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– Lo tendré en cuenta.

– Es lo que te conviene.

Era lo que le convenía. Percibió el olor a ron en el aliento de Juan Lloris cuando lo acompañó hasta la puerta sin saber qué añadir. Quizá lo mejor fuera no decir nada. En el rellano, Lloris lo miró de arriba abajo con el puro en la boca, un gesto en las antípodas de las más elementales exigencias de la cortesía que Petit interpretó como una amenaza. Cuando el empresario cerró la puerta del ascensor tras de sí, el secretario general del Front volvió al comedor y se dejó caer en el sofá, agotado y sin poder dejar de dar vueltas a todo lo que se le venía encima. Decidió no pensar en nada, tan sólo intentar relajarse. Casi se durmió, pero sólo fue una siesta de quince minutos. Se levantó y se fue al balcón, donde respiró profundamente varias veces. Una quietud maravillosa dominaba la ciudad. Luego se lavó los dientes y se puso el pijama. Entonces sonó el timbre y se acordó de que Vicent Marimon tenía que ir a verle. Rogó a la Divina Providencia que el secretario de finanzas no le llevara malas noticias. Sueca era una de las poblaciones importantes dominadas por el sector crítico con la dirección. Abrió.

– ¿Estabas durmiendo?

– No, pero casi. He tenido un día brutal.

Ahora sabrás lo que es tener un día brutal, pensó Marimon.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

– Ahora te lo cuento -dijo Petit.

Se dirigieron al comedor. Marimon se sirvió un coñac de un carrito de bebidas lleno hasta los topes de botellas, casi todas medio vacías, testigos de las muchísimas conversaciones político-etílicas de los últimos meses. El secretario general se arrellanó en el sofá. Su voz parecía marcada por siglos de fatiga:

– Ni te imaginas quién ha estado aquí.

– ¿En el piso?

– Sí.

– Júlia Aleixandre.

– Juan Lloris.

– ¿Lloris?

– En persona. No te pediré que adivines lo que me ha pedido.

– Mientras no pretenda que le devolvamos el dinero…

– Peor aún. Quiere que le hagamos alcalde de Valencia.

– No lo puedo creer.

– Créelo.

– Se ha vuelto loco.

– Es un megalómano peligroso. Nos ha amenazado con una rueda de prensa si no le doy una respuesta pronto. Afirmativa, por supuesto.

– Como secretario de finanzas te comunico que me resultará sumamente difícil explicar cómo realizamos una campaña electoral que oficialmente nos costó doscientos millones de pesetas.

– Soy consciente de ello, pero no tengo ganas de pensar. Sólo quiero dormir, aunque sea unas horas, y mañana ya veremos lo que hacemos. Si tienes malas noticias ni se te ocurra dármelas.

Tenía una, y tan mala o más que el regreso de Lloris a la vida del Front. Prefirió no preocuparlo con la otra reaparición estelar del día: la de su cuñado.

– En Sueca la cena ha ido muy bien. Por ahora están tranquilos. Les he prometido que seremos inflexibles con el tema de la Ruta Azul.

– ¿Por qué has prometido algo que aún no hemos decidido?

– Para ganar tiempo, para frenarlos. Los he visto muy acelerados.

– Los de Sueca siempre dando por saco.

– Cuanto más retrasemos la rebelión, más tiempo tendremos para urdir una estrategia.

– ¿Qué estrategia? No veo muchas. La Ruta, Lloris, los disidentes… Ah, y olvídate de comprar la planta baja de la avenida de Aragón, aunque nos la den gratis. Después de la experiencia de Lloris… un problema más y me suicido.

Suicídate.

