Fowler las consultó y asintió.
—Hay dos tipos de asesinos en serie: Desorganizados y organizados. No es una clasificación perfecta, pero sí bastante coherente. Los primeros corresponden a los criminales que cometen actos espontáneos e impulsivos, con grandes riesgos de dejar evidencias tras ellos. A menudo conocen a sus víctimas, que suelen estar en su entorno geográfico. Sus armas son de conveniencia: una silla, un cinturón... cualquier cosa que encuentren a mano. El sadismo sexual aparece postmortem.
El sacerdote se frotó los ojos. Estaba muy cansado, pues apenas había dormido unas horas.
—Discúlpeme, dottora. Continúe, por favor.
—El otro tipo, el organizado, es un asesino con movilidad alta, que captura a sus víctimas antes que usar la fuerza. La victima es un extraño que responde a un criterio específico. Las armas y las ligaduras empleadas responden a un plan preconcebido, y nunca se dejan detrás. El cadáver se abandona en un sitio neutral, siempre con una preparación. Bien, ¿a cual de ambos grupos cree que corresponde Karoski?
—Evidentemente al segundo.
—Eso es lo que cualquier observador podría deducir. Pero nosotros podemos ir más allá. Tenemos su expediente. Sabemos quién es, de dónde viene, cómo piensa. Olvide todo lo que ha sucedido en estos últimos días. Céntrese en el Karoski que entró en el Instituto. ¿Cómo era?
—Una persona impulsiva, que en determinadas situaciones estallaba como una carga de dinamita.
—¿Y tras cinco años de terapia?
—Era una persona diferente.
—¿Diría que ese cambio se produjo gradualmente o que fue repentino?
—Fue bastante brusco. Yo señalaría el cambio en el momento en que el doctor Conroy le hizo escuchar las grabaciones de sus terapias de regresión.
Paola respiró hondo antes de continuar.
—Padre Fowler, no se ofenda, pero después de leer las decenas de entrevistas que he leído entre Karoski, Conroy y usted, creo que está en un error. Y ese error nos ha hecho mirar en la dirección errónea.
Fowler se encogió de hombros.
—Dottora, no puedo ofenderme por eso. Como ya sabe, aunque tenga el título de Psicología sólo estaba en el Instituto de rebote, pues mi auténtica profesión es otra muy distinta. Usted es la experta criminalista, y es una suerte poder contar con su opinión. Pero no comprendo a donde quiere ir a parar.
—Observe de nuevo el informe —dijo Paola, señalándolo. Bajo el título “Incoherencia” he anotado cinco características que hacen imposible considerar a nuestro sujeto como un asesino en serie organizado. Con un libro de criminología en las manos, cualquier experto le diría que Karoski es un organizado anómalo, evolucionado a raíz de un trauma, en éste caso el enfrentamiento con su pasado. ¿Está familiarizado con el término disonancia cognitiva?
—Es el estado de la mente en que los actos y las creencias íntimas del sujeto presentan fuertes discrepancias. Karoski sufría de disonancia cognitiva aguda: él creía ser un sacerdote ejemplar, mientras que sus 89 víctimas clamaban que era un pederasta.
—Perfecto. Entonces, según usted, el sujeto, católico convencido, neurótico, impermeable a toda intrusión del exterior, ¿se convierte en pocos meses un asesino múltiple, sin rastro de neurosis, frío y calculador tras escuchar unas cintas en las que comprende cómo fue maltratado de niño?
—Visto desde esa perspectiva... parece algo complicado —dijo Fowler, cohibido.
—Es imposible, padre. Ese acto irresponsable cometido por el doctor Conroy sin duda le causó daño, pero desde luego no pudo provocar en él un cambio tan desmesurado. El sacerdote fanático que se tapa los oídos, enfurecido cuando usted le lee en voz alta la lista de sus víctimas no puede convertirse en un asesino organizado apenas unos meses después. Y recordemos que sus dos primeros crímenes rituales se producen en el propio Instituto: la mutilación de un sacerdote y el asesinato de otro.
