... característico como éste.

Sorprendentemente, Cirin intervino.

—Seré franco, signorina. Nuestras labores son de contención, protección y contraespionaje. En éstos campos somos muy buenos, se lo garantizo. Pero un ¿cómo lo llamó usted? un tío que está tan mal de la cabeza no entra en nuestras competencias. Pensábamos pedirles ayuda, hasta que nos llegó la noticia de éste segundo crimen.

—Hemos pensado que éste caso requerirá de un enfoque mucho más creativo, ispettora Dicanti. Por eso no queremos que usted se limite como hasta ahora a realizar perfiles. Queremos que usted dirija la investigación —dijo el director Boi.

Paola se quedó muda. Esa era labor de un agente de campo, no de una psicóloga criminalista. Por supuesto que ella podría hacerlo tan bien como cualquier agente de campo, pues había recibido la preparación adecuada para ello en Quantico, pero que dicha petición viniera de Boi, y más en aquel momento, la dejó atónita.

Cirin se giró hacia un hombre con cazadora de cuero que llegó hasta ellos.

—Oh, aquí está. Permítanme presentarle al superintendente Dante, de la Vigilanza. Será su enlace con el Vaticano, Dicanti. Le informará del crimen anterior, y trabajarán ambos en éste, puesto que es un solo caso. Cualquier cosa que le pida a él es como si me la pidiera a mí. Y al revés, cualquier cosa que el le niegue, es como si se la negara yo. En el Vaticano tenemos nuestras propias normas, espero que lo entienda. Y también espero que atrapen a éste monstruo. El asesinato de dos príncipes de la Santa Madre Iglesia no puede quedar sin castigo.

Y sin decir más, se marchó.

Boi se acercó mucho a Paola, hasta hacerle sentir incómoda. Aún estaba muy reciente en su memoria su escarceo amoroso.

—Ya lo ha oído, Dicanti. Acaba usted de tomar contacto con uno de los hombres más poderosos del Vaticano, y le ha pedido algo muy concreto. No se porqué se ha fijado en usted, pero mencionó expresamente su nombre. Tome lo que necesite. Hágame reportes diarios claros, breves y sencillos. Y sobre todo, reúna pruebas periciales. Espero que sus “castillos en el aire” sirvan para algo ésta vez. Tráigame algo, y pronto.

Dándose la vuelta, anduvo hacia la salida en pos de Cirin.

—Qué hijos de puta —explotó por fin Dicanti, cuando estuvo segura de que los otros no podían oírla.

—Vaya, si habla —se rió el recién llegado Dante—.

Paola se ruborizó y le tendió la mano.

—Paola Dicanti.

—Fabio Dante.

—Maurizio Pontiero.

Dicanti aprovechó el apretón de manos de Pontiero y Dante para estudiar atentamente a éste último. Contaría apenas 41 años. Era bajo, moreno y fuerte, con una cabeza unida a los hombros por cinco escasos centímetros de grueso cuello. Pese a medir apenas 1,70, el superintendente era un hombre atractivo, aunque en absoluto agraciado. Tenía los ojos de ese color verde aceituna tan característico del sur de la Península Itálica.

—¿Debo entender que en la expresión “hijos de puta” incluía usted a mi superior, ispettora?

—La verdad, si. Creo que me ha caído encima un honor inmerecido.

—Ambos sabemos que no es un honor, sino un marrón terrible, Dicanti. Y no es inmerecido, su historial habla maravillas de su preparación. Lástima que no le acompañen aún los resultados, pero eso seguro que cambia pronto, ¿verdad?

—¿Ha leído mi historial? Santa Madonna, ¿es que aquí no hay nada confidencial?

—No para él.

—Escuche, presuntuoso... —se enfureció Pontiero.

—Basta, Maurizio. No es necesario. Estamos en una escena del crimen, y yo soy la responsable. Pongámonos a trabajar, ya hablaremos después. Dejémosle campo a ellos.

—Bueno, ahora tú mandas, Paola. Lo ha dicho el jefe.

Esperando a prudente distancia tras la línea roja había dos hombres y una mujer enfundados en monos azul oscuro. Era la unidad de Análisis de la Escena del Crimen, especialistas en la recogida de indicios. La inspectora y los otros dos salieron de la capilla y caminaron hasta la nave central.

—De acuerdo, Dante. Suéltelo todo —pidió Dicanti.

—Bien... la primera víctima fue el cardenal italiano Enrico Portini.

—¡No puede ser! —se asombraron a un tiempo Dicanti y Pontiero.

—Créanme, amigos, lo vi con mis propios ojos.

—El gran candidato del ala reformista-liberal de la Iglesia. Si ésta noticia llega a los medios de comunicación será terrible.

—No, Pontiero, será una catástrofe. Ayer por la mañana llegó a Roma George Bush con toda su familia. Otros doscientos mandatarios y jefes de estado internacionales se alojan en su país, pero estarán en el mío el viernes para el funeral. La situación es de máxima alerta, pero ustedes ya saben como está la ciudad. Es una situación muy compleja, y lo último que queremos es que cunda el pánico. Salgan conmigo, por favor. Necesito un cigarro.

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[3] Éste caso es real (aunque se han cambiado los nombres por respeto a las víctimas), y las implicaciones del mismo hunden profundamente sus raíces en la lucha de poder entre los masones y el Opus Dei en el Vaticano.

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[4] Un pequeño destacamento de la Policía italiana en el interior del Vaticano. Cuenta con tres hombres, cuya presencia es meramente testimonial, y sirven para labores de apoyo. Técnicamente no tienen jurisdicción en el Vaticano ya que se trata de otro país.