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— Ahora voy a matar a otro hombre santo, el más santo de todos ellos. Habrá quien intente impedírmelo, pero su final será el mismo que el de éstos que habéis visto morir ante vuestros ojos. La Iglesia, cobarde, os lo ha ocultado. Ya no podrá seguir haciéndolo. Buenas noches, almas del mundo.

El DVD se paró con un zumbido, y Boi apagó la televisión. Paola estaba blanca. Fowler apretaba dientes muy fuerte, furioso. Los tres permanecieron unos minutos en silencio. Era necesario recobrar la cordura tras ver aquella sanguinaria brutalidad. Paola, que había sido la más afectada por la grabación, fue sin embargo la primera en hablar.

—Las fotografías. ¿Por qué fotografías? ¿Por qué no video?

—Porque no podía —dijo Fowler—. Porque en la Domus Sancta Marthae no funcionaban las cámaras, ni en general “nada más complicado que una bombilla”. Eso dijo Dante.

—Y Karoski lo sabía.

—¿Qué me dicen del jueguecito de la posesión diabólica?

La criminalista sintió que de nuevo algo no encajaba. Aquel vídeo le lanzaba en direcciones totalmente diferentes. Necesitaba una buena noche de sueño, descanso y un sitio tranquilo en el que sentarse a pensar. Las palabras de Karoski, las pistas dejadas en los cadáveres, todo el conjunto tenía un hilo conductor. Si lo encontrase, podría tirar del ovillo. Pero hasta entonces carecían de tiempo.

Y, por supuesto, se va al carajo mi noche de sueño.

—Los devaneos histriónicos de Karoski con el demonio no son lo que más me preocupa —apuntó Boi, anticipándose a los pensamientos de Paola—. Lo más grave es que nos está retando a detenerle antes de que acabe con otro de los cardenales. Y el tiempo corre.

—¿Pero qué podemos hacer? —preguntó Fowler—. En el funeral de Juan Pablo II no dio señales de vida. Ahora los cardenales están más protegidos que nunca, la Domus Sancta Marthae está cerrada a cal y canto, al igual que el Vaticano.

Dicanti se mordió el labio. Estaba cansada de jugar según las reglas de aquel psicópata. Pero ahora Karoski había cometido un nuevo error: había dejado un rastro que ellos podrían seguir.

—¿Quién ha traído esto, director?

—Ya he encargado a dos chicos que sigan el rastro. Llegó por mensajería. La agencia fue Tevere Express, una empresa local que reparte en el Vaticano. No hemos conseguido hablar con el jefe de ruta, pero las cámaras del exterior del edificio han captado la matrícula de la moto del mensajero. La placa está registrada a nombre de Giuseppe Bastina, de 43 años. Vive por la zona de Castro Pretorio, en la Via Palestra.

—¿No tiene teléfono?

—El teléfono no figura en la relación de Tráfico y no hay teléfonos a su nombre en Información Telefónica.

—Quizás figure a nombre de su mujer —apuntó Fowler.

—Quizás. Pero por ahora es nuestra mejor pista, así que se impone dar un paseo. ¿Viene usted, padre?

—Después de usted, dottora.

Piso de la familia Bastina

Via Palestra, 31

02:12 horas

—¿Giuseppe Bastina?

—Si, soy yo —dijo el mensajero. Ofrecía una curiosa estampa, en calzoncillos y con un niño de apenas nueve o diez meses en brazos. A esa hora de la madrugada no era extraño que hubieran despertado al crío con el timbre.

—Soy la ispettora Paola Dicanti y éste es el padre Fowler. No se preocupe, que usted no tiene ningún problema ni le ha ocurrido nada a nadie de los suyos. Sólo queremos hacerle unas preguntas muy urgentes.

Estaban en el rellano de una casa modesta pero muy bien cuidada. En la puerta, un felpudo con la imagen de una rana sonriente daba la bienvenida a los visitantes. Paola supuso que aquello no les incumbía a ellos también, y acertó. Bastina estaba bastante molesto con su presencia.

