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– ¡Arranca, coño!

Hoyos dio marcha atrás, desvió el coche hacia la izquierda y esquivó al periodista gráfico.

– ¿Has cogido el beso? -preguntó Cèlia a Chilet.

– Sí. Lo tengo todo.

– Me lo voy a enmarcar -dijo embobada, todavía envuelta en el hálito de Ndiane.

Quizá Bouba fuera inseguro en público, pero por el beso que le había dado no tenía nada de indeciso en privado.

– ¡Cagondena, se pegan como una lapa! ¿Cómo se habrán enterado?

– A saber, están por todas partes -dijo Hoyos.

– Y tú, Ndiane, nada de prometer goles. A ver si de una puta vez nos olvidamos de los tópicos. Cuarenta goles no los ha marcado aquí ni Romario. ¿Y por qué coño has besado a la chica? ¡Una excelente imagen, nada más llegar! Compórtate como un profesional. Has costado muchos millones.

– ¿Cuánto cobraré?

– Aún no has hecho nada y ya estás pensando en cobrar.

– Quiero cobrar lo mismo que Ronaldo. Yo soy el Ronaldo del Valencia.

– Ronaldo cojea. Y tú, de momento, eres una incógnita.

– Quiero un buen contrato. Aimar y Kily González cobran mucho. Quiero cobrar más.

– Ya empezamos con los agravios comparativos.

– Quiero chalet, coche de lujo y billetes de avión para visitar a la familia.

– Deberías traer a tu familia aquí -le aconsejó Hoyos.

– De eso nada, que son un batallón. Ndiane, tú tranquilo. Yo te arreglo un buen contrato de por vida.

– Quiero comisión por el traspaso.

Hoyos, en valenciano:

– Pregúntale si quiere que se la chupemos todos los días.

– Cagondena, estos africanos sólo piensan en el dinero. -Volvió a pasarse al francés-: Oye, Ndiane, tienes que centrarte en tu trabajo, entrenarte a tope, dar la imagen de que eres un chaval serio. ¿Entendido? Aprovecha que aquí tienes un sueldo para toda la vida. Ahora vamos a ver al señor que te ha traído. Un señor muy simpático. Se llama Juan Lloris. Tienes que ser amable con él. Ha pagado mucho dinero por ti.

– Si el contrato es bueno, yo marco cuarenta goles.

– No prometas nada, coño, que luego te lo reprocharán. Tienes que dar una imagen rigurosa y profesional. La imagen de un chaval loco por el fútbol y al que le da igual el contrato. Aquí la gente es muy exigente. Ficharás por uno de los mejores clubes de Europa.

– El club es rico y quiero cobrar como una estrella.

– ¡Dios mío, no hay manera! A ver, ¿cuánto quieres cobrar?

– Más que Kily y Aimar.

– ¡De acuerdo, muy bien, estoy hasta los huevos! Cobrarás más que ellos.

– Una parte en negro.

Otro que pensaba en la «punta».

– En negro, en blanco, en rojo… como quieras. Pero ten en cuenta una cosa: el fichaje aún no se ha llevado a cabo.

– Si no me pagan la mitad en negro ficharé por el Milán, el Inter o el Bayern.

– Ya es hora de que sepas que jamás ha habido ningún interés serio por parte de esos clubes. Sólo preguntaron por ti. Sólo con el Valencia tenemos la posibilidad del traspaso. Hay crisis económica en el fútbol. Traspasarte por el precio al que lo haremos es un milagro. Métete en la cabeza que si no te quedas aquí lo tenemos muy mal. Tendríamos que rebajar muchísimo la cantidad.

– Si no rebajaré los goles, ¿por qué tengo que rebajar el contrato? Marcaré cuarenta.

– Pero en el campo, no con la lengua. Cobrarás veinte veces más que en Senegal.

– Una barbaridad -añadió Hoyos.

Pero a Bouba no le salían las cuentas.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Hoyos.

– Al coto del señor Lloris.

– No sé cómo ir hasta allí.

– Nos espera en la entrada de un pueblo llamado Sueca.

* * *

La idea de Santiago Guillem de mantener oculta la exclusiva de la llegada de Bouba, por lo menos hasta última hora de la tarde, no fue posible. Exceptuando al director, a Cèlia, a Chilet y a él mismo, no había nadie que lo supiera. Quería llevarlo con la máxima discreción para evitar filtraciones que, intencionadas o no, pudieran ser aprovechadas por alguna emisora de radio que, si daba de inmediato la noticia, echaría a perder cualquier esfuerzo. Pero también hubo un motivo profesional interno: no quería que el redactor jefe de deportes se llevara un mérito que, desde el punto de vista de Guillem, no merecía por inepto. Lo llevó todo con tanto sigilo que hasta el director, haciéndole caso, ocultó la exclusiva al consejo de redacción pese a que la noticia, al día siguiente, ocuparía gran parte de la portada. Pero un descuido de Chilet permitió que el redactor jefe se enterara, de modo que, buscando a otro colaborador gráfico, entró en el laboratorio. Molesto, muy enfadado, fue al despacho del director y esparció las fotos por encima de su mesa.

