– Hoy ya no me hace falta nada más -dijo Lloris levantándose, mirando su reloj con cara de sueño-. Mañana seguiremos hablando.
– Señor Lloris, aún falta lo de Bouba.
– Necesito estar despierto para ese negocio. He tenido un día muy duro. Lo aplazamos para mañana por la mañana. Por cierto, ¿ha venido en taxi?
– Sí.
– Me gustaría mucho llevarle al hotel. ¿Dónde está?
– En la plaza del Ayuntamiento.
– Me viene bien.
Lloris se despidió de un estupefacto Petit, que no pudo ni reaccionar ante la terminante decisión del empresario de marcharse, y se dirigió a la puerta. Antes de que Curull fuera tras él, el secretario general le dedicó unos gestos visibles con dos dedos: recordó la comisión. Curull asintió en silencio. En el rellano del apartamento, Lloris se dirigió a Petit.
– Para esta operación necesitaré un crédito de Bancam. O mejor dos: uno para mí, para comprar el paquete de acciones, y otro para el club. -Miró a Curull-. El fichaje de Bouba tendrá que hacerse ya, ¿no?
– Por supuesto, ya tenemos la asamblea encima. Bouba será su golpe de efecto.
– No puedo conseguir un crédito hasta que no seas presidente -le advirtió Petit.
– Yo pagaré el jugador, pero luego tendrá que quedárselo el club.
– Son dos créditos considerables.
– Tú sabrás cómo hacerlo.
Lloris abrió la puerta del ascensor. Curull también entró. Ambos bajaron. Con ellos, pensó Petit, quizá también se iba la futura sede.
Sentado cómodamente en el Jaguar de Lloris, Curull se dio cuenta de repente de que al empresario se le había pasado el sueño. Lloris lo llevó al pub Boss. En la barra y en animada conversación (el catalán le contó su estancia en Guinea), se bebieron dos cubalibres de ron. Lloris le escuchaba encantado: me identifico con los hombres que, al igual que yo, han tenido una vida muy dura. Entonces Curull siguió explicándosela con entusiasmo. Como la música del pub estaba un poco alta y la gente, bailando, los empujaba, decidieron marcharse a Ánimas, donde sólo consumieron un gin-tonic, ya que la clientela también empezaba a fastidiarlos y el humo espeso del local molestaba a Curull. De allí, a propuesta de Lloris (Curull, tambaleándose, prefería irse al hotel, pero Lloris le confesó que se encontraba muy a gusto con él), se fueron hacia la discoteca Indiana, a aquellas horas todavía con una afluencia aceptable. En la barra de la sala de salsa se tomaron un par de whiskies, al lado de dos rusas de sugerente mirada.
– Putas -le aclaró Lloris-. ¿Te gustan?
– No, no… oiga… yo es que no uso.
– Bien hecho.
– Suelen traer problemas.
– Todas suelen traer problemas. Pero si te apetece te envío una al hotel. Discreción absoluta.
– No, no. Muy agradecido. Déjelo estar.
– ¿Otro whiskyto? -Antes de que Curull respondiera arrastrando las palabras, ya lo tenía delante.
– Amigo… voy un poco ciego.
– De modo que Bouba será mi golpe de efecto.
– Un crack, señor Lloris. ¿Se acuerda de Cruyff?
– De vista.
– Pues, en el terreno de juego, el holandés iría a traerle los carajillos.
– Pero será muy caro.
– Hombre… caro, caro… depende. Tiene diecinueve años, es el máximo goleador de la selección senegalesa. Una estrella. Si usted se presenta a la asamblea con un contrato firmado por Bouba, tenga por seguro que ganará.
El codo de Curull resbaló barra abajo. Lloris le ayudó a incorporarse.
– Sí que debe de ser caro, Bouba.
– ¿Qué considera usted caro?
– Aún no me lo has dicho.
– Mire, vayamos al grano. -Curull apuró el whisky. Lloris le volvió a pedir otro-. En pesetas, ocho mil millones.
Lloris no dijo nada. Miró a las dos rusas.
– Están buenas, ¿eh?
– Es que yo…
– Te lo compraría, pero no a ese precio.
