Una era el cardenal Shaw. La otra era también un purpurado. A Paola le sonaba vagamente, hasta que al final pudo reconocerlo. Era el cardenal Pauljic.
Ambos estaban junto al altar. Pauljic, detrás de Shaw, terminaba de colocarle la casulla cuando irrumpió la criminalista, con la pistola apuntando directamente hacia ellos.
—¿Dónde está? —gritó Paola, y su grito resonó con un eco por la cúpula. ¿Le han visto?
El norteamericano habló muy despacio, sin dejar de mirar la pistola.
—¿Dónde está quién, señorita?
—Karoski. El que ha matado al guardia suizo y a las monjas.
No había acabado de hablar cuando Fowler entró en la habitación. Se colocó detrás de Paola. Miró a Shaw y, por primera vez, cruzó sus ojos con el cardenal Pauljic.
Hubo fuego y reconocimiento en aquella mirada.
—Hola Viktor —dijo el sacerdote, la voz baja, ronca.
El cardenal Pauljic, más conocido como Viktor Karoski, sujetó por el cuello al cardenal Shaw con el brazo izquierdo, mientras con el derecho extraía la pistola de Pontiero y la colocaba en la sien del purpurado.
—¡QUIETO! —gritó Dicanti, y el eco fue una sucesión de oes.
—No mueva un músculo, ispettora Dicanti, o veremos el color de los sesos de éste cardenal —la voz del asesino golpeó a Paola con la fuerza de la rabia y el miedo, de la pulsante adrenalina que sentía en las sienes. Recordó la furia que la había colmado cuando, tras ver el cadáver de Pontiero, aquel animal le había llamado por teléfono.
Apuntó con cuidado.
Karoski estaba a más de diez metros, y tan solo quedaban visibles una parte de su cabeza y los antebrazos, tras el escudo humano que formaba el cardenal Shaw.
Con su destreza y con un revólver, aquel era un tiro imposible.
—Arroje el arma al suelo, ispettora, o le mataré aquí mismo.
Paola se mordió el labio inferior para no gritar de rabia. Tenía allí mismo al asesino, en frente de ella, y no podía hacer nada.
—No le haga caso, dottora. Nunca le haría daño al cardenal, ¿verdad Viktor?
Karoski aferró aún más fuerte el cuello de Shaw.
—Por supuesto que sí. Tire el arma al suelo, Dicanti. ¡Tírela!
—Por favor, haga lo que le dice —gimió Shaw con un hilo de voz.
—Una excelente interpretación, Viktor —la voz de Fowler temblaba de cólera—. ¿Recuerda que nos parecía imposible que el asesino hubiera logrado salir de la habitación de Cardoso, que estaba cerrada a cal y canto? Maldita sea, fue muy fácil. No salió nunca de ella.
—¿Cómo? —se asombró Paola.
—Nosotros rompimos la puerta. No vimos a nadie. Y entonces una oportuna petición de auxilio nos mandó en una alocada persecución por las escaleras. Viktor estaría seguramente ¿debajo de la cama? ¿En el armario?
—Muy listo, padre. Ahora tire el arma, ispettora.
—Pero claro, esa petición de auxilio y la descripción del agresor venían avalada por un hombre de fe, un hombre de total confianza. Un cardenal. El cómplice de un asesino.
—¡Cállese!
—¿Qué te prometió para que le quitaras de en medio a sus competidores, en busca de una gloria que hace tiempo dejó de merecer?
—¡Basta! —Karoski estaba como loco, su rostro empapado en sudor. Una de las cejas artificiales que llevaba se estaba despegando, caía sobre uno de sus ojos.
—¿Te buscó en el Instituto Saint Matthew, Viktor? Él fue quien te recomendó que ingresaras allí, ¿verdad?
—Acabe con esas absurdas insinuaciones, Fowler. Dígale a la mujer que tire el arma o este loco me matará —ordenó Shaw, desesperado.
—¿Cuál era el plan de Su Eminencia, Viktor? —dijo Fowler, haciendo caso omiso— ¿Tenías que simular atacarle en plena Basílica de San Pedro? ¿Y él te disuadiría de tu intento allí, a la vista de todo el pueblo de Dios y de las cámaras de televisión?