5

La única persona capaz de explicarle hasta el último detalle de la auténtica naturaleza humana de Juan Lloris era Oriol Martí. Durante más de cuatro años había sido su asesor áulico y su hombre de confianza. Conocía todos sus negocios de cabo a rabo, y Petit pretendía utilizar ese conocimiento para obtener algo con lo que contrarrestar el chantaje al que le sometía el empresario. Sin embargo, el encuentro con Oriol presentaba un aspecto conflictivo que el líder del Front debía tener presente: el estatus de empresario que Oriol ostentaba era algo que debía a los conservadores, concretamente a Júlia Aleixandre.

En cualquier caso era inevitable que Oriol se enterara de cuál era el motivo de la visita. Para resolver el problema tenía que ser directo. Pero no confiaba en él. Júlia sabría enseguida de qué habían hablado. Y si había algo que la subsecretaria debía ignorar era el regreso de Lloris a la vida del Front. Francesc Petit tenía que mostrar alguna carta contundente o al menos válida para intimidar a Oriol. Tampoco él carecía de poder político. No tenía tanto como Júlia, pero sí el suficiente para atraer al ex asesor al terreno (o solar) que le conviniera. Cuando se trata de negociar, los empresarios son más pragmáticos que los políticos: tienen intereses más tangibles. Según los informes de que disponía el secretario general, a Oriol Martí le iban bien los negocios, pero Petit, en cierto modo, tenía la potestad de cambiar aquello. Pensó que, por una vez, aunque sólo fuera por una vez, dada la magnitud del problema, tenía que representar el papel de Júlia, situar su conveniencia, la del partido, por encima de cualquier consideración ética.

En una cafetería de la calle de San Vicente, entre la plaza de España y la de San Agustín, Francesc Petit se tomaba un café con leche y un par de tostadas con aceite de oliva para desayunar mientras leía el diario sin ganas. Meses antes, cuando la satisfacción por el decisivo resultado electoral del Front los devoraba, le parecía un magnífico espectáculo después de tantos años de ostracismo informativo casi absoluto. Ahora le daba miedo leerlo. No pasaba un día sin que algún ecologista o algún simpatizante crítico con las actuaciones del partido publicara un artículo en el que, aunque fuera sutilmente, se fiscalizara con mirada recelosa la actuación del Front respecto al proyecto de la Ley de Ordenación del Territorio. La desconfianza impregnaba a los electores más politizados. Leyó los titulares de la derrota del Valencia en un partido de puro trámite contra un equipo italiano. La afición estaba decepcionada porque no había nuevos fichajes. Consultó su reloj y pagó la consumición. Llegaba diez minutos tarde a su cita con Oriol. En lo de la impuntualidad se parecía cada vez más a un político institucional.

El despacho del ex asesor era amplio, decorado con elegancia vanguardista. En la mesa se mezclaban mármol y cristal ahumado. Una voluminosa agenda de cuero y un bote también de cuero marrón con estilográficas de distintas marcas destacaban con distinción en ella. En la pared, presidiéndola desde el centro, un cuadro de trazos esquemáticos de Michavila. En una de las paredes laterales un plano de la ciudad con dos zonas marcadas. El piso había sido alquilado anteriormente a una clínica de estética, le explicó Oriol. Pero él lo había comprado gracias a un crédito. Allí trabajaban ocho personas; él sólo ejercía de promotor inmobiliario, librándose de los quebraderos de cabeza que conllevaba dirigir una empresa con multitud de operarios en las obras. El prólogo de cortesía no tardó en acabar.

– Veo que te van bien las cosas -dijo Petit frunciendo el ceño.

– No me puedo quejar.

– Yo sí. Creo que sabes perfectamente por qué te he pedido que nos viéramos.

– Me lo imagino.

– ¿Y?

– Pues que era previsible que te ocurriera. Como también es lógico que vengas a pedirme consejo. ¿Qué te ha pedido a cambio?

– ¿Por qué sabes que me ha pedido algo a cambio?

– Ha vendido sus sociedades. Ha sacado una buena tajada. No creo que te haya pedido que le devuelvas el dinero.

– Le conoces bien.

– Bastante.

– Pues ya tendrás una idea aproximada de lo que me ha pedido.