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—¿Pero qué sentido tendría el matarlos de esa forma, dottora? ¿Por qué no eliminarlos sin más?

—Las mutilaciones no son más que un absurdo maquillaje al único hecho fundamentaclass="underline" alguien quería verlos muertos. Observe el flexo, padre.

Paola señaló la lámpara sobre la mesa, que iluminaba el dossier de Karoski. Con la habitación a oscuras, todo lo que no cayera dentro del foco de luz quedaba a oscuras.

—Ya lo comprendo. Nos obligan a mirar lo que quieren que veamos. Pero ¿quién podría querer algo así?

—La pregunta básica para averiguar quién ha cometido un crimen es ¿a quién beneficia? Un asesino en serie borra de un plumazo la necesidad de la pregunta, porque él se beneficia a si mismo. Su motivo es el cuerpo. Pero en éste caso su motivo es una misión. Si quería descargar su odio y su frustración contra los cardenales, suponiendo que los tuviera, podría haberlo hecho en otro momento en que éstos estuvieran mucho más a la vista. Mucho menos protegidos. ¿Por qué ahora? ¿Qué hay ahora de diferente?

—Porque alguien quiere influir en el Cónclave.

—Ahora pregúntese, padre, quién querría influir en el Cónclave. Pero para eso es esencial saber a quién han matado.

—Esos cardenales eran figuras preeminentes de la Iglesia. Personas de calidad.

—Pero con un nexo común entre ellos. Y nuestra tarea es encontrarlo.

El sacerdote se levantó y dio varias vueltas a la habitación, con las manos a la espalda.

— Dottora, se me ocurre quién estaría dispuesto a eliminar a los cardenales, y aún más por éste método. Hay una pista que no hemos seguido convenientemente. A Karoski le realizaron una reconstrucción facial completa, tal y como pudimos comprobar gracias al modelo de Angelo Biffi. Esa operación es muy cara y requiere de una convalecencia compleja. Bien realizada, y con las debidas garantías de discreción y anonimato, puede costar más de 100.000 dólares, unos 80.000 de sus euros. Esa no es una cantidad de la que un sacerdote pobre como Karoski pudiera disponer fácilmente. Tampoco tuvo que serle fácil entrar en Italia, o su cobertura desde su llegada. Durante todo éste tiempo han sido preguntas que he relegado a un segundo plano, pero de repente se vuelven cruciales.

—Y refuerzan la teoría de que en realidad una mano negra está detrás de los asesinatos de los cardenales.

—En efecto.

—Padre, yo no tengo el conocimiento que usted posee acerca de la Iglesia Católica y el funcionamiento de la Curia. ¿Cuál cree usted que es el común denominador que une a los tres purpurados muertos?

El sacerdote meditó unos momentos.

—Podría haber un nexo de unión. Uno que hubiera sido mucho más evidente si simplemente hubieran desaparecido o hubieran sido ejecutados. Todos ellos eran de ideología liberal. Eran parte de... ¿cómo decirlo? El ala izquierda del Espíritu Santo. Si me hubiera pedido los nombres de los cinco cardenales más partidarios del Concilio Vaticano II, estos tres hubieran figurado en ella.

—Explíquese, padre, por favor.

—Verá, con la llegada al papado de Juan XXIII, en 1958, se vio clara la necesidad de un cambio de rumbo en la Iglesia. Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, un llamamiento a todos los obispos del mundo para que acudieran a Roma a debatir con el Papa el estado de la Iglesia en el mundo. Dos mil obispos respondieron a la llamada. Juan XXIII murió antes de que concluyera el Concilio, pero Pablo VI, su sucesor, finalizó su tarea. Por desgracia, las reformas aperturistas que contemplaba el Concilio no llegaron tan lejos como pretendía Juan XXIII.

—¿A qué se refiere?

—Se hicieron grandes cambios dentro de la Iglesia. Fue probablemente uno de los mayores hitos del siglo XX. Usted ya no lo recuerda, porque es muy joven, pero hasta finales de los sesenta una mujer no podía fumar ni llevar pantalones porque era pecado. Y eso son sólo ejemplos anecdóticos. Baste decir que el cambio fue grande, aunque no lo suficiente. Juan XXIII pretendía que la Iglesia abriera de par en par las puertas al aire vivificante del Espíritu Santo. Y sólo se entreabrieron un poco. Pablo VI se reveló un papa bastante conservador. Juan Pablo I, su sucesor, apenas permaneció en el cargo un mes. Y Juan Pablo II fue un papa apostólico, fuerte y mediático, que hizo un gran bien a la humanidad, cierto. Pero en su política de actualización de la Iglesia, fue un conservador extremo.

