—Señorita Otero, admiro su valor. Tiene usted más coraje que muchos soldados que he conocido. Pero en éste juego necesitaría usted mucho más que valentía.
La periodista se sujetó la venda que le cubría la frente con una mano y apretó los dientes.
—No se atreverán a hacerme nada cuando publique el reportaje.
—Tal vez sí y tal vez no. Pero yo tampoco quiero que publique el reportaje, señorita. No es conveniente.
Andrea le dedicó una mirada de incomprensión.
—¿Cómo dice?
—Simplificando: déme el disco —dijo Fowler.
Andrea se levanto, tambaleándose. Estaba indignada, y sostenía muy fuerte el disco contra su pecho.
—No sabía que fuera usted uno de esos fanáticos, dispuestos a matar por preservar sus secretos. Me marcho ahora mismo.
Fowler la empujó hasta volverla a sentar en el inodoro.
—Personalmente creo que la frase más esclarecedora del Evangelio es “La verdad os hará libres[37]”, y si por mi fuera podría ir usted corriendo y contar que un sacerdote con un historial de pederastia se ha vuelto loco y anda por ahí acuchillando cardenales. Tal vez así la Iglesia entendería de una vez por todas que los sacerdotes son, siempre y ante todo, hombres. Pero esto va más allá de usted y de mí. No quiero que esto se sepa porque Karoski sí que quiere que se sepa. Cuando pase un tiempo y vea que su método no ha dado resultado, hará otro movimiento. Entonces tal vez le cojamos, y salvemos vidas.
Andrea se derrumbó en ese momento. Fue una mezcla de cansancio, dolor, agotamiento y un sentimiento imposible de expresar con una sola palabra. Ese sentimiento a medio camino entre la fragilidad y la autocompasión, que tiene lugar cuando uno se da cuenta de que es muy pequeño en comparación con el universo. Le entrego el disco a Fowler, escondió la cabeza entre sus manos y lloró.
—Perderé mi trabajo.
El sacerdote se apiadó de ella.
—No, no lo hará. Me encargaré ello personalmente.
Tres horas después, el embajador de Estados Unidos en Italia se ponía en contacto telefónico con el director del Globo. Le pidió disculpas por haber atropellado con su coche oficial a la enviada especial del diario en Roma. Según su versión, el hecho había tenido lugar el día anterior, cuando el vehículo circulaba a toda velocidad camino del aeropuerto. Por suerte el conductor frenó a tiempo de evitar una catástrofe y, salvo una herida en la cabeza de escasa intensidad, no había habido consecuencias. Al parecer la periodista había insistido una y otra vez en que debía continuar su trabajo, pero los médicos de la embajada que la habían examinado recomendaron que la periodista tuviera un par de semanas de descanso, por lo que se habían brindado a enviarla a Madrid a cuenta de la embajada. Por supuesto, y ante el gran perjuicio profesional que le habían causado, estaban dispuestos a compensarla. Otra de las personas que iba en el interior del coche se había interesado por ella, y quería concederle una entrevista. Se pondrían en contacto nuevamente en dos semanas para concretar los detalles.
Al colgar, el director de El Globo estaba perplejo. No comprendía como aquella chica rebelde y problemática había logrado para el periódico probablemente la entrevista más difícil de conseguir del planeta. Lo atribuyó a un tremendo golpe de suerte. Sintió una punzada de envidia, y deseó hallarse en su piel.
Siempre había querido visitar el Despacho Oval.
Sede central de la UACV
Via Lamarmora, 3
Miércoles, 6 de abril de 2005. 13:25
Paola entró sin llamar en el despacho de Boi, pero no le gustó nada lo que vio allí. O mejor dicho, a quien vio allí. Cirin estaba sentado frente al director, y escogió aquel momento para levantarse y marcharse, sin dirigir la mirada a la criminalista. Ésta intentó detenerle en la puerta.
—Oiga, Cirin...
El Inspector General no le hizo ningún caso y desapareció.
—Dicanti, siéntese —dijo Boi, desde el otro lado de la mesa del despacho.
