Agente de futbolistas con licencia FIFA, Celdoni, como hacía muy a menudo, aterrizaba en el aeropuerto de Dakar después de su escala en Madrid. Unos días antes había estado en Marsella, negociando con aquel club la incorporación de un defensa de Mali. De Marsella se fue a Barcelona a ver a la familia y, de paso, a recordarles a los de la secretaría técnica del Barça la metedura de pata histórica que cometerían si seguían sin hacerle caso. Le dijeron que el puesto de delantero centro lo tenían muy bien cubierto con Kluivert. Ni siquiera le dieron tiempo para enseñarles una cinta de vídeo con los mejores goles de Bouba. Mientras introducía la cinta en una bolsa de viaje hizo un último esfuerzo para intimidarlos diciéndoles que el Bayern, el Milan, el ínter (hizo una pausa para subrayar el colofón en tono amenazador) y también el Madrid habían preguntado cuánto les costaría Bouba. ¿Y por qué no lo han fichado aún?, replicaron. Aquello fue definitivo, una humillación profesional y humana imperdonable. ¿Es que no podían imaginarse que su único objetivo era que el gran senegalés fichara por el Barça? ¿Acaso pensaban que los presionaba con ofertas fantasmas? En el taxi que lo llevaba al aeropuerto para tomar el vuelo Barcelona-Madrid, en la Diagonal, a la altura de la plaza Francesc Macià, Celdoni rompió su carnet del Barça. Al hacerlo experimentó un instante de tristeza, una punzada de melancolía. Se consideraba un culer de corazón, un barcelonista implacable que se había quedado sin carnet tras cuarenta y ocho años de socio, pero que sentía los colores como si los sudara cada domingo. También estaba desencantado. Pese a todo, tenía algo muy claro: Ndiane Bouba jamás ficharía por el Madrid. Ni por todo el oro del mundo. Celdoni aún no lo sabía, porque a veces los designios del fútbol son inescrutables, pero el astro senegalés no tardaría en convertirse en la gran esperanza negra del Valencia C. F.
A miles de kilómetros de Dakar, en la zona del lago de la Albufera llamada el coto de Lloris, Juan Lloris estaba pensativo sentado en el extremo de una barca. Entre sus piernas, una cubana como jaca percherona le hacía una felación.
– Pita, pita, pita…
De vez en cuando, Claudia reclamaba la atención de Lloris con la banda sonora que, sexualmente, más excitaba al empresario, para evitar que el placer convertido en hábito lo llevara al automatismo.
No era un reclamo cualquiera. Tras medio año como amante fija, Claudia sabía cómo motivarlo. La intimidad propicia las confidencias y el empresario, en un momento de debilidad nostálgica, quizá en una muestra de cariño, había relatado a la cubana sus inicios sexuales, algo tan importante en la formación de un hombre. Siendo muy jovencito, Lloris había tenido experiencias zoofílicas. Nada del otro mundo, ya que había practicado con animales de corral, que en aquella época de estrecheces económicas solucionaban un largo día sin comer nada caliente y también, como en su caso, un subidón propio del esplendor juvenil. En su descargo cabe decir que la moral franquista no dejaba muchas opciones al desahogo sexuaclass="underline" o putas o gallinas. Como era pobre de solemnidad, una cerda y tres gallinas le permitieron descubrir el placer prohibido aprovechando la ausencia de su madre, que buscaba en el mercado, a última hora de la mañana, las sobras más baratas. También probó con un pollo, pero siempre tuvo muy clara su heterosexualidad (respecto a las cabras, con las que mantenía un innegable feeling, no se atrevió a tocarlas por respeto a la Legión Española). Con los años, puntualmente, siempre encontraba algo que lo remitía a su aprendizaje. Lo que no era sexualmente correcto le estimulaba, de modo que, para envalentonar su libido cuando estaba apático, inconscientemente pensaba en las gallinas (pudo olvidarse de la cerda: pesaba unos doscientos kilos y le trituró tres dedos de un pie a causa de un arrebato excesivo). Pita, pita, pita… recitaba sensualmente Claudia la cubana.
