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—Está bien, padre, confiaré en usted. Continúe, por favor —dijo con un suspiro.

Fowler volvió a sentarse y desgranó una estremecedora historia.

—Existen desde 1566. En aquellos oscuros tiempos, Pío V estaba preocupado por el ascenso de los anglicanos y los herejes. Como cabeza de la Inquisición, era un hombre duro, taxativo y pragmático. Entonces el sentido del Estado Vaticano en sí mismo era mucho más territorial que ahora, aunque ahora goce de aún más poder. La Santa Alianza se creó reclutando a sacerdotes jóvenes y uomos di fiducia, laicos de confianza de probada fe católica. Su misión era defender al Vaticano como país y a la Iglesia en el sentido espiritual, y su número fue creciendo con el paso del tiempo. Llegaron a ser miles en el siglo XIX. Algunos eran meros informadores, fantasmas, durmientes... Otros, apenas medio centenar, eran la elite: La Mano de San Miguel. El grupo de agentes especiales que, repartidos por el mundo, podía ejecutar una orden precisa y rápidamente. Inyectar dinero en un grupo revolucionario a conveniencia, traficar con influencias, conseguir datos cruciales capaces de cambiar el curso de las guerras. Silenciar, engañar, y en último caso, matar. Todos los miembros de la Mano de San Miguel estaban entrenados en armamento y tácticas. Antiguamente en control de poblaciones, códigos, disfraces y lucha cuerpo a cuerpo. Una Mano era capaz de partir una uva en dos con un cuchillo lanzado desde quince pasos de distancia y hablar perfectamente cuatro idiomas. Podían decapitar a una vaca, arrojar su cadáver corrupto a un pozo de agua limpia y cargar la culpa a un grupo rival con una maestría absoluta. Se les entrenaba durante años en un monasterio de una isla del Mediterráneo, cuyo nombre no revelaré. Con la llegada del siglo XX, el entrenamiento evolucionó, pero la Mano de San Miguel fue cortada casi de cuajo en la Segunda Guerra Mundial. Fue una época teñida de sangre, en la que muchos cayeron. Algunos defendieron causas muy nobles, y otros, por desgracia, otras no tan buenas.

Fowler hizo una pausa para beber un sorbo de café. Las sombras de la habitación se habían vuelto más oscuras y tenebrosas, y Paola sintió miedo físico. Se sentó al revés en la silla y se abrazó al respaldo, mientras el sacerdote continuaba.

—En 1958, Juan XXIII, el mismo Papa del Vaticano II, decidió que la hora de la Santa Alianza había pasado. Que sus servicios no eran necesarios. Y, en plena Guerra Fría, desmanteló las redes de conexión con los informantes y prohibió tajantemente a los miembros de la Santa Alianza que llevaran a cabo ninguna acción sin su aprobación previa. Y durante cuatro años, así fue. Solo quedaban doce Manos, de los cincuenta y dos que eran en 1939, y algunos eran muy mayores. Se les ordenó volver a Roma. El lugar secreto donde se entrenaban ardió misteriosamente en 1960. Y la Cabeza de San Miguel, el líder de la Santa Alianza, murió en un accidente de coche.

—¿Quien era?

—No puedo decírselo, pero no porque no quiera, sino porque no lo sé. La identidad de la Cabeza es siempre un misterio. Puede ser cualquiera: un obispo, un cardenal, un uomo di fiducia o un simple sacerdote. Tiene que ser varón, mayor de cuarenta y cinco años. Eso es todo. Desde 1566 hasta el día de hoy sólo ha trascendido el nombre de una Cabeza: el cura Sogredo, un italiano de origen español que luchó con denuedo contra Napoleón. Y esto solo en círculos muy reducidos.

—No es de extrañar que el Vaticano no reconozca la existencia de un servicio de espionaje si emplean esos métodos.

—Ese fue uno de los motivos que impulsó a Juan XXIII a acabar con la Santa Alianza. Dijo que matar no es justo, ni siquiera en nombre de Dios, y estoy de acuerdo con él. Se que algunas de las actuaciones de la Mano de San Miguel se lo pusieron muy duro a los nazis. Un puñado de ellos salvó cientos de miles de vidas. Pero hubo un grupo, muy reducido, que vio su contacto con el Vaticano interrumpido, y cometieron errores atroces. No hablaré de eso aquí, y menos en ésta hora oscura.