—¿Así que la gran reforma de la Iglesia aún está por realizarse?

—Hay mucho trabajo que hacer aún, en efecto. Cuando se publicaron los resultados del Vaticano II, los sectores católicos más conservadores casi se levantaron en armas. Y el Concilio aún tiene enemigos. Gente que cree que quien no sea católico irá al infierno, que las mujeres no tienen derecho al voto, e ideas aún peores. Desde el clero se espera que éste Cónclave nos de un papa fuerte e idealista, un papa que se atreva a acercar a la Iglesia al mundo. Sin duda, el hombre idóneo para la tarea hubiera sido el cardenal Portini, un liberal convencido. Pero él jamás hubiera captado los votos del sector ultraconservador. Otro cantar hubiera sido Robayra, un hombre del pueblo, pero con una gran inteligencia. Cardoso estaba cortado por un patrón semejante. Ambos eran defensores de los pobres.

—Y ahora están muertos.

El semblante de Fowler se ensombreció.

— Dottora, lo que voy a narrarle ahora es un secreto absoluto. Estoy arriesgando mi vida y la suya, y créame, estoy asustado. Ésta línea de razonamiento apunta en una dirección en la que no me gustaría mirar, y mucho menos caminar —hizo una breve pausa para tomar aliento—. ¿Sabe usted lo que es la Santa Alianza?

De nuevo, como en casa de Bastina, volvieron a la cabeza de la criminalista las historias sobre espías y asesinatos. Siempre las había considerado cuentos de borracho, pero a aquella hora y con aquel extraño compañero, la posibilidad de que fueran reales adquiría una dimensión diferente.

—Dicen que es el servicio secreto del Vaticano. Una red de espías y agentes secretos, que no vacilan en matar cuando llega la ocasión. Son cuentos de viejas para asustar a los polis novatos. Casi nadie se lo cree.

— Dottora Dicanti, puede usted creer en las historias sobre la Santa Alianza, porque existe. Existe desde hace cuatrocientos años, y es la mano izquierda del Vaticano para aquellos asuntos que ni el mismo Papa debe conocer.

—Me resulta muy difícil de creer.

—El lema de la Santa Alianza, dottora, es “La Cruz y la Espada”.

Paola recordó a Dante en el hotel Raphael, apuntando con un arma a la periodista. Aquellas habían sido exactamente sus palabras cuando le había pedido ayuda a Fowler, y entonces comprendió lo que quería decir el sacerdote.

—Oh, Dios mío. Entonces usted...

—Lo fui, hace mucho tiempo. Servía a dos banderas, la de mi país y la de mi religión. Después tuve que dejar uno de los dos trabajos.

—¿Qué sucedió?

—No puedo contárselo, dottora. No me pida que lo haga.

Paola no quiso insistir en el tema. Aquello formaba parte del lado oscuro del sacerdote, del dolor frío que le apretaba el alma con grapas de hielo. Sospechaba que había allí mucho más de lo que él le estaba contando.

—Ahora comprendo la animadversión de Dante hacia usted. Tiene que ver con ese pasado, ¿verdad, padre?

Fowler permaneció mudo. Paola debía tomar una decisión rápida, porque ya no quedaba tiempo ni podía permitirse reparos. Dejó hablar a su corazón, que sabía enamorado del sacerdote. De todas y cada una de sus partes, de la seca calidez de sus manos y de las dolencias de su alma. Deseo poder absorberlas, librarle de ellas, de todas ellas, devolverle la risa franca de un niño. Sabía de lo imposible de su deseo: en aquel hombre había océanos de amargura, que arrancaban de mucho tiempo atrás. No era sólo el muro infranqueable que para él significaba el sacerdocio. Quien quisiera llegar a él tendría que vadear los océanos, y lo más probable es que se ahogara en ellos. En aquel momento comprendió que nunca estaría a su lado, pero también supo que aquel hombre se dejaría matar antes de permitir que ella sufriera daño.