En la casa del coto, Maria preparó las habitaciones de los invitados y una gran mesa bajo un sauce. Los entrantes y la paella entusiasmaron a Bouba. Después de tomar café, Juan Lloris, junto al excepcional guía que era el tío Granero, les dio un paseo en barca. Lloris había dejado a Claudia con Maria en la cocina, recordándole que sus obligaciones no se limitaban a lo que podríamos llamar aspectos lúdicos.
Aunque no era temporada de caza, Lloris cogió su escopeta Scott de cuatro millones de pesetas, comprada en la casa Pourcey de Londres, que causó gran sensación entre sus invitados. El tío Granero, traducido simultáneamente por Hoyos con las matizaciones pertinentes de Curull, explicaba, siempre mirando a Bouba, las características de la fauna y flora del lago de la Albufera -el Ayuntamiento había pedido doce hectómetros cúbicos de agua a los regantes del Turia, pero éstos no se los darían hasta que no lloviera y tuvieran de sobra-, la producción del arroz y las aves que poblaban el coto, ahora tranquilas hasta que se levantara la veda en octubre.
Bouba admiraba maravillado un espacio natural que le recordaba lugares de su país. Toni Hoyos era el que más se aburría; Celdoni Curull, el que más inquieto se mostraba. Tres veces comentó a Lloris el asunto pendiente del contrato -por lo menos un borrador-, y tres veces obtuvo la misma respuesta: «Ahora no.»
Aquél era un día de los que hacían feliz a Lloris: cuando enseñaba sus posesiones. Estaba tan orgulloso del coto que nadie se libraba de visitarlo, quisiera o no. Granero, sabedor del deseo del señorito, iba señalando aquí y allá y explicando con afán didáctico qué eran los collverds, las garzas reales, las coes de junç, los bragats, los morells, los boixos, las tencas, las llises, los ullals repletos de agua -gracias a las frecuentes lluvias del año pasado-, la plantà y la recogida del arroz… Todo un documental completísimo de uno de los pocos espacios naturales que quedaban en el país. Como colofón, poco antes de llegar a la casa del coto y a petición del señorito, Granero intentó improvisar un par de versos en honor al crack senegalés. Detuvo la barca junto a un margen del canal. Entonces dibujó un gesto que evocaba un pulcro y riguroso esfuerzo de creación. Permaneció así durante más de un minuto. Cuando alcanzó el clímax anhelado se dirigió a Bouba y recitó declamando:
Negre com un furó,
estrella que ens illuminaràs,
sigues un home i porta'ns,
la glòria del campió. [4]
Ni Curull ni Hoyos consiguieron una traducción al francés que le hiciera justicia. No obstante, todo el mundo aplaudió la intervención.
– Qué bueno es el tío -dijo Lloris satisfecho.
– Muy bueno, muy bueno -corroboró Curull.
– Granero, recítanos aquella de la cabra…
– Oiga, señor Lloris, dejémonos de versos y vayamos al grano. Hay que convocar una rueda de prensa. Tenga en cuenta que mañana la noticia saldrá en los periódicos y algo tendremos que decir.
– Si llego a saber que había prensa hubiera ido al aeropuerto.
– Antes de salir en los papeles tenemos que preparar un principio de acuerdo.
– Ya lo firmamos.
– Hombre…, aquello era un papelito.
– Aquí los papelitos son legales.
– Faltan los cabos sueltos.
– ¿Hay muchos?
– Alguno que otro.
– Granero, a casa -ordenó Lloris.
En la misma mesa de la comida, Maria había preparado la merienda: chocolate y rosegons con trozos de almendra incrustados. Curull aún tenía la paella en la garganta, a pesar de que las de Maria no eran empalagosas. Pero prefirió la merienda a la alternativa, sugerida por Lloris, de tomarse unas copas de coñac. Curull le dijo a Hoyos que se llevara a Bouba a dar una vuelta. Como Hoyos no conocía los alrededores, reclamó la ayuda de Claudia. Encantada de ser útil, la cubana los condujo a los campos de arroz por el camino de entrada a la casa. Minutos después, Hoyos regresó con la excusa de que su presencia no era necesaria. Estaba cansado, se volvió a justificar. En realidad quería situarse cerca de la negociación, en un lugar discreto que le permitiera escuchar sin ser visto. Para él los cabos sueltos también eran importantes, porque todo actuaba contra la cifra de la que dependía su comisión, que tenía la sensación de que se iba reduciendo a medida que pasaban las horas.
Por otra parte, a Claudia le gustaba muchísimo Bouba, la sensación de lujuria que desprendía. Le recordaba a los negros de Santiago de Cuba, con aquella piel tan brillante, pero además alto, en forma, un deportista. Estaba hechizada desde que lo había visto y le parecía un sueño enamorarse de él y que él le correspondiera. Estaba harta de las humillaciones y de los despechos de Lloris. No veía ningún futuro en él, además. Sentía que el ex constructor se alejaba, hacía añicos sus perspectivas de convertirse en la respetada esposa de un hombre influyente. También Bouba era importante. Y joven. Y atractivo. Pero ¿cómo iba a expresarle sus sentimientos si no tenía ni la más remota idea de francés? A la altura de una caseta para herramientas del campo, cuando ya llevaban diez minutos mirándose tímidamente sin decirse nada, lo cogió de la mano de repente. Bouba la condujo detrás de la casa. Los campos estaban desiertos. Lejos, como una silueta, se veía el campanario de un pueblo. La besó con pasión. Ella no opuso resistencia hasta que le tocó los pechos. Entonces Claudia le dijo que aquello no era correcto. Bouba no entendía nada, si bien captaba los gestos de enojo. Pese a estar excitado, aunque el deseo lo embargaba, se separó de ella. A diez minutos de allí, el patrón estaba arreglando su futuro y se autoimpuso algo de racionalidad. Volvamos, volvamos, dijo señalando en dirección a la casa del coto. No había nada que hacer, ni volviendo ni quedándose. Claudia optó por las posibilidades que le ofrecían sus abundantes pechos, su llamativo culo, su deseo ardiente y contagioso. Claudia, paradigma de la voluptuosidad, de nuevo lo cogió de la mano. Bouba creyó que dudaba mientras le subía la falda, le bajaba las bragas y le separaba las piernas. Arrodillado en el suelo, con devoción religiosa, estuvo unos instantes mirándole el coño, oscuro y frondoso. No era una duda, era una contemplación extática, una fascinación estética. El resto fue una locura observada por el tío Granero en su acto final, media hora más tarde.