Fowler agitó una mano, como queriendo disipar los fantasmas. En alguien como él, cuya economía de movimientos era casi sobrenatural, un gesto así solo podía indicar un tremendo nerviosismo. Paola se dio cuenta de que estaba deseando acabar la historia.

—No tiene porque decir nada, padre. Sólo lo que considere necesario que yo sepa.

Él se lo agradeció con una sonrisa y continuó.

—Pero aquello, como supongo que se imaginará, no fue el fin de la Santa Alianza. La llegada de Pablo VI al trono de Pedro en 1963 se vio rodeada de la situación internacional más aterradora de todos los tiempos. Apenas un año antes, el mundo había estado a centímetros de una guerra atómica[39]. Apenas unos meses después, Kennedy, el primer presidente católico norteamericano, caía abatido a tiros. Cuando Pablo VI lo supo, reclamó que se levantase de nuevo la Santa Alianza. Las redes de espías, aunque mermadas por el paso del tiempo, se recuperaron. Lo complejo era volver a constituir la Mano de San Miguel. De las doce Manos que habían sido llamadas a Roma en 1958, siete eran recuperables para el servicio en 1963. A una de ellas se le encargó reconstruir la base para formar de nuevo a los agentes de campo. La tarea le llevó casi quince años, pero logró formar un grupo de treinta agentes. Algunos habían sido escogidos desde cero, y a otros se les encontró en otros servicios secretos.

—Como usted: un agente doble.

—En realidad mi caso se denomina agente potencial. Es aquel que trabaja normalmente para dos organizaciones aliadas pero en la que la principal desconoce que la secundaria añade o modifica directrices a su tarea en cada misión. Yo acepté emplear mis conocimientos para salvar vidas, no para acabar con otras. Casi todas las misiones que me encomendaron fueron de recuperación: para salvar a sacerdotes comprometidos en lugares complicados.

—Casi todas.

Fowler inclinó el rostro.

—Tuvimos una misión compleja en la que las cosas se torcieron. Aquel día dejé de ser una Mano. No me pusieron las cosas fáciles, pero aquí estoy. Creí que sería psicólogo el resto de mi vida y mire a dónde me ha traído uno de mis pacientes.

—Dante es una de las Manos, ¿verdad, Padre?

—Años después de mi marcha, hubo una crisis. Ahora vuelven a ser pocos, por lo que he oído. Todos están ocupados lejos, en misiones de los que no se les podrá extraer con facilidad. El único que había disponible era él, y es un hombre con muy pocos escrúpulos. En realidad, idóneo para el trabajo, si mis sospechas son ciertas.

—Entonces, ¿Cirin es la Cabeza?

Fowler miró al frente, impasible. Al cabo de un minuto Paola decidió que no le iba a contestar, así que lo intentó con otra pregunta.

—Padre, dígame por qué la Santa Alianza querría hacer un montaje como éste.

—El mundo está cambiando, dottora. Las ideas democráticas se hacen hueco en muchos corazones, incluso en las de los correosos miembros de la Curia. La Santa Alianza necesita de un Papa que la apoye firmemente, o desaparecerá. Pero la Santa Alianza es una idea preconciliar. Lo que los tres cardenales tenían en común es que eran liberales convencidos, todo lo que puede ser un cardenal, al fin y al cabo. Cualquiera de ellos hubiera podido desmontar de nuevo el servicio secreto, tal vez para siempre.

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[39] El padre Fowler debe referirse, sin duda, a la Crisis de los Misiles. En 1962, el premier soviético Jruschev envió a Cuba varios barcos cargados con cabezas nucleares, que una vez instalados en el país caribeño podrían alcanzar objetivos en los Estados Unidos. Kennedy impuso un bloqueo a la isla, y prometió hundir los cargueros si no volvían de vuelta a la URSS. A media milla de los destructores norteamericanos, Jruschev mandó regresar a sus barcos. Durante cinco días el mundo había contenido el aliento.