—¡No siga o le mataré! ¡Le mataré!
—Tú habrías sido el que hubiese muerto. Y él sería un héroe.
—¿Qué te prometió a cambio de las llaves del Reino, Viktor?
—¡El Cielo, maldito cabrón! ¡La vida eterna!
Karoski apartó el cañón del arma de la cabeza de Shaw. Apuntó contra Dicanti y disparó.
Fowler empujó hacia delante a Dicanti, quien dejó caer el arma. La bala de Karoski erró por muy poco la cabeza de la inspectora y destrozó el hombro izquierdo del sacerdote.
Karoski alejó de si a Shaw, quien corrió a refugiarse entre dos armarios. Paola, sin tiempo para buscar el revólver, embistió contra Karoski con la cabeza gacha, los puños cerrados. Impactó en su estómago con el hombro derecho, aplastándole contra la pared, pero no logró dejarle sin aire: las capas de relleno que llevaba para simular que era un hombre más grueso le protegieron. Aun así, el arma de Pontiero cayó al suelo con un ruido metálico y resonante.
El asesino golpeó en la espalda de Dicanti, quien aulló de dolor, pero se levantó y logró encajar un golpe en la cara de Karoski, quien trastabilló y estuvo a punto de perder el equilibrio.
Paola cometió entonces su único error.
Miró alrededor para buscar la pistola. Y entonces Karoski la golpeó en el rostro, en el estómago, en los riñones. Y finalmente la sujetó con un brazo, al igual que había hecho con Shaw. Solo que ésta vez llevaba en la mano un objeto cortante con el que acarició la cara de Paola. Era un cuchillo de pescado corriente, pero muy afilado.
—Oh, Paola, no te imaginas lo que voy a disfrutar con esto —le susurró al oído.
—¡VIKTOR!
Karoski se volvió. Fowler tenía la rodilla izquierda hincada en el suelo de mármol, el hombro izquierdo destrozado y goteando sangre por el brazo, que colgaba inerte hasta el suelo.
La mano derecha esgrimía el revólver de Paola y apuntaba directamente a la frente de Karoski.
—No va a disparar, padre Fowler —dijo el asesino, jadeante—. No somos tan distintos. Los dos hemos compartido el mismo infierno privado. Y usted juró por su sacerdocio que nunca volvería a matar.
Con un terrible esfuerzo, coloreado de dolor, Fowler consiguió llevar su mano izquierda hasta el alzacuellos. Lo sacó de la camisa con un gesto y lo lanzó al aire, entre el asesino y él. El alzacuellos giró en el aire, su tela endurecida de un blanco inmaculado excepto por una huella rojiza, allí donde el pulgar de Fowler se había posado en él. Karoski lo siguió con la mirada hipnotizado, pero no lo vio caer.
Fowler hizo un solo disparo, perfecto, que impactó entre los ojos de Karoski.
El asesino se desplomó. A lo lejos escuchó las voces de sus padres, que le llamaban, y fue a reunirse con ellos.
Paola corrió hacia Fowler, quien estaba pálido y con la mirada perdida. Mientras corría se quitó la chaqueta para taponar la herida del hombro del sacerdote.
—Recuéstese, padre.
—Menos mal que han llegado ustedes, amigos míos —dijo el cardenal Shaw, recobrando repentinamente el valor suficiente como para ponerse en pie—. Este monstruo me tenía secuestrado.
—No se quede ahí, cardenal. Vaya a avisar a alguien... —empezó a decir Paola, que estaba ayudando a Fowler a tenderse en el suelo. De repente comprendió hacia dónde se dirigía el purpurado. Hacia la pistola de Pontiero, caída cerca del cuerpo de Karoski. Y entendió que ellos eran ahora testigos muy peligrosos. Tendió la mano hacia el revólver.
—Buenas tardes —dijo el inspector Cirin, entrando en la estancia, seguido por tres agentes de la Vigilanza, y sobresaltando al cardenal, que ya se agachaba a recoger la pistola del suelo. Volvió a ponerse rígido enseguida.