—¿No puede esperar a mañana? El crío tiene que zampar, ya sabe, tiene un horario.

Paola y Fowler negaron con la cabeza.

—Sólo será un momento, señor. Verá, usted ha hecho una entrega ésta tarde. Un sobre en la Via Lamarmora. ¿Lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo, oiga. ¿Qué se piensa? Tengo una memoria excelente —dijo el hombre, dándose unos golpecitos en la sien con el índice de la mano derecha. La izquierda seguía llena de niño, aunque por suerte éste no lloraba.

—¿Podría decirnos dónde recogió el sobre? Es muy importante, se trata de una investigación de asesinato.

—Llamaron a la agencia, como siempre. Me pidieron que acudiera a la oficina de Correos del Vaticano, que sobre la mesa del bedel habría unos sobres.

Paola se sorprendió.

—¿Más de un sobre?

—Si, eran doce sobres. El cliente pidió que entregáramos primero diez sobres en la sala de Prensa del Vaticano. Después otro en las oficinas del Corpo de Vigilanza, y por último otro a ustedes.

—¿Nadie le hizo entrega de los sobres? ¿Simplemente los recogió? —preguntó Fowler, con gesto de fastidio.

—Si, a esa hora en la oficina de Correos no hay nadie pero dejan la puerta exterior abierta hasta las nueve. Por si alguien quiere echar algo a los buzones internacionales.

—¿Y cómo se efectuó el pago?

—Dejaron un sobre más pequeño, encima de los demás. En ese sobre había trescientos setenta euros, 360 para pagar el servicio urgente y 10 de propina.

Paola alzó los ojos al cielo, desesperada. Karoski lo tenía todo pensado. Otro puñetero callejón sin salida.

—¿No vio usted a nadie?

—A nadie.

—¿Y qué hizo entonces?

—¿Qué cree que hice? Dar toda la vuelta hasta la sala de Prensa y después volver a entregar el sobre en la Vigilanza.

—¿A quién iban dirigidos los sobres de la sala de Prensa?

—Iban a nombre de varios periodistas. Todos extranjeros.

—Y los repartió entre ellos.

—¿Oiga, a qué vienen tantas preguntas? Yo soy un trabajador serio. Espero que esto no sea todo porque hoy cometí un desliz. De verdad que necesito el trabajo, por favor. Mi hijo tiene que comer, y mi mujer tiene un bollo en el horno. Quiero decir que está embarazada —aclaró ante las miradas de incomprensión de sus visitantes.

—Escuche, esto no tiene nada que ver con usted pero tampoco es ninguna broma. Díganos lo que ocurrió y punto. O si no le prometo que hasta el último policía de tráfico se sabrá de memoria su matrícula, señor Bastina.

Bastina se asustó mucho, y el crío se echó a llorar ante el tono de Paola

—Está bien, vale. No se ponga así o asustará al crío. ¿Es que no tiene corazón?

Paola estaba cansada y muy irritable. Lamentaba hablarle así al hombre en su propia casa, pero no encontraba más que obstáculos en aquella investigación.

—Lo siento, señor Bastina. Por favor, ayúdenos. Es un asunto de vida o muerte, créame.

El mensajero relajó el tono. Con la mano libre se rascó la barba incipiente y meció al niño con cuidado para que dejara de llorar. El bebé poco a poco se relajó, y el padre también.

—Le di los sobres a la encargada de la sala de Prensa, ¿de acuerdo? Las puertas de la sala ya se habían cerrado y para entregarlos en mano hubiera tenido que esperar una hora. Y las entregas especiales hay que efectuarlas en la hora siguiente a la recogida, o no se cobran. Tengo problemas en el trabajo últimamente, ¿saben ustedes? Si alguien se entera de que he hecho esto, podría perder el trabajo.

—Por nosotros nadie lo sabrá, señor Bastina. Créame.

Bastina la miró y asintió.

—La creo, ispettora.