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Paola se puso muy tensa, mientras vio que los puntos rojos en el mapamundi empezaban a decrecer. Al principio había varios cientos, pero desaparecían a una velocidad alarmante.

—Pases de prensa.

—Nada, joder. Cuarenta segundos.

—¿Medios de comunicación? —apuntó Paola.

—Ahora. Aquí hay una carpeta. Treinta segundos.

En la pantalla apareció un listado. Era una base de datos.

—Mierda, tiene más de tres mil entradas.

—Ordena por nacionalidad y busca España.

—Ya está. Veinte segundos.

—Joder, viene sin fotos. ¿Cuantos nombres hay?

—Más de cincuenta. Quince segundos.

Apenas quedaban treinta puntos rojos sobre el mapamundi. Todos se inclinaron hacia delante en la silla.

—Elimina a los hombres y ordena a las mujeres por edades.

—Ya está. Diez segundos.

—Las más jóvenes primero.

Paola apretó las manos con fuerza. Albert distrajo una mano del teclado y colocó el índice sobre el botón de pánico. Grandes gotas de sudor caían por su frente mientras escribía con la otra mano.

—¡Aquí! ¡Aquí está, por fin! ¡Cinco segundos, Anthony!

Fowler y Dicanti leyeron y memorizaron a toda prisa los nombres y que aparecían en la pantalla. Aún no habían acabado cuando Albert apretó el botón y la pantalla y toda la casa se volvieron negras como el carbón.

—Albert —dijo Fowler en la completa oscuridad.

—¿Si, Anthony?

—¿No tendrás por casualidad unas velas?

—Deberías saber que yo no utilizo sistemas analógicos, Anthony.

Hotel Raphael

Largo Febo, 2

Jueves, 7 de abril de 2005. 03:17

Andrea Otero estaba muy, muy asustada.

¿Asustada? No señor, estoy acojonada.

Lo primero que había hecho cuando llegó al vestíbulo del hotel había sido comprar tres paquetes de tabaco. La nicotina del primer paquete había sido una bendición. Ahora que ya había empezado el segundo, los contornos de la realidad empezaban a estabilizarse. Sentía un mareo ligeramente reconfortante, como un leve arrullo.

Estaba sentada en el suelo de la habitación, con la espalda apoyada contra la pared, abrazándose las piernas con una mano y fumando compulsivamente con la otra. En el otro extremo de la habitación estaba el ordenador portátil, completamente apagado.

Considerando las circunstancias, había actuado correctamente. Después de ver los primeros cuarenta segundos de la película de Víctor Karoski —si es que era su verdadero nombre—, había sentido la necesidad de vomitar. Andrea nunca había sido de las que se reprimen, así que había buscado la papelera más cercana (a toda velocidad y con una mano en la boca, eso si) y había arrojado los tallarines de la comida, el cruasán del desayuno y algo que no recordaba haber comido, pero que debía ser la cena del día anterior. Se preguntó si sería un sacrilegio vomitar en una papelera del Vaticano, y llegó a la conclusión de que no.

Cuando el mundo volvió a dejar de dar vueltas, volvió a la puerta de la sala de Prensa pensando que había armado un follón terrible y que alguien debía de haberla oído. Seguramente ya estarían al caer un par de guardias suizos para detenerla por asalto postal, o como demonios se llamara el abrir un sobre que evidentemente no iba destinado a ti, porque ninguno de aquellos sobres lo iba.

Bueno, verá, señor agente, creí que podría ser una bomba y actué lo más valientemente que pude. Tranquilo, esperaré aquí mientras van a por mi medalla...

Aquello no sería muy creíble. Decididamente, nada creíble. Pero la española no necesitó una versión que contar a sus captores porque no apareció ninguno. Por lo tanto Andrea recogió sus cosas tranquilamente, salió con toda parsimonia del Vaticano dedicando una coqueta sonrisa a los guardias suizos del Arco de las Campanas, que es por donde entran los periodistas, y cruzó la Plaza de San Pedro, libre de gente tras muchos días. Dejó de sentir clavadas las miradas de los Guardias Suizos cuando se bajó del taxi cerca de su hotel. Y dejó de creer que la seguían una media hora después.

