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—Empezaba a creer que no se presentaría usted, Inspector General. Ha de detener a éstas personas en seguida —dijo señalando a Fowler y Paola.

—Disculpe, eminencia. Enseguida estoy con usted.

Camilo Cirin echó un vistazo en derredor. Se acercó a Karoski, recogiendo por el camino la pistola de Pontiero. Tocó el rostro del asesino con la punta del zapato.

—¿Es él?

—Si —dijo Fowler, sin moverse.

—Joder, Cirin —dijo Paola—. Un falso cardenal. ¿Cómo pudo ocurrir?

—Tenía buenas referencias.

Cirin ató cabos a velocidad de vértigo. Detrás de aquel rostro de piedra había un cerebro que funcionaba a toda máquina. Recordó instantáneamente que Pauljic había sido el último cardenal nombrado por Wojtyla. Hacía seis meses, cuando ya Wojtyla apenas podía moverse de la cama. Recordó que había anunciado a Somalo y a Ratzinger que había nombrado un cardenal in pectore, cuyo nombre sólo había revelado a Shaw, para que éste lo anunciara a su muerte. No le resultó muy difícil imaginar qué labios habían inspirado al mermado Pontífice el nombre de Pauljic, ni quién había acompañado al “cardenal” a la Domus Sancta Marthae por primera vez, para presentarlo a sus curiosos compañeros.

—Cardenal Shaw, va a tener que explicar usted muchas cosas.

—No se a qué se refiere...

—Cardenal, por favor.

Shaw volvió a envararse una vez más. Comenzaba a recuperar su soberbia, su perenne orgullo, el mismo que le había perdido.

—Juan Pablo II me preparó durante muchos años para continuar su obra, Inspector General. Usted más que nadie sabe lo que puede ocurrir cuando el control de la Iglesia cae en manos de los laxos. Confío en que ahora actuará como mejor conviene a su Iglesia, amigo mío.

Los ojos de Cirin realizaron un juicio sumarísimo en medio segundo.

—Por supuesto que lo haré, Eminencia. ¿Domenico?

—Inspector —dijo uno de los agentes que habían venido con él, vestidos de traje y corbata negros.

—El cardenal Shaw saldrá ahora a celebrar la misa de novendiales en la Basílica.

El cardenal sonrió.

—Después, usted y otro agente le escoltarán hasta su nuevo destino: el monasterio de Albergradz, en los Alpes, donde el cardenal podrá reflexionar en soledad sobre sus actos. También tendrá ocasión de practicar el alpinismo.

—Un deporte peligroso, según he oído —dijo Fowler.

—Ciertamente. Plagado de accidentes —corroboró Paola.

Shaw permaneció callado, y en el silencio casi se pudo ver cómo se derrumbaba. Su cabeza estaba agachada, su papada aplastada contra el pecho. No se despidió de nadie al salir de la sacristía, acompañado Domenico.

El Inspector General se arrodilló junto a Fowler. Paola le sostenía la cabeza, mientras apretaba la herida con su chaqueta.

—Permítame.

Apartó la mano de la criminalista. La improvisada venda de ella ya estaba empapada, y la sustituyó por su propia chaqueta arrugada.

—Tranquilos, hay una ambulancia de camino. ¿Me dirán cómo consiguió la entrada para éste circo?

—Evitamos sus taquillas, inspector Cirin. Preferimos usar las del Santo Oficio.

Aquel hombre imperturbable arqueó ligeramente una ceja. Paola comprendió que aquello era su manera de expresar asombro.

—Ah, por supuesto. El viejo Gonthas Hanër, trabajador impenitente. Veo que sus criterios de admisión al Vaticano son más laxos.

—Y sus precios más altos —dijo Fowler, pensando en la terrible entrevista que le esperaba al día siguiente

Cirin asintió, comprensivo, y apretó aún más su chaqueta contra la herida del sacerdote.

—Eso podrá arreglarse, supongo.

En aquel momento llegaron dos enfermeros con una camilla plegable.