—Pero director, quiero denunciar el comportamiento criminal de uno de los subordinados de éste hombre...
—Basta ya, ispettora. Ya he sido informado convenientemente por el Inspector General de los sucesos del Hotel Raphael.
Paola estaba asombrada. En cuanto Fowler y ella consiguieron que la periodista española subiera al taxi con destino a Bolonia, se dirigieron inmediatamente a la sede de la UACV para exponer el caso ante Boi. La situación era complicada, sin duda, pero Paola confiaba en que su jefe apoyaría el rescate de la periodista. Decidió entrar sola a hablar con él, aunque desde luego lo último que hubiera esperado es que su jefe no quisiese ni siquiera escuchar su versión.
—Le habrá contado como Dante agredió a una periodista indefensa.
—Me ha contado que hubo un desencuentro, que ha sido solucionado a satisfacción de todos. Al parecer, el inspector Dante intentaba tranquilizar a una potencial testigo que estaba un poco nerviosa y ustedes dos le agredieron. Ahora mismo, Dante se encuentra en el hospital.
—¡Pero eso es absurdo! Lo que en realidad pasó...
—También me ha informado de que nos retira su confianza en éste caso —dijo Boi, levantando mucho la voz—. Está muy decepcionado con su actitud, en todo momento poco conciliadora y agresiva hacia el superintendente Dante y hacia la soberanía de nuestro país vecino, algo que he podido constatar por mí mismo, dicho sea de paso. Usted volverá a sus tareas habituales, y Fowler volverá a Washington. A partir de ahora, será sólo el Corpo de Vigilanza quien protegerá a los cardenales. Por nuestra parte, entregaremos inmediatamente al Vaticano tanto el DVD que nos envió Karoski como el que se recuperó de la periodista española y nos olvidaremos de su existencia.
—¿Y qué hay de Pontiero? Aún recuerdo la cara que pusiste en su autopsia. ¿También era fingida? ¿Quién hará justicia por su muerte?
—Eso ya no es de nuestra incumbencia.
La criminalista estaba tan decepcionada, tan asqueada, que sentía malestar físico. No era capaz de reconocer a la persona que tenía enfrente, no conseguía recordar ya ni una sola de las briznas de la atracción que había sentido por él. Se preguntó con tristeza, si tal vez aquello pudiera ser, en parte, la causa de que le hubiera retirado su apoyo tan deprisa. Tal vez la amarga conclusión del enfrentamiento de la noche pasada.
—¿Es por mi, Carlo?
—¿Perdón?
—¿Es por lo de anoche? No te creía capaz de esto.
— Ispettora, por favor, no se crea tan importante. En éste asunto mi único interés es colaborar eficientemente con las necesidades del Vaticano, algo que por lo visto no ha sido usted capaz de cumplir.
En sus treinta y cuatro años de vida, Paola jamás había visto una discordancia tan grande entre las palabras de una persona y lo que su rostro reflejaba. No se pudo contener.
—Eres un cerdo inútil, Carlo. En serio. No me extraña que todo el mundo se ría de ti a tus espaldas. ¿Cómo has podido acabar así?
El director Boi enrojeció hasta las orejas, pero consiguió reprimir el estallido de furia que le temblaba en los labios. En lugar de dejarse llevar por la rabia, convirtió el exabrupto en una fría y medida bofetada verbal.
—Al menos he llegado a algún sitio, ispettora. Deposite su placa y su arma sobre mi mesa, por favor. Queda suspendida de empleo y sueldo durante un mes, hasta que tenga tiempo de revisar atentamente su caso. Váyase a casa.
Paola abrió la boca para responder, pero no encontró nada que replicar. En las películas el bueno siempre encontraba una frase demoledora que anticipaba su triunfal regreso, siempre que un jefe despótico le despojaba de sus símbolos de autoridad. Pero en la vida real, ella se había quedado sin palabras. Arrojó la placa y la pistola sobre la mesa y salió del despacho, sin mirar atrás.
[37] Juan 8, 32.