Tendría que haberle pedido mil millones más, se dijo Curull. El puto regateo…
– Tal como está el mercado, le aseguro que es un precio ajustadísimo.
Curull se quedó mirándolo. La camarera le llevó el whisky. Bebió un poco. Llevaba un pedo considerable, pero aún era capaz de hacer malabarismos para ver las cosas en perspectiva.
– Brindemos.
– Así me gusta, señor Lloris.
– Tienes que vendérmelo por once mil millones de pesetas.
Curull suspiró. Acto seguido cogió el brazo de Lloris, o más bien se aferró a él.
– A ver si le entiendo: ¿once mil oficiales?
– Me has entendido.
– ¿Y extraoficiales?
– Ocho mil. No quiero robarte.
– ¿Y qué pasa con los tres mil que sobran?
– Podemos discutirlo.
– Los del Front…
– No me digas que te han pedido dinero.
– Los muchachos han cumplido con su parte. Además, tratándose de un partido nacionalista… francamente, como catalán no lamento darles un empujoncito.
– ¿«Un empujoncito»? Les di cuatrocientos kilos en las últimas elecciones.
– ¿Y no las ganaron?
– Son unos inútiles. Mi valencianismo me ha costado un gran sacrificio económico.
De nuevo el codo de Curull resbaló barra abajo.
– Sostente -le aconsejó Lloris casi riñéndolo-. Alguien tiene que compensarme por todo lo que he hecho.
– Pero hincharlo con tres mil más… El club tiene problemas económicos.
– No hay ningún club importante que desaparezca. Yo ya me la jugué con el Front, ahora quiero tener las espaldas bien cubiertas. Ten en cuenta que aún debo comprar un gran paquete de acciones, pedir un crédito que he de devolver…
– Dejémoslo en dos mil.
– Dos mil quinientos.
– Es la primera vez que hincho un contrato.
Era la primera vez que traspasaba a una estrella.
– Oye, déjate de angustias y de mariconadas. Tú te llevas ocho mil y yo sólo dos mil quinientos.
– ¡Pero Bouba es mío! He estado años manteniéndolo.
– Si no te lo compro te lo tragas.
– Oiga, usted no necesita asesor.
Lloris lo cogió por los hombros de forma amistosa.
– Ya verás la que voy a armar. Ahora sí que sabrán quién soy yo. -Y susurrándole al oído-: ¿Celebramos el acuerdo echándonos una fiestecita con las rusas?
– Es que estoy como una cuba. No sé si…
– Ésas hacen milagros -aseguró Lloris. Acto seguido pidió a los de la barra una libreta y un bolígrafo. Con cuatro trazos garabateó un compromiso provisional por el que Celdoni Curull le traspasaba a Bouba por diez mil quinientos millones de pesetas. Se lo entregó para que lo firmara.
– Hombre, ¿por qué no lo ha escrito en valenciano?
– Esto es un contrato serio. Firma.
Lo hizo con una firma enrevesada y prácticamente ilegible. Curull no recordaba cuántos años hacía que no iba bebido. Por primera vez, había firmado un compromiso de contrato hinchado; también por primera vez se fue a la cama con una prostituta (en realidad con dos, Lloris había tenido un día muy duro y su estado tampoco es que fuera esplendoroso). Lo dejó ante la puerta del hotel. Sólo pudo subir a la habitación gracias a las rusas. Pasaron la noche con él, esperando a que despertara. Tenían que cobrar.
Guillem recibió la noticia de la muerte de Pasieguito a través de Cèlia, que se había enterado en las instalaciones del club, durante la rueda de prensa diaria. Precisamente cuando estaba hablando Albelda, un empleado le pasó una nota para que anunciara el fallecimiento del ex jugador y ex técnico. Estando enfermo de Alzheimer, que Pasieguito muriera no fue ninguna sorpresa para Guillem. Había dejado de verlo un año antes. Sus últimas conversaciones fueron muy tristes para el periodista. Le tenía mucho aprecio a Pasieguito y le preocupaba su falta de recursos para la evocación. Apenas recordaba nada de lo que compartían, que era mucho; la enfermedad lo había convertido en un olvido casi absoluto.