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Sacristía del Vaticano

Domingo, 10 de abril de 2005. 11:08

Los sacerdotes que concelebrarían con el cardenal Shaw se revestían en una sacristía auxiliar cercana a la entrada de San Pedro, donde aguardarían junto con los monaguillos al celebrante cinco minutos antes de comenzar la ceremonia.

Hasta ese momento, el museo estaba desierto salvo por las dos monjas que ayudaban a Shaw y al otro concelebrante, el cardenal Pauljic y el guardia suizo que les custodiaban en la misma puerta de la sacristía.

Karoski acarició su cuchillo, oculto entre sus ropas. Calculó mentalmente sus posibilidades.

Por fin iba a ganar su premio.

Casi era el momento.

Plaza de San Pedro

Domingo, 10 de abril de 2005. 11:16

—Por la puerta de Santa Ana es imposible acceder, padre. También está fuertemente vigilada, y no están dejando entrar a nadie. Sólo a aquellos que tienen la autorización del Vaticano.

Ambos habían recorrido inspeccionado desde cierta distancia los accesos al Vaticano. Por separado, para ser más discretos. Quedaban menos de cincuenta minutos para el inicio de la misa de novendiales en San Pedro.

Tan solo treinta minutos atrás la revelación del nombre de Francis Shaw en la estampa de la Virgen del Carmen había dado paso a una frenética búsqueda por Internet. Las agencias de noticias indicaban el lugar y la hora donde estaría Shaw, a la vista de todo aquel que quisiera leerlo.

Y allí estaban, en la Plaza de San Pedro.

—Tendremos que entrar por la puerta principal de la Basílica.

—No. La seguridad ha sido reforzada en todos los puntos menos en ese, que está abierto al público, así que justamente por ahí es por donde nos esperan. Y aunque consiguiéramos entrar, no podríamos acercarnos al altar. Shaw y el que concelebre con él partirán desde la Sacristía de San Pedro. Desde allí el camino es franco hasta la basílica. No usarán el altar de Pedro, que está sólo reservado al papa. Utilizarán uno de los altares secundarios, y aún así habrá unas ochocientas personas en la ceremonia.

—¿Se atreverá Karoski a actuar delante de tanta gente?

— Dottora, nuestro problema es que no sabemos quién representa qué papel en éste drama. Si la Santa Alianza quiere ver muerto a Shaw, no nos dejarán impedir que celebre la misa. Si lo que quieren es cazar a Karoski, tampoco nos permitirán que avisemos al cardenal, porque resulta un cebo excelente. Estoy convencido de que ocurra lo que ocurra, éste es el último acto de la comedia.

—Pues a este paso no habrá papel para nosotros en él. Son ya las once y cuarto.

—No. Entraremos en el Vaticano, rodearemos a los agentes de Cirin y llegaremos a la Sacristía. Hay que impedir que Shaw celebre su misa.

—¿Cómo, padre?

—Utilizaremos un camino que Cirin jamás sería capaz de imaginar.

Cuatro minutos después llamaban al timbre de la puerta de un sobrio edificio de cinco plantas. Paola le dio la razón a Fowler. Cirin no se imaginaría ni en un millón de años que Fowler llamaría por propia voluntad a la puerta del Palacio del Santo Oficio.

Una de las entradas al Vaticano se encuentra entre el Palacio y la columnata de Bernini. Consiste en una valla negra y una garita. Normalmente está custodiada por dos guardias suizos. Aquel domingo eran cinco, al que se añadía un policía de paisano. Éste último llevaba una carpeta en la mano, y en su interior (aunque esto no lo sabían ni Fowler ni Paola) estaban sus fotografías. Aquel hombre, miembro del Corpo di Vigilanza, vio pasar por la acera de enfrente a una pareja que parecía concordar con la descripción. Solo los vio un momento, ya que desaparecieron de su vista, y no estaba muy seguro de que fueran ellos. No estaba autorizado a abandonar su puesto, así que no intentó seguirles para comprobarlo. Las órdenes eran informar si aquellos individuos intentaban entrar en el Vaticano y retenerles durante un rato, por la fuerza si era preciso. Pero parecía evidente que aquellas personas eran importantes. Presionó el botón de llamada del walkie talkie y comunicó lo que había visto.