—Pero dottora... los asesinatos de los cardenales son obra de Karoski. Él mismo lo ha confesado, sus huellas están en tres de los escenarios.
—Por supuesto, padre Fowler. No discuto que Karoski haya cometido esos asesinatos. Es más que evidente. Lo que intento decirle es que el motivo de que los haya cometido no es el que creíamos. La característica más importante de su perfil, el hecho que le llevo al sacerdocio a pesar de su alma torturada es el mismo que le ha condicionado para cometer éstos actos tan terribles.
Fowler comprendió. Conmocionado, tuvo que sentarse en la cama de Paola para no caer al suelo.
—La obediencia.
—Exacto, padre. Karoski no es un asesino en serie. Es un sicario.
Instituto Saint Matthew
Silver Spring, Maryland
Agosto de 1999
En la celda de aislamiento no se oía ningún ruido. Por eso el susurro que le llamaba, apremiante, exigente, invadió los oídos de Karoski como una marea.
— Viktor.
Karoski bajó de la cama con paso apresurado, como un niño. Allí estaba él, de nuevo. Había venido una vez más para ayudarle, para guiarle, para iluminarle. Para darle un sentido y un propósito a su fuerza, a su necesidad. Ya estaba bien de soportar la injerencia cruel del doctor Conroy, que le examinaba como estudiaría una mariposa clavada en un alfiler bajo su microscopio. Estaba al otro lado de la puerta de acero, pero casi podía sentirle allí en la habitación, a su lado. A él podía respetarle, podía seguirle. Él podría comprenderle, orientarle. Habían hablado durante horas de lo que debía hacer. De cómo debía hacerlo. De cómo debía comportarse, de cómo debía responder al repetitivo y molesto interés de Conroy. Por las noches ensayaba su papel y esperaba su llegada. Sólo venía una vez cada semana, pero le esperaba con impaciencia, contando hacia atrás las horas, los minutos. Mientras ensayaba mentalmente, había afilado el cuchillo muy despacio, procurando no hacer ruido. Él se lo ordenó. Podría haberle dado un cuchillo afilado, incluso una pistola. Pero quería templar su valor y su fuerza. Y había hecho lo que le había pedido. Le había dado las pruebas de su devoción, de su lealtad. Primero había mutilado al sacerdote sodomita. Semanas después había matado al sacerdote pederasta. Debía segar la mala hierba como él le pedía, y por fin recibiría el premio. El premio que deseaba más que nada en el mundo. Él se lo daría, porque nadie más podía dárselo. Nadie más podía darle aquello.
— Viktor.
Él reclamaba su presencia. Cruzó la habitación con paso presuroso y se arrodilló junto a la puerta, escuchando la voz que le hablaba del futuro. De una misión, lejos de allí. En el corazón de la cristiandad.
Apartamento de la familia Dicanti
Via Della Croce, 12
Sábado, 9 de abril de 2005. 02:14
El silencio siguió a las palabras de Dicanti como una sombra oscura. Fowler se llevó las manos a la cara, entre el asombro y la desesperación.
—¿Cómo he podido estar tan ciego? Mata porque se le ha ordenado. Dios mío... pero ¿y los mensajes, y el ritual?
—Si lo piensa detenidamente no tiene ningún sentido, padre. El “Ego te absolvo”, escrito primero en el suelo y luego en el pecho de las víctimas. Las manos lavadas, la lengua cortada... todo ello era el equivalente siciliano de meter una moneda en la boca de la víctima.
—Es el ritual de la mafia para indicar que el muerto ha hablado demasiado, ¿verdad?
—Exacto. Al principio pensé que Karoski juzgaba a los cardenales culpables de algo, tal vez un crimen contra él mismo o contra su propia dignidad de sacerdotes. Pero las pistas dejadas en las bolas de papel no tenían ningún sentido. Ahora creo que eso fueron añadidos personales, sus propios retoques a un esquema dictado por alguien más.