Ella sonrió.
– Me acabo de dar cuenta de lo fría que se ha vuelto la habitación. Uno de nosotros debe encontrar las mantas. O…
– ¿O? -sus ojos se oscurecieron.
Antonia se movió ligeramente por debajo de él, y sintió el primer y delicado impulso de renovada necesidad.
– O -murmuró, y alzó el rostro para encontrar su hambriento beso.
Fue la sensación de su ausencia, lo que despertó horas más tarde a Antonia, y durante algún tiempo yació con una soñadora sonrisa en los labios mientras la luz del sol de la mañana se inclinaba por la ventana. Al igual que Parker Wingate, Richard al parecer se había deslizado de vuelta a su alcoba a otro lado del pasillo, para preservar la reputación de su dama. Después de haber logrado la aceptación de su propuesta, fue lo suficientemente galante como para no exponer su relación íntima al castillo entero.
Lo habría hecho, sin embargo, reconoció Antonia con ironía, si hubiera servido mejor a su propósito.
Su atención fue atraída por los sonidos suaves de Plimpton al entrar en la habitación, y una súbita comprensión causó que Antonia se sentara erguida en la cama, las sábanas agarradas a la altura de sus pechos. Sus pechos desnudos. Ella miró salvajemente alrededor, y descubrió que su camisón y su bata estaban arrugados en el suelo, a varios metros de distancia. Y lejos de su alcance.
Sabía que su pelo caía desordenado, sus rizos rebeldes por los dedos apasionados de Richard. Al igual que la cama estaba tumbada, una de las mantas había sido pateada al suelo y nunca recuperada. Y ambas almohadas tenían claras impresiones, lo que hacía descaradamente obvio que Antonia no había dormido sola.
La cara de Antonia se sentía muy caliente, y no tenía la menor idea de lo que podría decir.
Plimpton se quedó inmóvil en el centro de la habitación, su forma delgada erguida y la cara inexpresiva. Ella miró la ropa abandonada, luego examinó la manta en el suelo. Entonces su mirada pensativa estudió los dos almohadas. Por último, miró a Antonia.
Para su asombro, los remilgados labios de Plimpton se curvaron en una sonrisa de inmensa satisfacción.
– He ganado cinco libras -dijo.
Antonia se quedó sin habla. Ella vio como Plimpton juntaba las ropas de dormir y las llevaba a la cama.
– ¿Perdón?
Con calma, Plimpton dijo: -El personal del castillo colocó apuestas, milady, sobre si usted y Su Gracia arreglarían las cosas. Sólo el ayuda de cámara de Su Gracia y yo fuimos de la opinión que lo harían. Él dijo que para el año nuevo. Yo dije antes de Navidad.
Antonia miró severamente a su doncella.
– Lo hiciste, ¿verdad? ¿Y qué te hizo estar tan segura, dime?
– Yo sabía que lo amaba.
Esa declaración privó a Antonia del habla por segunda vez, pero se recuperó rápidamente.
– ¡Es muy inapropiado que estés apostando sobre mi virtud!
– Lo sería si estuviéramos hablando de alguien que no fuera su prometido, milady.
Silenciada por tercera vez, Antonia decidió un tanto irónicamente que la discreción podía resultar la mejor parte del valor. En un tono altanero, dijo:
– Estaría muy agradecida si me dieras mi camisón.
– Desde luego, milady -respondió Plimpton-. Y voy a buscar un cepillo para su pelo también.
Antonia tuvo que reírse. Seguía sintiendo un gran asombro por la aprobación de Plimpton de su conducta escandalosa, pero era sin duda una reacción más tranquilizadora que una de sorpresa y desaprobación. Y ya que tenía una fe implícita en la discreción y lealtad de su criada, no estaba preocupada porque se extendieran cuentos ofensivos en la planta baja. De hecho, sabía muy bien que Plimpton no reclamaría su premio hasta que Richard y Antonia anunciaran su intención de casarse.
Mientras bebía su café y se preparaba para enfrentar el día, Antonia consideró sus dudas de la noche anterior. A la luz brillante del día, esa dudas eran aún más fuertes, pero aún no podía llegar a ninguna resolución en su propia mente.