– Supongo que lo sabías -le dijo.

– Pues claro que lo sabía.

– ¿Y por qué no me lo has dicho?

– ¿Cómo querías que pensara que Guillem no te lo había dicho?

– Todo esto es una falta de respeto que no pienso tolerar. Te presento mi dimisión. Que sea otro el que se haga cargo de la sección. Te pido que me traslades a cultura, a política o a donde quieras. Me da igual, pero no quiero estar ni un minuto más en deportes.

Salió del despacho.

El director soltó un gran suspiro. No podía decirle que se había visto obligado a callar. Llamó a Santiago Guillem.

Camino del despacho, Guillem ya sabía de qué se trataba. Se cruzó con el redactor jefe. Su cara, el hecho de que ni siquiera lo mirara, lo puso en guardia sobre el problema. Un problema que no se iba a quitar de encima fácilmente.

– ¿Ha dimitido? -dijo Guillem al entrar.

– Sí. He tenido que mentirle. Tienes que arreglarlo, Guillem.

– No pienso pedirle disculpas.

– Pues tendrás que hacerlo.

– Tampoco lo sabía el consejo de redacción.

– Puedo explicarlo como medida cautelar, pero que no lo sepa el jefe de sección…

– Siempre lo he hecho así, incluso antes de que él fuera el jefe. Y lo sabes.

– Ahora no es como antes. Tú te vas y él se queda. No me dejes con este marrón. Cuéntale que querías decírselo a última hora. No te lo pido, te lo exijo.

Guillem se quedó pensativo. Luego miró las fotos. Las fue recogiendo con desgana.

– Lo haré por ti.

– Hazlo ya.

El redactor jefe ordenaba su mesa, como si estuviera a punto de marcharse. Hizo caso omiso de la presencia de Guillem.

– Oye -Guillem jamás pronunciaba su nombre-, somos muchos los que estamos aquí trabajando. Teníamos que guardar silencio sobre ello.

– ¿Y qué pinto yo? ¿Una mierda?

Con gusto se lo habría confirmado.

– Pensaba decírtelo a última hora.

– ¿Para que no pudiera decidir nada?

– La exclusiva es mía y quería hacerlo a mi manera. Entiendo que debía decírtelo con algo de antelación, pero para hacerlo prefería esperar a que la redacción se quedara vacía. Hay redactores que participan en tertulias radiofónicas y que, además, están locos por significarse. Puedes imaginarte que ni queriendo hacerlo podía dejarte fuera de esto. Es obvio que no tenemos una buena relación, pero eso está al margen de lo profesional. Mira, el texto ya está terminado. Lo firma Cèlia. Repásalo y elijamos las fotos. Elígelas tú. Pero no hagamos de todo esto un drama y pensemos en la exclusiva que vamos a publicar mañana.

El redactor jefe se calmó un poco. Pensó que la gran exclusiva, de puertas afuera, se le atribuiría en gran medida. Se tomó un poco de tiempo mientras ordenaba con dejadez algunos teletipos de agencia. Luego se sentó y puso en marcha el ordenador.

– Déjame las fotos.

Guillem prácticamente las tiró sobre la mesa.

– Publica las que quieras. Yo ya he hecho mi trabajo.

* * *

Horas antes, en la entrada de Sueca, Juan Lloris había conocido personalmente al hombre que con un mínimo esfuerzo le proporcionaría dos mil quinientos millones de pesetas de beneficios para la caja B. Sus planes económicos eran mucho más ambiciosos. Quizá por eso, al verlo en persona, se quedó un poco decepcionado, sobre todo por su calzado y por la vestimenta en general. Le parecía curioso, y extraño a la vez, que un negro con aquella pinta fuera el elemento primordial de un gran negocio. Así pues, le abrazó efusivamente y, mirándolo a la cara, con rostro serio de cita ineludible con la gloria, le dijo: Yo seré para ti como un padre. Hoyos tradujo a Bouba la ferviente declaración de intenciones. El francés de vendimia de Lloris llevaba mucho tiempo oxidado. Del coche del ex constructor, también para abrazar al crack -aunque con calidez tropical-, bajó Claudia, que la noche anterior y no sin discusiones había exigido a Lloris estar presente en tan histórico acontecimiento. Se presentó como su compañera y con respeto fue saludada por Curull -«A sus pies, señora»-, siempre tan amable y educado, por Hoyos y por Bouba, que vio en ella no sólo a una madre sino a una mulata que pensaba tirarse al primer descuido del padre putativo.