La voz rasposa del forense devolvió a Dicanti a la realidad.
—Continúe, por favor —lanzó una helada mirada a los dos policías, para que dejaran de discutir.
—Bien, la víctima no había comido nada desde el desayuno, y todo indica que lo tomó muy temprano, porque apenas he hallado algunos restos.
—Por tanto, o se saltó la comida o cayó antes en poder del asesino.
—Dudo que se saltara la comida... estaba acostumbrado a comer bien, como es evidente. Vivo, pesaría unos 92 kilos y medía 1,83.
—Lo que nos indica que el asesino es un tipo fuerte. Robayra no era una plumita, —intervino Dante.
—Y hay cuarenta metros desde la puerta trasera de la Iglesia hasta la capilla —dijo Paola—. Alguien tuvo que ver cómo el asesino introducía el cadáver en la iglesia. Pontiero, hazme un favor. Envía a cuatro agentes de confianza a la zona. Que vayan de paisano, pero con sus insignias. No les digas qué ha ocurrido. Diles que ha habido un robo en la iglesia, que averigüen si alguien vio algo por la noche.
—Buscar entre los peregrinos sería perder el tiempo.
—Pues no lo hagas. Que pregunten a los vecinos, especialmente a los ancianos. Suelen tener el sueño ligero.
Pontiero asintió y salió de la sala de autopsias, visiblemente agradecido por no tener que seguir allí. Paola le siguió con la mirada y cuando las puertas se cerraron tras él se dirigió a Dante.
—¿Se puede saber qué le pasa a usted, señor del Vaticano? Pontiero es un hombre valiente que no soporta la sangre, eso es todo. Le ruego que se abstenga de continuar con ésta absurda disputa verbal.
—Vaya, así que hay más de un bocazas en la morgue —rió el forense con voz queda.
—Usted a lo suyo dottore, que ahora seguimos. ¿Le ha quedado claro, Dante?
—Tranquila, tranquila, ispettora —se defendió el superintendente levantando las manos—. Creo que no ha comprendido lo que ocurre aquí. Si mañana mismo tuviera que entrar en una habitación en llamas pistola en mano y hombro a hombro con Pontiero, no dude que lo haría.
—¿Se puede saber entonces por qué se mete con él? —dijo Paola, absolutamente desconcertada.
—Porque es divertido. Estoy convencido de que a él también le divierte estar enfadado conmigo. Pregúntele.
Paola meneó la cabeza, murmurando cosas poco agradables acerca de los hombres.
—En fin, sigamos. Dottore, ¿sabe ya la hora y la causa de la muerte?
El forense consultó sus notas.
—Les recuerdo que es un informe preliminar, pero estoy bastante seguro. El cardenal murió en torno a las nueve de la noche de ayer lunes. El margen de error es de una hora. Murió degollado. El corte se realizó por detrás, por una persona creo que de su misma estatura. Soy incapaz de determinar nada acerca del arma, salvo que medía al menos quince centímetros, era de borde liso y estaba muy afilada. Podría ser una navaja de barbero, no lo se.
—¿Qué hay de las heridas? —dijo Dante.
—La evisceración de los ojos se produjo perimortem[5], así como la mutilación de la lengua.
—¿Le arrancó la lengua? Dios santo —se asqueó Dante.
—Creo que fue con unas tenazas, ispettora. Cuando terminó rellenó el hueco con papel higiénico para contener la hemorragia. Luego lo retiró, pero quedaron restos de celulosa. Oiga Dicanti, me sorprende usted. No parece que todo esto le impresione demasiado.
—Bueno, los he visto peores.
—Pues déjeme mostrarle algo que seguro que no ha visto nunca. Yo no me he encontrado con nada igual, y ya son muchos años. Le introdujo la lengua en la cavidad rectal con una pericia asombrosa. Después limpió la sangre de alrededor. No me hubiera dado cuenta si no hubiera mirado dentro.
El forense les mostró unas fotografías de la lengua seccionada.
—La he introducido en hielo y la he mandado al laboratorio. Páseme copia del informe cuando llegue, ispettora. Aún no comprendo cómo lo consiguió.