Casi en la esquina con Porta Cavalleggeri, a menos de veinte metros de aquella entrada donde el policía recibía instrucciones por su walkie, se encontraba la puerta del Palacio. Una puerta cerrada, pero con un timbre. Fowler dejó el dedo pegado allí hasta que se oyó ruido de descorrer cerrojos al otro lado. El rostro de un sacerdote maduro asomó por una rendija.

—¿Qué deseaban? —dijo con malos modos.

—Venimos a ver al obispo Hanër.

—¿De parte de quién?

—Del padre Fowler.

—No me suena.

—Soy un viejo conocido.

—El obispo Hanër está descansando. Hoy es domingo y el Palazzo está cerrado. Buenos días —dijo haciendo gestos cansinos con la mano, como el que ahuyenta moscas.

—Por favor, dígame en qué hospital o cementerio se encuentra el obispo, padre.

El cura le miró, sorprendido.

—¿Cómo dice?

—El obispo Hanër me dijo que no descansaría hasta hacerme pagar por mis muchos pecados, así que debe estar enfermo o muerto. No me cabe otra explicación.

La mirada del cura cambió un poco, del hostil desinterés a la ligera irritación.

—Parece que sí conoce al obispo Hanër. Esperen aquí fuera —dijo cerrando de nuevo la puerta en sus narices.

—¿Cómo sabía que ese Hanër estaría aquí? —preguntó Paola.

—El obispo Hanër no ha descansado un domingo en su vida, dottora. Hubiera sido una triste casualidad que lo hiciera hoy.

—¿Es amigo suyo?

Fowler carraspeó.

—Bueno, en realidad es la persona que más me odia del mundo. Gonthas Hanër es el Delegado de Funcionamiento de la Curia. Es un viejo jesuita alemán empeñado en acabar con los desmanes en política exterior de la Santa Alianza. Una eclesiástica versión de sus Asuntos Internos. Fue la persona que instruyó la causa contra mí. Me aborrece porque no dije ni una sola palabra acerca de las misiones que me fueron encomendadas.

—¿Qué tal se tomó su absolución?

—Bastante mal. Me dijo que tenía un anatema con mi nombre en él, y que antes o después se lo firmará un Papa.

—¿Qué es un anatema?

—Un decreto de excomunión solemne. Hanër sabe que es lo que más temo en éste mundo: que la Iglesia por la que he luchado me impida ir al cielo cuando muera.

La criminalista le miró con preocupación.

—Padre, ¿se puede saber qué hacemos aquí?

—He venido a confesarlo todo.

Sacristía del Vaticano

Domingo, 10 de abril de 2005. 11:31

El guardia suizo se derrumbó como un guiñapo mudo, sin más sonido que el que produjo su alabarda al rebotar contra el suelo de mármol. El corte en la garganta le había seccionado la tráquea por completo.

Una de las monjas salió de la sacristía atraída por el ruido. No tuvo tiempo a gritar. Karoski le golpeó brutalmente en la cara. La religiosa cayó al suelo de bruces, completamente aturdida. El asesino se tomó su tiempo para hurgar con el pie derecho bajo la toca negra de la hermana oblata. Buscaba la nuca. Eligió el punto exacto y descargó todo su peso sobre la planta del pie. El cuello se partió en seco.

La otra monja asomó la cabeza por la puerta de la sacristía, con aire confiado. Necesitaba de la ayuda de su compañera.

Karoski le hundió el cuchillo en el ojo derecho. Cuando tiró de ella para depositarla en el corto pasillo que daba acceso a la sacristía, ya arrastraba un cadaver.

Miró los tres cuerpos. Miró la puerta de la sacristía. Miró el reloj.