Quizás. Quizás. Quizás.
Antonia se arrojó en un sillón cómodo junto al fuego, ajustándose la bata de manera ausente. La tormenta de la tarde había continuado en la noche, añadiendo su helada amenaza a las frías paredes y pisos de piedra. Fuera, el viento gemía impacientemente, el aguanieve golpeaba las ventanas con una susurrante cadencia. Los sonidos lúgubres eran un complemento perfecto a su miserable estado de ánimo. Sus pensamientos perseguían sus propias colas, y sus sentimientos permanecían en una maraña dolorosa.
Su madre, ella lo sabía, nunca lo entendería, por eso Antonia nunca le había confiado la razón para romper su compromiso. Su propio padre había mantenido una amante. De acuerdo a los chismes, la mayoría de los caballeros lo hacía. Se esperaba que sus esposas pretendieran que tales criaturas simplemente no existían. Pero Antonia se conocía demasiado bien como para creer que podía ser feliz con un acuerdo como ése.
Peor aún, él le había mentido. A principios de su compromiso, con la franqueza que él había afirmado que admiraba, ella le había dicho que creía que la pareja en un matrimonio debía ser fiel. Él había estado de acuerdo con ella, diciendo con la misma franqueza que, aunque había disfrutado de varias relaciones agradables en el pasado, después de todo, tenía treinta y tres años en ese entonces, ella era la única mujer en su vida, y tenía la firme intención de que siguiera siendo así.
Que hubiera estado tan claramente dispuesto a empezar su matrimonio con una mentira, la había herido más aún que el pensamiento de otra mujer. Había roto su confianza en él.
Incluso ahora, ella no sabía por qué no le había dicho la verdad. Tal vez porque no podía soportar la idea de que le mintiera de nuevo. Y a pesar de que le había dicho en la sala que tenía la intención de saber la verdad acerca de su separación, ella no quería decirle. Tenía miedo de que hubiera alguna respuesta al problema, y que se permitiera a sí misma creerla incluso si se trataba de una mentira.
Era casi medianoche, y aunque la habitación estaba bastante cómoda con el calor del fuego, ella se estremeció un poco. Se sentía tan sola. El pensamiento apenas había cruzado por su mente, cuando se dio cuenta de una ligera agitación del aire, como si alguien hubiera pasado cerca de ella, y todos sus sentidos de pronto se avivaron y tensaron. Volvió la cabeza lentamente, y jadeó en voz alta.
Él estaba parado junto a una de las ventanas mirando hacia afuera, frunciendo el ceño como si la tormenta le molestara. Vestía una bata, de colores apagados. Era moreno, con un perfil de halcón, y por un instante Antonia pensó que era Lyonshall. De hecho, ella casi emitió una fuerte exclamación exigiendo saber lo que estaba haciendo en su dormitorio.
Sin embargo, su ira desconcertada desapareció rápidamente, para ser reemplazada por una punzada de miedo helado cuando se dio cuenta que ella podía ver claramente el tapiz que colgaba justo más allá de él… a través de su cuerpo.
Incapaz de creer sus propios ojos, Antonia tragó saliva y logró mantener su voz firme, lo suficiente como para preguntar:
– ¿Quién eres tú?
Él no respondió. De hecho, parecía ignorarla totalmente, como si para él, ella ni siquiera estuviera en la habitación. Dando la espalda a la ventana, él sacó un reloj del bolsillo de su bata y lo estudió, aún con el ceño fruncido. Devolviendo el reloj al bolsillo, se trasladó unos pasos más cerca de Antonia y pareció recoger algo como de una mesa desde hace mucho tiempo desaparecida. Un libro apareció en sus manos, no más sólido de lo que él era, aunque ella casi podía oír el susurro de las páginas cuando las hojeaba.
Antonia todavía tenía miedo, pero también estaba fascinada. Se sentía casi entumecida, su mente trabajando con extraña claridad. Acurrucada en su sillón, lo miró, viendo que, efectivamente, se parecía a Lyonshall. Su altura y estructura eran muy similares, al igual que el pelo oscuro y apostura como de halcón. Pero el cabello de este hombre era más largo, atado en la nuca de su cuello con un lazo negro, y ella reconoció vagamente el estilo como el de hace un siglo. Su rostro era más delgado, sus ojos más profundos que los del duque, y ella pensó que era -había sido- un poco más joven.
