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– Por no hablar de tu carrera política y de la del Front. Recuerda que el Grup estaba muy vinculado a vosotros y también investigarían las cuentas del partido.

Las cuentas del partido, ni pensarlo. Había dudas inexplicables por todas partes. Como secretario de finanzas Marimon sería considerado el responsable.

– Tranquilízate, Josep.

– Toni.

– Da igual. Tranquilízate.

– Estoy muy tranquilo. -Lo estaba-. Y no da igual. Soy Toni Hoyos, agente FIFA, valenciano residente en Senegal. Tú no me conoces.

– Ojalá -maldijo en voz baja Marimon mientras se echaba el pelo hacia atrás con nerviosismo-. ¿Cómo has dicho que se llamaba?

– Ndiane Bouba. -Marimon anotó el nombre-. Quita la a después de la ene. Bouba con dos bes. Fue la revelación de los últimos mundiales.

Él sí que era una revolución mundial, pensó Marimon.

– Hablaré con alguien del partido que entienda de fútbol. No sé por qué te hago caso.

– Yo sí -dijo Hoyos sonriendo.

– ¿Dónde te hospedas?

– En el Meliá Plaza, el antiguo hotel Oltra. Toma nota de mi número de móvil.

Se lo apuntó.

– ¿Pasarás muchos días allí?

– Estaré todo el tiempo que os haga falta.

– Oye -le advirtió Marimon en tono grave-, que conste que no nos haces falta. No aparecerás para nada… en caso de que lleguemos a algún tipo de acuerdo.

– Bueno, pues me quedaré todo el tiempo que haga falta.

– Hazme el favor de no hacerte visible.

– ¡Pero si no me has reconocido!

– A lo mejor no tenía ganas de verte.

Marimon se levantó. Rodeando la pequeña mesa que ocupaban se mostró dispuesto a irse.

– Vicent…

– ¿Qué quieres ahora?

– ¿De dónde sacasteis el dinero para convertiros en partido bisagra?

– Tú dedícate al fútbol, ¿vale?

– Por supuesto, pero recuerda que soy experto en contabilidades fraudulentas.

Lo tendría presente.

4

El proyecto de la Ruta Azul, promovido por la Generalitat Valenciana, pretendía urbanizar veinte kilómetros de litoral entre Valencia y Sagunt… y dañaría zonas húmedas muy importantes, según un detallado informe de Greenpeace (aún no se había hecho público) filtrado al Front por un afiliado que trabajaba en la organización ecologista. En el silencio y la soledad de su piso, Francesc Petit lo leía tumbado en el sofá. En el País Valenciano, a causa de la arbitraria construcción de hoteles, puertos deportivos y otros edificios, sólo quedaban once kilómetros de playa virgen. Con los nuevos proyectos había diecinueve puntos amenazados desde Peñíscola hasta la desembocadura del Segura, en Guardamar, prácticamente de un extremo del país a otro. «Especialmente amenazados», añadía el informe. Como enclaves irreversiblemente destruidos citaba los arenales de la costa de Dénia, en los que la regeneración artificial se había llevado a cabo con arena extraída del fondo marino. Según el criterio de Greenpeace, la Generalitat sólo protegía el quince por ciento del litoral, formado por cuatrocientos treinta y siete kilómetros de costas. El informe acababa advirtiendo que la destrucción era cada vez más acelerada y que nadie parecía preocupado por ello.

