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El encuentro con David Albelda (jugador que había amargado el estreno de Zidane en la Liga) reunió a unos cuatrocientos peñistas. También a Toni Hoyos. Entró gracias a la rápida amistad que había hecho con un miembro de la peña «Xe quina gamba», en uno de los clubes de alterne de los alrededores de Mestalla. La camaradería le costó tres copas y una colombiana (a costa de las dietas de Celdoni Curull). Hacía tanto tiempo que no tenía contacto con los asuntos del Valencia C. F. que el peñista no puso inconveniente alguno en cederle su acreditación. ¿Sabes?, hace cuatro años que vivo en el extranjero. Razonable.

La cena fue de sobaquillo con vinos del Alto Turia, ensaladas de tomate cultivado en los campos cercanos a las playas de Pinedo y el Saler y un aperitivo de cacahuetes sin pelar para rematar las botellas de vino. A la hora del café, Rafael Puren, tesorero y alma de la coordinadora, se levantó y tomó la palabra, micrófono en mano, para exigir un poco de atención. Todo el mundo calló. Entonces, cuando el silencio era total, dijo con voz de barítono:

– Compañeros peñistas, hoy está entre nosotros el jugador más emblemático de nuestro amado club. Es uno de los nuestros, del terreno. -Ovación-. Hoy tengo el inmenso orgullo de deciros que nos acompaña un hombre que no necesita presentación. Un crack modesto pero honrado, un monstruo que cada domingo se entrega sin dudarlo a nuestros colores. -Gran ovación-. Todo un jugador de la categoría de los míticos Puchades y Claramunt. -Gran ovación-. Un jugador de los que marcarán época, porque cuando hace falta se pone al equipo por montera y logra lo que sea. Un jugador y una persona excelente, que siempre lo da todo. Os diré algo que no es ningún secreto: si hubiera once como él, el Valencia sería el mejor equipo de Europa. -Grandísima ovación-. Compañeros peñistas: ¡aquí tenéis a David Albelda! -Ensordecedora ovación y acto seguido unas cuantas olas.

Un poco tímido para tanto halago, Albelda -tras un largo minuto de aplausos y cánticos con su apellido- pidió silencio. Y se hizo. Entonces el jugador de la Pobla intentó iniciar su discurso, pero un aficionado, probablemente de una peña de la Ribera Baixa, gritó con una voz que recorrió el local como un trueno: «¡Olé tus huevos, David!» Los peñistas ovacionaron el piropo (en los mundiales de Corea y Japón, Albelda había recibido un balonazo en sus partes nobles y los coreanos le habían rebajado la inflamación de uno de los testículos, no se sabía aún si el derecho o el izquierdo). Albelda sonrió pidiendo silencio de nuevo.

– Que me perdonen las señoras -había unas pocas-, pero mis huevos son para el Valencia -dijo con simpatía espontánea: el local se vino abajo. Casi dos minutos de aplausos desenfrenados-. Para mí, el Valencia es un sentimiento. Soy de esta tierra, soy valencianista desde que me parieron. Las derrotas me afectan tanto como a vosotros, y las victorias las siento por encima del éxito profesional, porque para mí es más importante el triunfo del equipo que el personal. Soy hombre de pocas palabras, prefiero hablar en el campo defendiendo con toda el alma mi club de siempre. Gracias por vuestra cálida acogida y os pido que gritéis conmigo: Amunt València!

Lo hicieron y quintuplicaron la potencia del grito. De nuevo ovaciones y olas que se interrumpieron ante la erecta presencia, en la mesa presidencial, de Rafael Puren:

– Silencio, silencio, por favor. David es hombre de pocas palabras, en efecto. No le pedimos que sea un orador, ni tampoco hace falta que le exijamos que se entregue en cada partido porque él ya lo hace muy a gusto. En cambio, contestará a todas las preguntas que queráis hacerle.

Se levantó de inmediato un joven de la peña «Gol Gran»:

– David, si tuvieras que elegir entre la selección española y el Valencia, ¿con cuál jugarías?

Puren y la directiva de la coordinadora se agitaron inquietos en sus asientos. Se oyó un leve rumor de desaprobación. Los de «Gol Gran» solían ser tildados de nacionalistas, de excesivamente reivindicativos. Albelda se aclaró la garganta antes de responder:

– Ir a la selección es lo máximo a que puede aspirar cualquier profesional, pero yo tengo muy claro quién me paga y, sobre todo, ya puestos a aportar la representación, no me importaría aportarla vistiendo la camiseta de la selección valenciana. Ése es mi sueño.

(Ovación unánime.)

