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Pero seguramente él no…

– Estás muy callada, cielo.

Ella levantó la vista a toda prisa de su plato, sus mejillas ardiendo. Él no se había molestado en bajar la voz, y cada uno desde Tuffet y el lacayo que los servía hasta su madre y su abuela habían oído el término cariñoso.

Lady Sophia casi dejó caer su tenedor, pero Lady Ware, imperturbable, encontró los ojos de su nieta con una débil y suave sonrisa.

Sombríamente aferrándose a su compostura, Antonia dijo: -No tengo nada que decir, Su Gracia.

Él estaba sentado a la derecha de su abuela, con Antonia a su derecha, y su madre al otro lado de la mesa. La silla de Antonia estaba cerca de la del duque, tan cerca, de hecho, que para él fue fácil alcanzar su mano, que estaba apoyada sobre la servilleta de su regazo. Una vez más, sus largos dedos se curvaron alrededor de los de ella en un toque familiar, secreto.

– Eso, sin duda, es un evento raro -dijo con una sonrisa tan privada que era como si la tocara.

Antonia no pudo recuperar su mano, sin una indigna -y obvia- lucha, por lo que se vio obligada a permanecer inmóvil. Sin embargo, sus mejillas ardieron aún más cuando Tuffet dio la vuelta para servirles. Naturalmente, el mayordomo no traicionó ni siquiera con un parpadeo que vio las manos entrelazadas, pero sin duda él las vio.

– He aprendido a controlar mi lengua -dijo Antonia con un significado propio-. Ya no suelto todos mis pensamientos en voz alta.

– Pero tus pensamientos son parte de tu encanto -dijo Lyonshall suavemente-. Generalmente, siempre he encontrado tu lenguaje claro muy refrescante. Por favor, di lo que quieras. Nadie aquí, ciertamente, te censurará.

Antonia apretó los dientes. Muy lentamente, dijo: -Si fuera a decir lo que quiero decir, Su Gracia, mucho me temo que mi madre y mi abuela me encontrarían lamentablemente carente de modales.

– Estoy convencido de que estás equivocada.

Antonia no sabía qué pensar, y su breve indiferencia de antes se había esfumado. ¡Cómo se atrevía él a hacerle esto a ella! ¿Qué quería decir con eso? Podía sentir el calor y el peso de su mano incluso a través de su ropa, sentir uno de sus dedos acariciando su palma en una caricia lenta, y un calor hormigueante extendiéndose lentamente hacia afuera desde el mismo centro de su cuerpo en una respuesta indefensa.

Quería estar enojada. Quería eso tan desesperadamente. Pero lo que sentía era principalmente un deseo demasiado fuerte para negarlo y casi más allá de su capacidad de luchar.

Lady Sophia, mirando con ansiedad las mejillas encendidas y los ojos brillantes de su hija, e inquieta por la conversación extrañamente íntima entre Antonia y el duque, comenzó a hablar a toda prisa.

– Confío, Su Gracia, que este clima miserable no lo mantendrá atado aquí y causará que se pierda muchos de… de sus usuales placeres. Usted prometió asistir al cotillón de Lady Ambersleigh dentro de una quincena, ¿no?

Era una esperanza tan transparente de que la presencia inquietante del duque no se prolongara innecesariamente, que en realidad era más bien cómica. Antonia se encontró mirando a Lyonshall, y sintió una racha de reacia diversión cuando vio la risa brillando en sus ojos. Su voz, sin embargo, fue perfectamente seria.

– Lo estaba, señora, pero envié mis disculpas -su mirada parpadeó hacia el rostro impasible de Lady Ware-. Después de haber sido advertido que era probable que me encontrara aquí varado por la nieve.

Con su diversión desvanecida, Antonia miró a su abuela también.

– A mí no se me advirtió -dijo.

– No preguntaste, Antonia. Lyonshall, siendo un hombre de buen sentido, sí preguntó -colocando la servilleta al lado de su plato, la condesa miró a su noble huésped con un alzamiento interrogante de sus cejas-. Las damas nos retiramos. ¿Lo dejamos disfrutar de su oporto en solitario esplendor?