Nadie. Petit cerró la carpeta. Aquel «nadie» los acusaba indirectamente. Es cierto que los ecologistas sufren de una innata tendencia a exagerar; obviamente no podían hacerles responsables de todos los disparates que citaba el informe de la organización ecologista. Pero en el proyecto de la Ley de Ordenación del Territorio, al menos, el Front ejercía el papel de comparsa. El problema de los ecologistas es que no les interesan las encuestas. Están al margen de todo y de todos. La mayoría de los votantes estaba entusiasmada con el proyecto diseñado entre Valencia y Sagunt, ya que suponía unas cuantas playas más (ahora de piedra rocosa y sólo ocupadas por pescadores o por coches de parejas ansiosas) y un espectacular paseo marítimo. ¿De cuántos electores gozaba el Front entre los ciudadanos encantados con el proyecto? Petit temía hacer una encuesta. Probablemente había unos cuantos. No sabía con exactitud si muchos o pocos, pero seguro que una cantidad imprescindible para el partido. La política de normalización implicaba adentrarse en sectores desideologizados, aunque era consciente de que la base pertenecía justo a la facción contraria. Los necesitaba a todos: los primeros habían posibilitado el porcentaje del siete por ciento, los segundos habían sido fieles durante los veinte años de la travesía del desierto extraparlamentario. Pero los segundos eran también los más críticos, líderes de opinión, aquellos que podían decidir, también, el liderazgo del partido, la llave que abría la puerta del poder interno y, por extensión, la del externo. Su poder estaba en manos de ellos; en cambio el proyecto de política parlamentaria, el hecho real de erigirse en partido bisagra, con los otros. El equilibrio se convertía en algo necesario. Hasta el momento los malabarismos ideológicos y la equidistancia política (y la ayuda altruista de Juan Lloris) los habían conducido al éxito anhelado. Pero todo aquello se había hecho bajo la promesa de entrar en las instituciones y llevar a cabo una política pragmática pero rigurosa. El equilibrio que le hacía falta a Petit implicaba salir del Govern con un mínimo desgaste, es decir, sin verse perjudicados por la bolsa de votantes que los consolidaba entre el electorado. En pleno silencio, el timbre de la puerta sonó con estridencia. Fue a abrir sin saber que una de las posibles soluciones se encontraba, inquieta, en el rellano de su apartamento. Abrió y ante él apareció la robusta figura de Juan Lloris, lengua larga y paciencia corta, Cohibas en mano. Dio una calada y sonrió. Petit presagió una conversación inquietante.

– ¿Me esperabas?

Francesc Petit asintió con la cabeza. No lo esperaba a él, pero sí algo que acabara de redondear el guirigay en que andaba metido. Cuando las cosas van mal siempre temes que empeoren.

– Soy Juan Lloris. Joan.

«Joan Lloris, el constructor de los cuatrocientos millones de pesetas», quiso recordarle valencianizando su nombre.

En un arrebato de satisfacción irreparable, sintiéndose señor indiscutible del país, Lloris se dirigió al comedor. Petit cerró la puerta y miró el reloj, las once y cuarto de la noche, como si en el futuro tuviera que recordar aquel instante como un hito indeleble. Una hora antes Vicent Marimon lo había llamado para decirle que, al término de una cena de militantes en Sueca, se dejaría caer por allí para hablar con él. Cuando llegó al comedor, el empresario estaba sentado cómodamente en un extremo del sofá.

– ¿Te apetece una copa?

– Ron.

La actitud y las exigencias de Lloris lo irritaban muchísimo. Y probablemente aquello sólo era el preámbulo del encuentro. Resolvió la situación con paciencia y le sirvió una copa de ron Pampero, el mejor que tenía, el centenario. El empresario decidió aliviar tensiones. Le ofreció un Cohibas, que Petit aceptó de buen grado.

– ¿Tenemos algo de que hablar?

– Ya lo creo -dijo Lloris, volviendo a sonreír.

– Tú dirás.

Por instinto político o quizá por predisposición, Petit pensó en lo peor: que Lloris venía a cobrarse, en metálico, los cuatrocientos millones de pesetas que de forma tan altruista les había dado para que afrontaran con garantías el reto de las últimas elecciones. Por lo tanto esperó a que pasara el tiempo que se tomó el empresario mientras daba grandes caladas al puro. La respuesta, mezclada con el humo:

– Quiero ser alcalde de Valencia.

Petit tardó unos segundos en asimilar que aquella petición era mucho peor que la exigencia de que le devolvieran el dinero. Pero siempre queda la esperanza de no haber escuchado algo bien.

– Supongo que lo has entendido: alcalde de Valencia.