Si, efectivamente, la señora Dalton se había propuesto destruir deliberadamente el compromiso de Richard… ¡Pero todo era tan descabellado! ¿Habría llegado al extremo de contratar a un ladrón para entrar a su casa? ¿Y cómo había sabido del reloj, si él no se lo había dicho? Por lo que Antonia sabía, sólo ellos dos habían sabido su importancia, difícilmente alguien más se habría dado cuenta de que el reloj de bolsillo se había hecho a partir de un botón.
¿Y cómo había sabido la mujer que Antonia y Richard habían sido amantes?
Ella podría haberlo imaginado, o simplemente supuesto, tal vez. Si la señora Dalton había encontrado el mismo placer en los brazos de Richard que Antonia…
Antonia empujó violentamente ese pensamiento a un lado, sintiéndose un poco enferma. Sólo la idea de otra mujer compartiendo eso con él era casi insoportable.
La mirada de Antonia cayó sobre el libro de la historia de la familia, y sintió una punzada de culpabilidad. Había olvidado lo que realmente iba a suceder esta noche, en Nochebuena. Recordándolo ahora, reflexionó sobre ello mientras Plimpton terminaba de arreglar su cabello, luego se levantó de la mesa y fue a buscar la lámpara de aceite que aún estaba en una mesa cerca de su cama.
– Tengo que regresar esto -murmuró.
– Yo puedo hacer eso, milady.
– No, yo lo haré cuando baje -quería echar otro vistazo a las pinturas.
No se encontró con nadie, y a pesar de que su vista previa de las pinturas había tenido lugar en casi total oscuridad, Antonia fue capaz de encontrar el corto pasillo. La ventana en el extremo dejaba entrar luz suficiente para ver con claridad, por lo que dejó la lámpara sobre la mesa.
Los retratos se veían diferentes a la luz natural, incluso más vivos de alguna manera. Parker y Linette parecían mirarse con nostalgia, a través del pasillo, sus ojos entrelazados. Y Mercy parecía menos atormentada y triste, más en paz que en las oscuras vigilias de la noche.
Antonia se quedó mirando los cuadros. Por primera vez en su vida, ella era consciente de su propia conexión con el pasado. Las raíces de una familia eran profundas, se dio cuenta, vinculando a cada persona con los que habían venido antes y con los que vendrían después.
Tal vez por eso Mercy se había aparecido a Antonia, pensó. Responsabilidad familiar. Tal vez había sentido de alguna manera la tristeza de su descendiente, y había buscado una forma de ayudarla. Ella podría haber creído que la historia de la tragedia de sus propios padres ayudaría a Antonia a evitar una propia.
– Pero no está completa, Mercy -murmuró Antonia mientras contemplaba aquel rostro gentil-. Todavía no sé por qué.
– ¿Toni?
Ella se dio media vuelta, un poco sorprendida, pero sonrió cuando Richard la alcanzó.
– Hola.
Con su ligera tensión desvaneciéndose, él la atrajo a sus brazos para un largo beso. Antonia respondió al instante: había quemado sus puentes, y ya no le quedaba ninguna resistencia.
– Hola -dijo, sonriéndole-. ¿Qué haces aquí sola?
– Mirándolos.
Manteniendo un brazo alrededor de la cintura de Antonia, él se volvió a estudiar las representaciones de los dos fantasmas que había visto.
– ¿Qué están haciendo en este pasillo si sus habitaciones eran las nuestras? – murmuró.
– No lo sé. Supongo que Mercy puede haberlos trasladado aquí porque su habitación se encontraba en este pasillo.
– ¿Mercy?
Antonia señaló.
– Allí. Ella era la hija de ambos. La otra noche, Mercy me guió hasta aquí, y al libro de la historia de la familia en la biblioteca.
– ¿Por qué crees que lo hizo?
– Me estaba preguntando acerca de ello ahora. Ella era… diferente, Richard. Ella me vio, e incluso logró comunicarse sin decir nada. Estaba tan triste. Pienso que tal vez sabía que yo me sentía infeliz, y quería ayudarme. Ella… eh… quería que yo fuera a tu habitación.