Pero no, ni la habían seguido ni era sospechosa de nada. Había tirado a una papelera en la Piazza Navona los nueve sobres que no había abierto aún. No quería que le pillasen con todo aquello encima. Y había subido a su derechita a su habitación, no sin antes hacer una parada en Estación Nicotina.

Cuando se sintió lo bastante segura, aproximadamente la tercera vez que inspeccionó el jarrón de flores secas de la habitación sin encontrar micrófonos ocultos, volvió a colocar el disco en el portátil y comenzó a ver la película de nuevo.

La primera vez consiguió llegar hasta el minuto uno. La segunda vez, casi la vio entera. A la tercera vez la vio completa, pero tuvo que correr al baño para vomitar el vaso de agua que había tomado al llegar y la bilis que le pudiera quedar dentro. La cuarta vez consiguió serenarse lo suficiente como para convencerse que aquello era muy real, no una cinta del tipo “El proyecto de la bruja de Blair[35]”. Pero, como ya hemos dicho, Andrea era una periodista muy inteligente, lo que normalmente era a la vez su gran ventaja y su mayor problema. Su gran intuición ya le había dicho que aquello era auténtico desde la primera visualización. Tal vez otro periodista hubiera desdeñado demasiado rápido el DVD, pensando que era falso. Pero Andrea llevaba unos días buscando al cardenal Robayra y con sospechas de que faltaba algún cardenal más. Escuchar el nombre de Robayra en la grabación despejó sus dudas como un pedo de borracho despejaría el té de las cinco en Buckingham Palace. Brutal, sucia y eficazmente.

Vio la grabación una quinta vez, para acostumbrarse a las imágenes. Y una sexta para tomar algunas notas, apenas unos garabatos inconexos en un bloc de notas. Después apagó el ordenador, se sentó lo más lejos posible de él —en un lugar que resultó ser entre la mesa de escritorio y el aire acondicionado— y se abandonó al tabaquismo.

Definitivamente, mal momento para dejar de fumar.

Aquellas imágenes eran una pesadilla. En un primer momento el asco que la envolvía, lo sucia que le habían hecho sentir, eran tan profundos que no pudo reaccionar durante un par de horas. Cuando el pasmo dejó sitio a su cerebro, comenzó a analizar realmente lo que tenía entre manos. Sacó su cuaderno y escribió tres puntos que servirían de claves de un reportaje:

1º Un asesino satánico está acabando con Cardenales de la Iglesia Católica.

2º La Iglesia Católica, probablemente en colaboración con la Polizia italiana, nos lo está ocultando.

3º Casualmente el Cónclave, donde esos cardenales iban a tener una importancia capital, era dentro de nueve días.

Tachó el nueve y lo sustituyó por un ocho. Ya era sábado.

Tenía que escribir un gran reportaje. Un reportaje completo, de tres páginas, con sumarios, entresacados, apoyos y titular en portada. No podía enviar previamente ninguna imagen al periódico porque le quitarían el descubrimiento a toda velocidad. Seguramente el director sacaría de la cama del hospital a Paloma para que el artículo tuviera el peso debido. Tal vez a ella le dejaran firmar uno de los apoyos. Pero si enviaba el reportaje completo al periódico, maquetado y listo para enviar a máquinas, entonces ni el mismo director tendría narices a quitar su firma. No, porque en ese caso Andrea se limitaría a enviar un fax al diario La Nación y otro al diario Alfabeto con el texto completo y las fotos del artículo antes de que lo publicaran. Y al carajo la gran exclusiva (y su trabajo, dicho sea de paso).

Como dice mi hermano Miguel Angel, o follamos todos o la puta al río.

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[35] El proyecto de la bruja de Blair era un supuesto documental sobre unos jóvenes que se perdían en el bosque para hacer un reportaje sobre fenómenos extraños en la zona y acababan desapareciendo todos. Tiempo después se encontraba la cinta, también supuestamente. En realidad era un montaje de dos jóvenes y hábiles directores que consiguieron un gran éxito con una película de presupuesto muy reducido.