Mientras los sanitarios atendían al herido, en el interior de la Basílica, junto a la puerta que conducía a la Sacristía, ocho monaguillos y dos sacerdotes con sendos incensarios aguardaban, dispuestos en dos filas, a los cardenales Shaw y Pauljic. El reloj pasaba ya cuatro minutos de las doce. La misa debía haber empezado ya. El mayor de los sacerdotes estaba tentado de enviar a uno de los monaguillos a ver que sucedía. Tal vez las hermanas oblatas, las encargadas de cuidar la Sacristía, tuviesen problemas para dar con las vestiduras apropiadas. Pero el protocolo exigía que permaneciese allí sin moverse aguardando a los celebrantes.

Finalmente fue tan solo el cardenal Shaw quien apareció por la puerta que conducía a la iglesia. Los monaguillos le escoltaron hasta el altar de San José donde debía oficiar la misa. Los fieles que estaban más cerca del cardenal durante la ceremonia comentaron entre ellos que el cardenal debía haber amado mucho al papa Wojtyla: Shaw pasó toda la misa llorando.

—Tranquilo, está fuera de peligro —dijo uno de los sanitarios—. Iremos deprisa al hospital para que le curen más a fondo, pero la hemorragia está contenida.

Los camilleros alzaron a Fowler, y en ese momento Paola lo comprendió de golpe. El alejamiento de los padres, el rechazo de la herencia, el terrible resentimiento. Detuvo a los camilleros con un gesto.

—Ahora lo entiendo. El infierno privado que compartieron. Fue usted a Vietnam a matar a su padre, ¿verdad?

Fowler le miró, sorprendido. Tan sorprendido que se le olvidó hablar en italiano y le respondió en inglés.

—¿Disculpe?

—Fue la ira y el resentimiento lo que le llevó allí —Paola le respondió también en inglés susurrante, para evitar que los camilleros se enteraran de la conversación— El odio profundo hacia su padre, el frío rechazo a su madre. La negativa a recoger la herencia. Quería cortar todo vínculo familiar. Y su entrevista con Viktor sobre el infierno. Está en el dossier que usted me dejó. Ha estado delante de mis narices todo el tiempo...

—¿A dónde quiere ir a parar?

—Ahora lo comprendo —dijo Paola, inclinándose sobre la camilla y colocando una mano amistosa sobre el hombro del sacerdote, quien, dolorido, reprimió un quejido—. Comprendo que aceptara el trabajo en el Instituto Saint Matthew, y comprendo qué le llevo a ser lo que es hoy. Su padre abusó de usted de niño, ¿verdad? Y su madre lo supo todo el tiempo. Igual que con Karoski. Por eso Karoski le respetaba. Porque ambos estaban en lados opuestos de una misma línea. Usted eligió convertirse en un hombre, y él eligió ser un monstruo.

Fowler no contesto, pero tampoco era necesario. Los camilleros reanudaron el paso, pero Fowler encontró fuerzas para mirarla y sonreír.

—Cuídese, dottora.

En la ambulancia, Fowler se debatía contra la inconsciencia. Cerró los ojos momentáneamente pero una voz conocida le devolvió a la realidad.

—Hola, Anthony.

Fowler sonrió.

—Hola Fabio. ¿Qué tal tu brazo?

—Bastante jodido.

—Tuviste mucha suerte en aquel tejado.

Dante no respondió. Él y Cirin estaban sentados juntos en un banco adosado a la cabina de la ambulancia. El superintendente esgrimía una mueca cínica a pesar de tener el brazo izquierdo enyesado y el rostro cubierto de heridas; el otro mantenía su sempiterna cara de poker.

—¿Y bien? ¿Cómo vais a matarme? ¿Cianuro en la bolsa de suero, dejareis que me desangre o será el clásico tiro en la nuca? Preferiría que fuera lo último.

Dante rió sin alegría.

—No me tientes. Tal vez algún día, pero esta vez no, Anthony. Este viaje es de ida y vuelta. Habrá una mejor ocasión.

Cirin, con el rostro imperturbable, miró al sacerdote directamente a los ojos.

—Quiero darte las gracias. Has sido de gran ayuda.