No estaba soñando; Antonia lo sabía. Podía sentir el calor del fuego y escuchar su energía crepitante, escuchar el gemido de la tormenta exterior, y sentir su propio corazón latiendo rápidamente. Se obligó a moverse, levantándose lentamente de su sillón. Una vez más, él no reaccionó a su presencia.
– ¿Quién eres tú? -repitió en voz más alta. Se sorprendió cuando él se movió de repente, pero de inmediato quedó claro que no tenía conciencia de su presencia. Tenía la extraña sensación de que ésta ya no era su habitación, que se había convertido en la de él. Incluso le parecía sutilmente diferente a ella, como si estuviera atrapada entre el tiempo y casi pudiera ver la habitación como lo había sido en su tiempo. Casi. Pero era más un sentido emocional que uno real, pensó. Ella se fijó en su propio tiempo, sólo se permitió una especie de puerta de entrada para ver dentro del de él.
Por la fracción de un momento, un terror supersticioso provocó que el hielo recorriera las venas de Antonia. Ella no podía atraerlo al mundo de los vivos, ¿pero él la podría empujar al mundo de los muertos? El temor fue breve, pero suficientemente fuerte como para dejarla estremecida. Su mente racional se reafirmó y se recordó que él la había ignorado. Obviamente, no era un peligro para ella.
Sin embargo, se sobresaltó un poco cuando él dejó caer el libro -se desvaneció en el instante en que abandonó sus manos- y consultó su reloj por segunda vez. Una sonrisa curvó sus labios cuando el reloj volvió a su bolsillo. Luego se dirigió hacia la puerta.
Antonia no tenía ninguna intención de seguirlo, pero se encontró haciendo precisamente eso, como obligada a hacerlo. Se sentía casi como un títere, impulsada hacia adelante como si no tuviera voluntad propia, y esa sensación, sumada a la aparición del hombre, hizo el impacto de estos eventos no naturales aún más fuerte.
Fascinada, entumecida de miedo, inexorablemente atraída, lo siguió.
Tuvo un mal momento cuando él atravesó la puerta cerrada como si hubiera estado abierta, pero se obligó a girar la manija, abriéndola para su propio paso, y salir al pasillo. Él se había detenido justo en la puerta, y por un momento ella no fue consciente de nada, salvo de él. Luego él prosiguió. Fue fácil para Antonia, ver al hombre en el pasillo; apliques colocados en lo alto de la pared que separaba cada puerta cubrían todo el corredor, y se mantenían encendidos durante toda la noche.
El hombre se encontraba a varios metros de distancia, en el pasillo, junto a una delgada mujer muy joven, vestida con una vaporosa bata, su rostro hermoso, delicado y con una cosecha de desordenados rizos rojos dejados libremente. Sus ojos grandes, brillantes se alzaron para encontrar los de él, sus labios se separaron, y ella estuvo en sus brazos como si fuera el único lugar en todo el mundo donde debía estar.
Antonia sintió una vaga conmoción cuando vio a la joven, pero no estaba segura de la causa. ¿Sin duda, dos fantasmas no son más impactantes que uno? No, era otra cosa. Una sensación de familiaridad, tal vez, aunque no tenía idea de por qué debería ser así, porque ella no podía recordar haber visto un retrato de esta joven y no sabía su identidad. Antes de que pudiera reflexionar sobre el asunto, se dio cuenta que ella no estaba sola en la observación de los amantes.
Lyonshall estaba parado en la puerta abierta de su habitación, observando al igual que ella. Podía verlo vagamente a través de los amantes. Era un espectáculo extraño y misterioso, evocando una sensación de irrealidad aún mayor dentro de Antonia, aunque estaba más afectada por el apasionado abrazo que por los fantasmas de dos personas ya muertas y enterradas.