Aún disponía de cinco minutos para firmar sus obras.
Exterior del Palacio del Santo Oficio
Domingo, 10 de abril de 2005. 11:31
Paola se quedó con la boca abierta ante las palabras de Fowler, pero no tuvo tiempo de replicar nada, ya que la puerta se abrió de golpe. En vez del maduro sacerdote que les había atendido antes, apareció un enjuto obispo, de pelo y barba rubios, pulcramente recortados. Aparentaba unos cincuenta años. Habló a Fowler con acento alemán cargado de desprecio y de erres repetidas.
—Vaya, así que después de todos estos años aparece usted así, en mi puerta. ¿A qué debo el inesperado honor?
—Obispo Hanër, he venido a pedirle un favor.
—Me temo, padre Fowler, que no está usted en condiciones de pedirme nada. Hace doce años yo le pedí algo a usted, y guardó silencio durante días. ¡Días! La comisión le consideró inocente, pero yo no. Ahora, váyase.
Su índice extendido señalaba la Porta Cavallegeri. Paola pensó que el dedo estaba tan firme y recto que Häner podría haber ahorcado a Fowler en él.
El sacerdote le ayudó anudando él mismo su propia soga.
—Aún no ha escuchado lo que tengo que ofrecer a cambio.
El obispo se cruzó de brazos.
—Hable, Fowler.
—Es posible que antes de media hora se produzca un asesinato en la Basílica de San Pedro. La ispettora Dicanti, aquí presente, y yo mismo hemos venido a impedirlo. Por desgracia, no podemos acceder al Vaticano. Camilo Cirin nos ha prohibido la entrada. Le pido permiso para cruzar el Palazzo hasta el parking para poder entrar en la Cittá sin ser vistos.
—¿Y a cambio?
—Responderé a todas sus preguntas sobre El Aguacate. Mañana.
Häner se volvió a Paola.
—Muéstreme su identificación.
Paola no llevaba encima su placa de la Polizia. Boi se la había quitado. Por suerte sí llevaba la tarjeta magnética de acceso a la UACV. La sostuvo con firmeza ante el obispo, esperando que bastase para que les creyera.
El obispo tomo la tarjeta de manos de la criminalista. Estudió su cara y la foto en la tarjeta, el distintivo de la UACV e incluso la banda magnética de la identificación.
—Vaya, así que es verdad. Creía, Fowler, que a sus muchos pecados había añadido usted el de la concupiscencia.
Aquí Paola apartó la mirada para evitar que Häner viera la sonrisa que afloraba a sus labios. Fue un alivio que Fowler sostuviera muy serio la del obispo. Éste chasqueó la lengua en un gesto de disgusto.
—Fowler, allá donde va le rodea la sangre y la muerte. Mis convicciones son muy firmes con respecto a usted. No deseo permitirle la entrada.
El sacerdote iba a replicar a Hanër, pero éste le calló con un gesto.
—No obstante, padre, se que es usted un hombre de honor. Accedo a su trato. Hoy entrarán al Vaticano, pero mañana acudirá a mí y me contará la verdad.
Dicho esto se hizo a un lado. Fowler y Paola entraron. El recibidor era elegante, pintado en color crema y con sin molduras ni elementos recargados. Todo el edificio estaba silencioso, como correspondía al domingo. Paola sospechaba que el único que permanecía allí era aquella figura tensa y delgada como un florete. Aquel hombre se veía a sí mismo como la justicia de Dios. Le dio miedo solo de pensar lo que podría haber hecho una mente tan obsesionada cuatrocientos años atrás.
—Le veré mañana, padre Fowler. Así tendré el placer de enseñarle un documento que guardo para usted.
El sacerdote condujo a Paola por el pasillo de la planta baja del Palazzo sin mirar una sola vez atrás, tal vez asustado de comprobar que Hanër aún seguí ahí, junto a la puerta, esperando su regreso del día siguiente.
—Es curioso, padre. Normalmente la gente sale de la Iglesia por el Santo Oficio, no entra a través de él —dijo Paola
Fowler hizo una mueca entre triste e irónica.
—Espero que al capturar a Karoski no esté ayudando a salvar la vida de una posible víctima que, eventualmente, firme mi excomunión como recompensa.
