No es que fuera un símil muy apropiado para una señorita como Andrea Otero, pero quién narices decía que ella era una señorita. No era propio de señoritas el robar la correspondencia como ella había hecho, pero maldita sea si le importaba algo. Ya se veía escribiendo el best seller “Yo descubrí al Asesino de Cardenales”. Cientos de miles de libros con su nombre en portada, entrevistas en todo el mundo, conferencias. Definitivamente, el robo descarado merecía la pena.
Aunque claro, en ocasiones hay que tener cuidado de a quién robas.
Porque aquella nota no la había mandado un gabinete de Prensa. Aquel mensaje lo había enviado un asesino despiadado. Que probablemente contaría con que a aquellas horas su mensaje estaría emitiéndose por todo el mundo.
Consideró sus opciones. Era sábado. Seguramente el que hubiera mandado ese disco no descubriría que no había llegado a su destino hasta por la mañana. Si la agencia de mensajería trabajaba en sábado, que lo dudaba, podrían estar tras su pista en pocas horas, tal vez hacia las diez o las once. Pero dudaba que el mensajero hubiera leído su nombre en la tarjeta. Parecía de los que se preocupan más por lo que había alrededor de la acreditación que de lo que había escrito encima. En el mejor de los casos, si la agencia no abría hasta el lunes, dispondría de dos días. En el peor de los casos, tendría unas pocas horas.
Claro que Andrea había aprendido que lo más sano era actuar siempre en función del peor de los escenarios posibles. Así que redactaría el reportaje inmediatamente. En cuando el artículo estuviera saliendo por las impresoras del redactor jefe y del director en Madrid debería teñirse el pelo, calarse las gafas de sol y salir zumbando del hotel.
Se levantó, armándose de valor. Encendió el portátil e inició el programa de maquetación del periódico. Escribiría directamente sobre la maqueta. Se le daba mucho mejor cuando veía cómo se representarían sus palabras sobre el texto.
Tardó tres cuartos de hora preparar la maqueta con las tres páginas. Casi estaba terminando cuando sonó su móvil.
¿Quién coño llamará a éste número a las tres de la mañana?
Aquel número sólo lo tenían en el periódico. No se lo había dado a nadie más, ni siquiera a su familia. Así que debía ser alguien de la redacción, por una urgencia. Se levantó y rebuscó en el bolso hasta dar con él. Miró en la pantalla esperando ver la kilométrica exhibición de números que aparecían en el visor cada vez que llamaban desde España, pero en lugar de eso vio que el lugar donde debería figurar la identidad del llamante estaba en blanco. Ni siquiera aparecía “Número desconocido”.
Descolgó.
—¿Diga?
Lo único que escuchó fue el tono de comunicando.
Se habrán equivocado de número.
Pero algo en su interior le decía que aquella llamada era importante y que sería mejor que se diese prisa. Volvió al teclado escribiendo más rápido que nunca. Se le coló algún error tipográfico —nunca una falta de ortografía, ella no tenía de eso desde los ocho años— pero ni siquiera volvió atrás para corregirlo. Ya lo harían en el periódico. De repente tenía una tremenda prisa por terminar.
Le llevó cuatro horas el completar el resto del reportaje, horas de búsqueda de datos biografícos y fotografías de los cardenales muertos, noticias, semblanzas y muerte. El artículo contenía varias capturas de pantalla del propio video de Karoski. Alguna de esas imágenes era tan fuerte que le hizo sonrojarse. Qué demonios. Que las censurasen en la redacción si se atrevían.
Se encontraba escribiendo las últimas líneas cuando llamaron a la puerta.
Hotel Raphael
Largo Febo, 2
Jueves, 7 de abril de 2005. 07:58
Andrea miró hacia la puerta como si no hubiera visto una en su vida. Extrajo el disco del ordenador, lo metió en su funda de plástico y lo arrojó dentro de la papelera del cuarto de baño. Volvió a la habitación con el corazón en un puño, deseando que fuera quien fuese se hubiese marchado. Los golpes en la puerta se repitieron, educados pero muy firmes. No podía ser el servicio de limpieza. Apenas eran las ocho de la mañana.
—¿Quién es?
—¿Señorita Otero? Desayuno de bienvenida del hotel.
Andrea abrió la puerta, extrañada.
—Yo no he pedido ningún...
Se interrumpió de golpe, porque aquel no era ninguno de los elegantes botones y camareros del hotel. Era un individuo bajito pero ancho y fornido, que vestía cazadora de cuero y pantalones negros. Iba sin afeitar y sonreía abiertamente.
—¿Señorita Otero? Soy Fabio Dante, superintendente del Corpo de Vigilanza del Vaticano. Me gustaría hacerle unas preguntas.
En la mano izquierda sostenía una credencial con su foto bien visible. Andrea la estudió detenidamente. Parecía auténtica.
—Verá, superintendente, en éstos momentos estoy muy cansada y necesito dormir. Venga en otro momento.
Cerró la puerta con desgana, pero el otro interpuso el pie con la habilidad de un vendedor de enciclopedias con familia numerosa. Andrea se vio obligada a seguir en la puerta, mirándole.
—¿No me ha entendido? Necesito dormir.
—Parece que es usted quien no me ha entendido. Necesito hablar con usted urgentemente, porque estoy investigando un robo.
Mierda, ¿cómo han podido encontrarme tan rápido?
Andrea no movió un músculo de su cara, pero por dentro su sistema nervioso pasó del estado de “alarma” al estado de “crisis total”. Tenía que capear aquel temporal como fuera, así que se clavó las uñas en las palmas, encogió los dedos de los pies y le indicó al superintendente que pasara.
—No dispongo de mucho tiempo. Tengo que enviar un artículo a mi periódico.
—Un poco pronto para enviar el artículo, ¿verdad? Las máquinas no comenzarán a imprimir hasta dentro de muchas horas.
—Bueno, me gusta hacer las cosas con antelación.
—¿Se trata de alguna noticia especial, quizás? —dijo Dante, dando un paso hacia el portátil de Andrea. Ésta se puso delante de él, bloqueándole el paso.
—Ah, no. Nada especial. Las habituales conjeturas sobre quién será el nuevo Sumo Pontífice.
—Por supuesto. Una cuestión ésta de suma importancia, ¿verdad?
—De suma importancia, en efecto. Pero no da para mucho en cuanto a noticias. Ya sabe, el habitual reportaje de interés humano aquí y allá. No hay muchas noticias últimamente, ¿sabe?
—Y así nos gusta que sea, señorita Otero.
—Exceptuando claro, ese robo del que me hablaba. ¿Qué es lo que les han robado?
—Nada del otro mundo. Unos sobres.
—¿Qué contenían? Seguramente algo muy valioso. ¿La nómina de los cardenales?
—¿Qué le hace pensar que el contenido era de valor?
—Debe serlo, o no habrían enviado a su mejor sabueso tras la pista. ¿Tal vez alguna colección de sellos de correos del Vaticano? He oído que los filatélicos matan por ellos.
—En realidad no eran sellos. ¿Le importa que fume?
—Debería pasarse a las pastillas de menta.
El subinspector olfateó el ambiente.
—Bueno, por lo que huelo usted no sigue sus propios consejos.
—Ha sido una noche dura. Fume, si es que encuentra un cenicero vacío...
Dante encendió un cigarro y exhaló el humo.
—Como le decía, señorita Otero, los sobres no contenían sellos. Se trataba de una información extremadamente confidencial que no debería llegar a manos equivocadas.
—¿Por ejemplo?
—No comprendo. ¿Por ejemplo qué?