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Mañana hablaría con los del Front. Si se negaban a recibirlo, si se desentendían de la ayuda desinteresada que les había dado, convocaría una rueda de prensa para denunciarlos. Lo cierto es que no podría demostrar mucho, pero era obvio que la campaña electoral que habían llevado a cabo superaba con creces la economía de los nacionalistas. Montaría una buena. A él le daba igual. No tenía nada que perder, socialmente hablando. Cerró las piernas con nerviosismo. Claudia se levantó. Entonces se oyó el eco de un «pita, pita, pita»…

La cubana se sorprendió, pues no había dicho nada. Lloris se subió los pantalones con rapidez y miró a todas partes para saber de dónde había salido un reclamo que suponía íntimo y que sin embargo acababa de oír pronunciado por una voz tan masculina y poco delicada. El tío Granero se agachó bajo una mata de junça y permaneció inmóvil durante unos minutos, hasta que el empresario dirigió la barca hacia un callejón de agua. Entonces el tío, pese a sus setenta y cinco años, a pesar de la artritis que padecía, se marchó enseguida a casa con pasos ágiles por los márgenes de otros callejones. Entró muy agitado y buscó a su mujer, que estaba haciendo la cena para el señorito y su acompañante.

– ¿De dónde sales casi sin aliento?

No se lo hubiera dicho por nada del mundo; además, a causa del cansancio no podía decir ni mu. Sentado junto a la mesa de madera de la cocina, peló con lentitud, entre suspiros, algunas patatas para el allipebre. Cuando llegaron Claudia y Lloris aún le duraba la erección. Entonces miró al señorito, aún nervioso por el incidente, pensó en su austera eficacia viril, observó a Claudia, un pedazo de mujer siempre muy despreocupada al sentarse. Mal pájaro el que descuida el nido, murmuró interiormente mientras volvía a pelar patatas.

2

Alcanzada con normalidad la representación parlamentaria -el significativo e importantísimo porcentaje del siete por ciento, que no sólo superaba en dos puntos el necesario sino que también cedía al Front la posibilidad de convertirse en partido bisagra de la política autóctona-, afiliados y simpatizantes de todas las comarcas se echaron a la calle para celebrar un éxito histórico del nacionalismo valenciano. Los oficialistas de la política del «tercer espacio», asumido y proyectado por el líder del Front -Francesc Petit-, fueron los que más celebraron la hazaña. El riesgo de la apuesta interclasista salió bien, mucho mejor de lo que creían, incentivado, pese a que ellos lo ignoraran, por la imprescindible inyección económica administrada por Juan Lloris, que aquella noche se encontraba en su coto, totalmente ajeno al acontecimiento (entonces tenía tantos problemas que no le interesaba nada que no fuera reciclar su vida), amargado y llevando a cabo la terapia de contar sus penas al tío Granero, el único hombre del mundo que le entendía, que lo seguía con los ojos cerrados.

Petit y Horaci Guardiola, líder de la oposición interna, se dieron la mano con sinceridad, como un gesto más del obligado protocolo que implica la política. Fue un día de gozo, una noche que borraba veinte años de extraparlamentarismo. Todos los medios de comunicación, todos, acudieron a la sede del Front. Eran la noticia, pero el local, demasiado pequeño, no podía acogerlos. Así pues, gran parte de los militantes, a petición de la ejecutiva, salió a la calle a celebrarlo. Mientras tanto, Petit, tranquilo y ecuánime, rodeado de ufanos miembros de su candidatura, explicaba a los periodistas que, en primer lugar, daba las gracias a los electores, pero especialmente a los que habían confiado en ellos. Luego dijo que esperaba las propuestas de los conservadores (ganaron las elecciones pero perdieron la mayoría absoluta) y de los socialistas, que pese a haber crecido en número de votos permanecerían en la oposición mientras no se demostrara lo contrario.

Petit explicó a la prensa que el porcentaje alcanzado no provenía, como algunos podían creer, de la bolsa de votos de los socialistas. Aunque aún no habían analizado seriamente el tres por ciento de más respecto a las anteriores elecciones, suponía, intuía, que el descenso de Esquerra Unida (que se había presentado dentro de la coalición Entesa de l'Esquerra junto a grupúsculos extraparlamentarios) y el flujo de nuevos votantes jóvenes los habían llevado al éxito que da la coherencia. Consciente de la política de moderación que había llevado al Front a donde estaba, Francesc Petit, con traje y corbata, envió mensajes tranquilizadores: «Nos preocuparemos exclusivamente por los intereses de todos los ciudadanos.»

– ¿Eso significa que respetaréis la voluntad popular?

El líder del Front estiró un poco el cuello para ver quién le acababa de hacer aquella pregunta. El periodista levantó la mano: era de un medio de derechas.

– Aún no conocemos las propuestas que conservadores y socialistas tienen para resolver los problemas de nuestro país.

Pero Petit ya lo tenía decidido. Lo había decidido mucho antes de que empezara la campaña electoral, en la soledad de su apartamento, en las noches en que, paseando por la playa de la Malvarrosa, soñaba con un día como aquél. Al acabar la rueda de prensa, corta porque el líder del Front, con buen criterio, no habló más de lo estrictamente necesario (recitó un monólogo lleno de tópicos propios de las noches electorales), se encerró en un despacho con Vicent Marimon, amigo y secretario de finanzas. Allí saltaron, se abrazaron e incluso a Marimon se le escapó alguna que otra lagrimita, y por fin se calmaron. Entonces Vicent sacó dos puros del humedecedor (obsequio indirecto de la celebrada maleta de Lloris).