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Ajeno a las miradas, Dante caminaba agachado, lentamente hacia la periodista. Según se acercaba vio con satisfacción que llevaba uno de los discos en la mano. Debía decir la verdad: había sido tan idiota de tirar el resto de los sobres. Por lo tanto, aquel disco cobraba una importancia mucho mayor.

—Dame el disco y me marcharé. Lo juro. No quiero hacerte daño —mintió Dante.

Andrea estaba muerta de miedo, pero hizo gala de un valor y unas agallas que hubieran avergonzado a un sargento de la Legión.

—¡Y una mierda! Lárgate o lo tiro.

Dante se quedó parado, a mitad de camino. Andrea tenía el brazo extendido, la muñeca ligeramente flexionada. Con un simple gesto, el disco volaría como un frisbi. Podría partirse al tocar el suelo. O quizá el disco planearía con la ligera brisa de la mañana y podría cogerlo al vuelo alguno de los mirones, que se evaporaría antes de que él pudiera llegar hasta el claustro del convento. Y entonces, adiós.

Demasiado riesgo.

Aquello eran unas tablas. ¿Qué hacer en ese caso? Distraer al enemigo hasta inclinar la balanza a tu favor.

—Señorita —dijo alzando mucho la voz—, no salte. No se qué le ha empujado a ésta situación, pero la vida es muy hermosa. Si lo piensa, verá que tiene muchas razones para vivir.

Sí, eso tenía sentido. Acercarse lo suficiente como para ayudar a la loca con la cara cubierta de sangre que había salido al tejado amenazando suicidarse, intentar sujetarla sin que nadie observe cómo le arrebato el disco, y después en el forcejeo no ser capaz de salvarla. Una tragedia. De Dicanti y Fowler ya se encargarían desde arriba. Ellos sabían presionar.

—¡No salte! Piense en su familia.

—¿Pero qué dices, imbécil? —se asombró Andrea— ¡No pienso saltar!

Desde abajo, los mirones utilizaban el dedo para señalar, en vez de para pulsar las teclas del teléfono y llamar a la Polizia. Alguno ya había comenzado a gritar “Non saltare, non saltare”. A ninguno le pareció extraño que el rescatador tuviese una pistola en la mano (o tal vez no distinguían lo que llevaba el intrépido rescatador en la mano derecha). Dante se regocijó para sus adentros. Cada vez estaba más cerca de la joven reportera.

—¡No tema! ¡Soy policía!

Andrea comprendió demasiado tarde lo que pretendía el otro. Ya estaba a menos de dos metros.

—No te acerques, cabrón. ¡Lo tiraré!

Desde abajo, los espectadores creyeron escuchar que la que se iba a arrojar era ella, pues apenas se fijaron en el disco que llevaba en la mano. Hubo más gritos de “no, no”, y alguno de los turistas incluso declaró a Andrea su amor eterno si bajaba del tejado sana y salva.

Mientras, los dedos extendidos del superintendente casi rozaban los pies descalzos de la periodista, que estaba vuelta hacia él. Ésta retrocedió un poco y resbaló unos centímetros. La multitud (pues ya casi había cincuenta personas en el claustro, e incluso algunos clientes asomados a las ventanas del hotel) contuvo el aliento. Pero enseguida alguien gritó

—¡Mira, un cura!

Dante se volvió. Fowler estaba de pie sobre el tejado, y tenía una teja en cada mano.

—¡Aquí no, Anthony! —gritó el superintendente.

Fowler no pareció escucharle. Le lanzó una de las tejas, con endiablada puntería. Dante tuvo suerte de protegerse la cara con el brazo. De no haberlo hecho así, tal vez el crujido que se oyó cuando la teja golpeó con fuerza en su antebrazo hubiera sido el de su cráneo rompiéndose, en vez del antebrazo. Se desplomó sobre el tejado y rodó hasta el borde. Pudo agarrarse de puro milagro a un saliente, golpeándose las piernas con una de las preciosas columnas, talladas por un sabio escultor bajo la supervisión de Bramante, quinientos años atrás. Irónicamente, los espectadores que no auxiliaron a la víctima si lo hicieron con Dante, y entre tres personas consiguieron descolgar aquel títere roto hasta el suelo. Éste se lo agradeció perdiendo el conocimiento.