—Descuide, me encargaré personalmente —le aseguró Dicanti—. ¿Qué hay de las manos?
—Esas fueron lesiones postmortem. Los cortes no son muy limpios. Hay marcas de vacilación aquí y aquí. Probablemente le costó o estaba en una postura incómoda.
—¿Nada bajo las uñas?
—Aire. Las manos están impecablemente limpias. Sospecho que las lavó con jabón. Creo percibir un cierto olor a lavanda.
Paola se quedó pensativa.
— Dottore, ¿en su opinión cuánto tiempo tardó el asesino en infligir éstas heridas a la víctima?
—Pues no lo había pensado. Vamos a ver, déjenme calcular.
El viejo manoseó, pensativo, los antebrazos del cadáver, las cuencas de los ojos, la boca mutilada. Seguía tarareando bajito, ésta vez algo de los Moody Blues. Paola no recordaba el título de la canción.
—Pues, señores... al menos tuvo que tardar media hora en seccionar las manos y limpiarlas, y alrededor de una hora en limpiar todo el cuerpo y vestirlo. Es imposible calcular el tiempo que estuvo torturando a la víctima, pero parece ser que le llevó su tiempo. Yo aseguraría que estuvo con la víctima al menos tres horas, y probablemente fue más.
Un lugar tranquilo y secreto. Un lugar privado, alejado de miradas escondidas. Y aislado, porque Robayra tuvo que gritar, seguro. ¿Cuánto ruido hace un hombre al que le arrancan los ojos y la lengua? Seguro que mucho. Había que acotar los tiempos, establecer cuántas horas había estado el cardenal en manos del asesino y restarle el tiempo que tardó en hacerle lo que le hizo. Así reducirían el radio de la búsqueda, si con suerte el asesino no había campado a sus anchas.
—Sé que los chicos no han hallado ninguna huella. ¿Encontró usted algo anormal antes de lavarlo, algo que enviar a analizar?
—No gran cosa. Unas fibras de tela, y algunas manchas de algo que podría ser maquillaje en el cuello de la camisa.
—¿Maquillaje? Curioso. ¿Será del asesino?
—Bueno, Dicanti, tal vez nuestro cardenal tenía algún secretillo —dijo Dante.
Paola le miró, sorprendida. El forense rió entre dientes, malpensado.
—Eh, que no voy por ahí —se apresuró a decir Dante—. Quiero decir que es posible que cuidara mucho su imagen. Al fin y al cabo tenía una cierta edad...
—Sigue siendo un detalle remarcable. ¿Había algún rastro de cosmético en la cara?
—No, pero el asesino también tuvo que lavarla o al menos secar la sangre de las cuencas de los ojos. Lo miraré más a fondo.
— Dottore, por si acaso envíe una muestra del maquillaje al laboratorio. Quiero saber la marca y el tono exacto.
—Podría llevar tiempo si no tienen una base de datos preestablecida para compararla con la muestra que les mandemos.
—Escriba en la orden de trabajo que vacíen una perfumería entera si es necesario. Es el tipo de encargo que le encanta al director Boi. ¿Qué me dice de sangre o semen? ¿Ha habido suerte?
—Nada de nada. La ropa de la víctima estaba muy limpia, y sólo había restos de una sangre de su mismo tipo. Seguro que es la suya propia.
—¿Y algo en la piel o el pelo? ¿Esporas, algo?
—He encontrado restos de adhesivo en lo que quedó de las muñecas, así que sospecho que el asesino desnudó al cardenal y le ató con cinta aislante antes de torturarle, para luego volverle a vestir. Lavó el cuerpo, pero no por inmersión, ¿lo ven?
El forense señaló una fina línea blanca de jabón reseco en el costado del cadáver de Robayra.
—Le pasó una esponja con agua y jabón, pero no debía de tener mucho agua o no prestó mucha atención a ésta parte, ya que dejó mucho jabón sobre el cuerpo.
—¿Y el tipo de jabón?
[5] Antes de la muerte.