A lo mejor Albelda quería añadir que en la selección española también estaba a gusto, pero Puren se le adelantó:

– Compañeros, no politicemos el acto.

Entonces otra pregunta casi interrumpió a Puren:

– ¿Ficharías por el Madrid?

– En fútbol nunca se puede decir nada definitivo. Soy profesional y así es como me gano la vida, pero el Madrid no figura entre mis preferencias, ni creo que ellos me vean con buenos ojos.

Las ovaciones se prolongaron durante otro par de minutos, con todo el mundo de pie. Puren decidió reorientar el coloquio hacia lo estrictamente deportivo, para tratar aspectos como las posibilidades del equipo ante la nueva temporada, su papel en la Champions, la actitud de la afición cuando las cosas van mal, qué pensaba hacer después de retirarse… Más cómodo, Albelda, pese a ser hombre de pocas palabras, se demoró lo bastante para satisfacer al público e incluso llegó a hablar con detalle de cuestiones técnicas. El acto terminó un poco antes de las doce. Según Rafael Puren, el jugador tenía que entrenarse al día siguiente y sólo le habían dado permiso hasta aquella hora. Albelda firmó muchísimos autógrafos (un aficionado ebrio de la peña «Me'n fot» pretendió que le firmara en una nalga). Luego unos cincuenta peñistas lo acompañaron al coche y el central se fue con la sensación de haber salido bien parado.

Toni Hoyos tomó nota del personaje de Puren. Estuvo a punto de ir a felicitarlo, pero lo dejó para una ocasión más propicia. Averiguó dónde trabajaba. Intuyó que era un hombre clave y que había que tenerlo en cuenta.

Rafael Puren derrochaba satisfacción por los cuatro costados. El acto había sido un éxito. Y la reunión previa también. Ni una sola voz en contra del consejo de administración del club. Todo correcto. Todo en orden. Estaba casi en ese estado de ánimo que le impedía dormir. Dominaba la coordinadora con pulso hábil. Seguro que la directiva del club lo felicitaría. Pensaba, pues, que había llegado la hora de hacerles su gran petición: entrar en el consejo con la representación de las acciones de la coordinadora y la agrupación de pequeños accionistas, una plaza que hasta el momento ocupaba el presidente de la coordinadora (un mero títere). Ahora le tocaba a él. Al día siguiente hablaría con el presidente del club para contarle cómo había reconducido el descontento de la coordinadora, para pedirle que le integrara en el consejo de administración. La gran ilusión durante tantos años albergada: directivo del Valencia C. F. Se ocuparía de las peñas, de lo que hiciera falta. Disfrutaría presidiendo actos en nombre del club. Incluso podrían liberarlo. Las finanzas no eran excelentes, pero él sería un gasto mínimo en el presupuesto. De ese modo se despediría de Moble-3. Ya tenía ganas, tras veinte años aguantando el mal humor y las broncas del señor Altet; estaba harto de facturar y de atender a los clientes. Desde que nació soñaba con presidir el Valencia o con tener un cargo destacado en el club.

Mientras iba a casa en su moto, Rafael Puren imaginaba todo lo que le aguardaba en el futuro. Paró ante el semáforo del puente de Calatrava. Desde allí observó el antiguo cuartel del ejército en la Alameda. Enfrente, una hilera de coches aparcados en batería. De inmediato sintió un impulso irrefrenable, la sensación de estar ante una oportunidad única. Abrió la caja del lateral de la moto y sacó las pastillas para encender fuegos de chimenea. Se acercó a la hilera. Sin bajar de la moto, inclinándola hasta poder situar la pastilla bajo una de las ruedas de atrás, le prendió fuego por un extremo y se fue hasta el semáforo anterior a los Jardines de Viveros. Entonces se dio la vuelta y contempló el humo y las llamas, bastante altas. Quizá el depósito del coche estaba lleno. Si nadie lo evitaba, los demás vehículos también se consumirían en unos minutos. De repente se dio cuenta de que no llevaba el pasamontañas ni había tapado la matrícula. Entonces aceleró y se saltó el semáforo. Llegó a casa por callejones sin tráfico. Se duchó para calmar su excitación, se fumó un par de cigarrillos en el balcón y por fin entró en el dormitorio. Su mujer aún estaba en el bingo. Se preguntó si la ludopatía era causa de divorcio justificado. Una esposa así le impediría formar parte del consejo de administración del club (en el barrio era pública y notoria su adicción al juego), formado por miembros de rango señorial y de gran reputación empresarial o profesional. Además, durante los últimos años había aumentado más de treinta kilos. Algo normal con la vida tan sedentaria que llevaba.