Lloris no estaba para pitas. No podía dejar de pensar en lo que lo preocupaba, y por su exaltada mente discurrían sin cesar multitud de proyectos. La idea de volver a ser un importante ciudadano no lo dejaba en paz. Ni la felación, a veces más frenética y otras más tranquila, lo apartaba de la obsesión de volver por la puerta grande; un regreso que no consideraba sino una venganza. Pero ¿cómo lo haría? Si un tiempo atrás tenía casi todas las puertas cerradas, ahora, tras el asunto de las prostitutas (judicialmente ileso, pero moralmente manchado), lo tenía aún más difícil. Tranquilo, Juan, piensa con calma, se dijo. Y con la mano detuvo los movimientos de la cubana. Dame la lechita, patito. La única respuesta al ruego de ella fue un silencio amenazador, una mirada de reproche. Y enseguida volvió a las cavilaciones: ¿cuántos personajes había en Valencia señalados por líos de faldas? El recuento, larguísimo; los rumores, incesantes. Empezando por los más poderosos en el mundo empresarial y político, la lista era infinita. Pero ninguno de sus asuntos pasaba de los cotilleos de restaurante. Todo el mundo conocía el quién-es-quién de la guía sexual valenciana, e incluso se había insinuado algo en la prensa fiel a la oposición. Pero todo permanecía en el más estricto runrún. En cambio él había aparecido en los diarios como implicado en un asunto de tráfico de blancas que, aunque no tenía nada que ver con él, lo salpicaba colateralmente por culpa de su alocada debilidad por las prostitutas (para ahorrarse problemas ahora tenía una amante, una buena chica cubana a la que había puesto los papeles en regla contratándola para el servicio doméstico). No obstante aún le quedaba un as en la manga: aquella mañana había ingresado ciento veinte millones de euros. ¿Era sensato volver a empezar en la construcción? No tenía ningún sentido porque había vendido a una promotora alemana su parte de las sociedades (el resto pertenecía a su ex mujer). Además, a su edad le iban más los negocios rápidos, especulativos, sin empleados ni quebraderos de cabeza. De hecho, seguía con la actividad de compra-venta de naves industriales y solares, que nunca había abandonado. Le gustaba ganar dinero, todo el que pudiera, pero cuando se tiene tanto falta motivación. Había que añadir, además, que pretendía convertirse en un gran personaje. ¿De qué le servía el dinero si no gozaba del reconocimiento social? Lo había intentado con resultados desastrosos. No hay que pensar demasiado en los errores que se han cometido, en las traiciones de las que se ha sido víctima. Pese a todo, aquello sólo era una batalla, y se empeñaba en ganar una guerra que no lo dejaría vivir hasta declararse vencedor. El rencor era superior al gozo de una vida sin problemas económicos. Ni siquiera el sexo le producía tanto placer como la posibilidad de la venganza. Le hizo una señal a Claudia, que se volvió a arrodillar. La barca osciló y Lloris se aferró a la cabeza de la cubana. Sólo era por vicio, por costumbre, ya que sus pensamientos se lo llevaban lejos de allí.
¿Qué podía comprar con ciento veinte millones de euros? Muchas cosas, sin duda, pero ninguna lo encumbraría como alguien importante además de rico. Un personaje nacido en la miseria que llegaba a ser célebre. Una vida de libro, eso es lo que le haría feliz. Más aún después de sentirse rechazado. ¿Y si se dedicara a la política? Con su dinero podía costearse una campaña en un pueblo importante. Xátiva, por ejemplo, una ciudad emblemática. Desde allí se haría popular y daría el salto a la ciudad, y de Valencia a la Generalitat, y… En Xátiva había un cuadro de Felipe V boca abajo como consecuencia de la guerra de Sucesión, cuando el Borbón ordenó quemar la ciudad. Pues bien, él lo pondría boca arriba; habría un gran escándalo por haber roto con la tradición. Entonces pediría disculpas en público y lo volvería a dejar como estaba. De algo así se enterarían hasta en la Zarzuela o en la Moncloa, donde fuera que viviese el rey. Disponían de una extensa nómina de lectores de prensa controlando todo lo que afectase al monarca. Una bomba. Y otra: los del Front Nacionalista Valencià le debían un gran favor; cuatrocientos millones de pesetas suyos les habían permitido no sólo entrar en el Parlament sino decidir el Govern. Por supuesto, de aquella donación no había constancia alguna, ni un papel, nada firmado. No obstante, confiaba en la integridad moral de los nacionalistas (por confiar que no quede). Pero ¿qué les pediría? Las elecciones autonómicas ya se habían celebrado. Una lástima, porque le hubiera gustado ser diputado valencianista, político de retórica engalanada, como los que salían en los medios de comunicación, de los que la gente, agradecida, saludaba con respeto por la calle. Pero tendría que esperar más de tres años, hasta las próximas elecciones. No era un hombre paciente. A lo mejor los del Front querrían devolverle el favor adjudicándole obras. Nada de embrollos empresariales, ya no se dedicaba a eso. Hecho: les pediría ser alcalde de Valencia, ahora que la reforma del Estatut permitía separar las elecciones municipales de las autonómicas. Cuatrocientos millones de pesetas bien lo valían. El sueño de convertir su ciudad en la envidia de España lo impulsaba. Como constructor experimentado sabría cómo hacerlo. Si los del Front habían decidido el Govern de la Generalitat (recordó que lo habían dado a los conservadores), perfectamente podrían ser partido bisagra en el Ayuntamiento. Se imaginó su foto por todas partes. ¿Qué venganza mejor que volver convertido en alcalde de Valencia? ¿Qué mejor venganza que joder a todas las empresas comisionistas que impunemente chupaban del erario público? Lloris se encargaría de poner orden. Pero los del Front ¿qué dirían? Según el pacto que habían sellado no le debían nada. Les daba el dinero por ser valencianista. ¡Y vaya si lo era! Por eso aspiraba a la mayor tarea que un valenciano, por su ciudad, se sacrificaría para llevar adelante. ¿Y si se hacían los locos, como si no le conocieran? Su pensamiento se inquietó tanto que su pene, por empatía, se arrugó en la mano de la mulata. Con un gesto de fatiga, algo enfurruñada, Claudia apoyó la cabeza sobre las piernas de Lloris.