En el tejado, Fowler se dirigió a Andrea.

—Señorita Otero, haga el favor de volver a la habitación antes de que se haga daño.

Hotel Raphael

Largo Febo, 2

Jueves, 7 de abril de 2005. 09:14

Paola volvió al mundo de los vivos encontrándose de maravilla: las atentas manos del padre Fowler le colocaban una toalla mojada sobre la frente. Enseguida dejó de encontrarse tan bien, y comenzó a lamentar que su cuerpo no terminara en los hombros, porque la cabeza le dolía enormemente. Se recuperó justo a tiempo de atender a los dos agentes de la Policía que se habían personado por fin en la habitación del hotel, y decirles que se largaran con viento fresco, que ella lo tenía todo controlado. Dicanti les juró y perjuró que allí no había ninguna suicida, y que todo se trataba de un error. Los agentes miraron en derredor un poco mosqueados por el desorden del lugar, pero obedecieron.

Entretanto, en el baño, Fowler intentaba recomponer la frente de Andrea, maltrecha tras su encuentro con el espejo. En el momento en que Dicanti se deshizo de los guardias y se asomó al excusado, el sacerdote le decía a la periodista que aquello iba a necesitar puntos.

—Por lo menos cuatro en la frente y dos en la ceja. Pero ahora no puede perder tiempo yendo a un hospital. Le diré lo que haremos: usted va a subir ahora mismo a un taxi rumbo a Bolonia. Tardará unas cuatro horas. Allí le estará esperando un médico amigo mío, que le dará unos puntos. Él le llevará al aeropuerto y usted tomará el avión con destino a Madrid, vía Milán. Allí estará segura. Y procure no volver por Italia en un par de años.

—¿No sería mejor coger el avión en Nápoles? —intervino Dicanti.

Fowler la miró muy serio.

—Dottora, si alguna vez necesita huir de... de esas personas, por favor, no huya hacia Nápoles. Tienen demasiados contactos allí.

—Yo diría que tienen contactos en todas partes.

—Lamentablemente, está usted en lo cierto. Y me temo que las consecuencias de habernos cruzado en el camino de la Vigilanza no serán agradables ni para usted ni para mí.

—Acudiremos a Boi. El se pondrá de nuestra parte.

Fowler guardó silencio un momento.

—Tal vez. Sin embargo, la prioridad ahora mismo es sacar de Roma a la señorita Otero.

A Andrea, de cuya cara no huía una mueca de dolor (porque la herida de la frente escocía mucho, aunque sangraba bastante menos gracias a Fowler), no le hacía gracia en absoluto aquella conversación a la que asistía en silencio. Diez minutos atrás, cuando vio desaparecer a Dante por el borde del tejado, había sentido una oleada de alivio. Corrió hacia Fowler y le echó ambos brazos al cuello, corriendo el riesgo de que ambos rodaran también tejado abajo. Fowler le explicó, someramente, que había un sector muy concreto del organigrama vaticano que no quería que ese asunto saliera a la luz, y que por eso había visto amenazada su vida. El cura no hizo ningún comentario acerca de lo deplorable de su robo de los sobres, lo cual había sido todo un detalle. Pero ahora estaba imponiendo su criterio, lo cual no gustaba a la periodista. Agradecía el oportuno salvamento del sacerdote y la criminalista, pero no estaba dispuesta a ceder al chantaje.

—Yo no pienso ir a ninguna parte, señores. Soy una periodista acreditada, y mi periódico confía en mí para llevarles las noticias del Cónclave. Y quiero que sepan que he descubierto una conspiración al más alto nivel para ocultar la muerte de unos cardenales y un miembro de la policía italiana a manos de un psicópata. El Globo va a publicar unas impresionantes portadas con ésta información, y todas van a llevar mi nombre.

El sacerdote escuchó con paciencia y contestó con firmeza.