Él inclinó la cabeza cortésmente.

– Prefiero renunciar a esa costumbre, madam, con su permiso.

Si Antonia había acariciado la esperanza que Lyonshall la soltara cuando se levantaran de la mesa, esa esperanza se desvaneció rápidamente. Él metió su mano en el hueco de su brazo y la mantuvo allí mientras regresaban al salón.

Él estaba, en definitiva, comportándose ¡como si él y Antonia aún estuvieran comprometidos! Ella no entendía qué estaba pensando…

– Toca para nosotros, Antonia -ordenó su abuela con una leve inclinación hacia el piano-. Estoy segura de que Lyonshall estaría encantado de dar vuelta a la partitura para ti.

Antonia consideró rebelarse, pero entonces al menos él se vería obligado a soltarla ya que necesitaba sus dos manos para realizar la tarea. Se sentó en el banco, y se turbó aún más por la rápida punzada de pérdida que sintió cuando él liberó su mano. Automáticamente, comenzó a tocar la pieza ya puesta delante de ella, dándose cuenta demasiado tarde de que era una canción de amor suave y tierna.

Lyonshall se apoyó en el piano, listo para pasar las páginas. Su voz fue baja.

– He echado de menos oírte tocar, Toni.

Mantuvo los ojos fijos en la partitura, agradecida únicamente porque su madre y su abuela no pudieran escuchar ninguna de las cosas chocantes que él dijera mientras tocaba.

– Soy sólo aceptable, Su Gracia, y usted lo sabe muy bien -dijo terminantemente.

Él volteó la primera página para ella.

– Si utilizas mi título una vez más, cielo, tomaré mi venganza de una manera calculada para conmocionar a tu madre con creces.

Antonia golpeó una nota equivocada, y sintió que sus mejillas se encendían de nuevo. Con su practicada máscara astillada, su voz fue mucho más natural y, para su ira, impotente, cuando dijo: -¿Qué estás tratando de hacerme, Richard?

– ¿No lo has adivinado, amor? Estoy haciendo mi pobre mejor esfuerzo para cortejarte. Nuevamente. De hecho, tengo una licencia especial, y toda la intención de casarme contigo antes del año nuevo.

CAPÍTULO 02

Era verdaderamente notable, pensó Antonia mucho más tarde esa noche mientras se paseaba por su alcoba, como los modales sociales inculcados a uno desde la infancia tenían el poder de ocultar hasta las emociones más intensas. En el momento en que Lyonshall había declarado sus pasmosas intenciones, la máscara se había reconstruido casi por arte de magia, y ella había sido capaz de comportarse como si nada fuera de lo común hubiera sucedido.

Sabía que había permanecido en calma, que había seguido tocando el piano, aún podía recordar que había respondido a varios de sus comentarios más casuales. Pero las emociones salvajes que se agitaban bajo su máscara, le habían permitido ignorar -casi hasta el punto de, literalmente, no oír- las cosas sorprendentemente íntimas que le había murmurado al amparo de la música.

Quizás sus intenciones, si él había querido decir lo que dijo sobre desear casarse con ella, deberían haber hecho su comportamiento más soportable, pero para Antonia, no fue así. El dolor amargo que la había llevado a poner fin a su compromiso era todavía fuerte en ella, a pesar de los meses que habían transcurrido, pero aunque su mente rechazaba ferozmente la idea de casarse con él, tanto el deseo doloroso de su corazón como el poderoso deseo que él había reavivado susurraban seductoramente.

Habían pasado casi dos años. Quizás ella ya no era una parte de su vida ahora. Quizás él había decidido -esta vez- que podía contentarse con una esposa, y no sentir la necesidad de una amante también. O quizás la señora Dalton se había vuelto demasiado exigente para su gusto, y él todavía no había encontrado una sustituta. Y quizás Antonia pudiera perdonar, incluso olvidar el terrible dolor…