Llegaron a una puerta de emergencia. Una ventana cercana mostraba una vista del aparcamiento. Fowler presionó la barra central de la puerta y asomó discretamente la cabeza. Los guardias suizos, a treinta metros de distancia, seguían con la vista fija en la calle. Cerró la puerta de nuevo.
—Démonos prisa. Hemos de hablar con Shaw y explicarle la situación antes de que Karoski acabe con él.
—Indíqueme el camino.
—Saldremos al aparcamiento y continuaremos andando lo más cerca posible del muro del edificio, en fila india. Enseguida llegaremos a la sala de audiencias. Continuaremos pegados al muro hasta llegar a la esquina. Tendremos que cruzar rápido, en diagonal y con la cabeza vuelta hacia nuestra derecha, porque no sabremos si habrá alguien vigilando en aquella zona. Yo iré primero, ¿de acuerdo?
Paola asintió y se pusieron en marcha, caminando deprisa. Consiguieron alcanzar la Sacristía de San Pedro sin incidentes. Era un edificio imponente, anejo a la Basílica de San Pedro. Durante todo el año estaba abierto a los turistas y peregrinos, ya que en su parte pública era un museo que contenía algunos de los más bellos tesoros de la cristiandad.
El sacerdote apoyó la mano en la puerta.
Estaba entreabierta.
Sacristía del Vaticano
Domingo, 10 de abril de 2005. 11:42
—Mala señal, dottora —susurró Fowler.
La inspectora se llevó la mano a la cintura y sacó un revólver del 38.
—Entremos.
—Creía que Boi le había quitado la pistola.
—Me quitó mi automática, que es el arma de reglamento. Este juguete es sólo por si acaso.
Ambos cruzaron el umbral. La zona del museo estaba desierta, las vitrinas apagadas. El mármol que recubría suelos y paredes devolvía la escasa luz que entraba por las escasas ventanas. A pesar de ser mediodía, las salas estaban casi a oscuras. Fowler guiaba a Paola en silencio, maldiciendo interiormente el crujido de sus zapatos. Pasaron de largo cuatro de las salas del museo. En la sexta, Fowler se detuvo bruscamente. A menos de medio metro, parcialmente oculto por la pared que formaba el corredor por donde iban a torcer, yacía algo tremendamente inusual. Una mano enguantada en blanco y un brazo cubierto por una tela de vivos colores amarillo, azul y rojo.
Al doblar la esquina comprobaron que el brazo estaba unido a un guardia suizo. Aún agarraba la alabarda con la mano izquierda, y lo que fueron sus ojos eran ahora dos agujeros rezumantes de sangre. Un poco más allá Paola vio tendidas a dos monjas de hábitos y tocas negras, unidas en un último abrazo.
Tampoco ellas tenían ojos.
La criminalista amartilló el arma. Cruzó la mirada con Fowler.
—Está aquí.
Estaban en el corto pasillo que llevaba a la sacristía central del Vaticano, habitualmente protegida por catenaria, pero con la puerta de doble hoja abierta para que el público curiosee desde la entrada el lugar en el que se reviste el Santo Padre antes de celebrar la misa.
En ese momento estaba cerrada.
—Por Dios, que no sea demasiado tarde —dijo Paola, la mirada clavada en los cuerpos.
Con aquellas eran ya al menos ocho las víctimas de Karoski. Se juró a sí misma que serían las últimas. No lo pensó dos veces. Corrió los dos metros de pasillo hasta la puerta, esquivando los cadáveres. Tiró de una hoja con la izquierda mientras con la derecha alzada, sujeto el revólver, cruzaba el umbral.
Estaba en una sala octogonal muy alta, de unos doce metros de largo, llena de luz dorada. Frente a ella, un altar flanqueado por columnas con un óleo: el descenso de la Cruz. Pegados a las bellísimas y trabajadas paredes de mármol gris, diez armarios de teca y limoncillo contenían las sagradas vestiduras. Si Paola hubiera alzado la mirada al techo, podría haber visto la cúpula adornada con hermosos frescos por cuyas ventanas entraba la luz que inundaba el lugar. Pero la criminalista sólo tenía ojos para las dos personas que había en la estancia.