Con todo eso previamente establecido, a Josep Maria Madrid apenas le quedaban cartas por jugar, pese a las concesiones importantísimas que se mostró dispuesto a hacer. Apeló a la conciencia de izquierdas, a la necesidad de salvar el país de la apoteosis constructora de la derecha (Petit le discutió ese punto con algunos ejemplos de poblaciones gobernadas por los socialistas que no eran precisamente modelos de desarrollo sostenible). El socialista ignoró su réplica e insistió en que los electores que habían votado a ambos partidos no lo entenderían. La voluntad popular está por encima de todo y es innegable que los conservadores han vencido, contestó el líder del Front. Después de más de una hora de conversación, Josep Maria Madrid, entreviendo lo imposible de cualquier acuerdo y bastante molesto, le advirtió que se arrepentiría. Petit quiso arreglarlo y se despidió dándole alguna esperanza, por ejemplo que el comité ejecutivo tendría en cuenta ambas ofertas (más generosa la de los socialistas). En realidad pretendía ganar algo de tiempo, hacer como si el acuerdo con los conservadores fuera, para la opinión pública, algo más lento y elaborado (escenificaría las dudas durante unas cuantas semanas). Lo contrario evidenciaría los puntos débiles del Front, la decisión tomada de antemano. La política institucional conminaba a la aparente normalidad y Petit aprendía a moverse en ella.
A los pocos meses de gobernar con los conservadores, los problemas imprevistos del Front no hacían más que acumularse. Por supuesto, sospechaban que sufrirían algunos. No obstante, la inexperiencia les pasó factura: les hizo creer que la opinión pública valoraría exclusivamente las áreas que gestionaban, pero la derecha, que de eso sabía mucho más, presentaba los proyectos, sobre todo los que necesitaban de la coartada de los nacionalistas, como hitos conjuntos de ambos partidos, y se desentendía de los que no le interesaban o ponía un mínimo énfasis en ellos.
La prensa adicta se encargaba de publicitarlo todo. Por ejemplo, la exigencia del requisito lingüístico (la obligación de todos los funcionarios de saber valenciano o entenderlo) se revelaba como una imposición del Front, algo que los conservadores no tenían más remedio que aceptar con tal de mantener la estabilidad política.
Por otra parte, los nacionalistas habían conseguido pactar que una persona independiente fuera director general de Ràdio Televisió Valenciana. El nuevo responsable del ente público, un hombre de prestigio y de carácter moderado, resultó obedecer sutilmente las directrices impuestas por los capitostes de la derecha, que al fin y al cabo eran, a diferencia de los del Front, los que tras las siguientes elecciones podían volver a gobernar a solas. Casi toda la estrategia planificada por los conservadores trataba de «quemar» a los nacionalistas a lo largo de la legislatura.
Para entonces, sin embargo, Francesc Petit ya era consciente de la trampa. Y lo fue aún más cuando el Govern filtró a la prensa el proyecto de la Ruta Azul sin advertírselo antes, lo cual hizo montar en cólera al sector ecologista del Front y a unos cuantos especialistas en urbanismo (no demasiados) que veían, en el nuevo modelo territorial, una obra faraónica que afectaba al escaso patrimonio natural que quedaba en el lugar y ponía en peligro dos zonas húmedas entre Sagunt y Valencia.
Los conservadores filtraron la Ley de Ordenación, y más concretamente la Ruta Azul, como empresa pública para el disfrute de todos los ciudadanos, con un paseo marítimo de veinticinco kilómetros que regeneraría las playas entre la capital y Sagunt. El problema, según los especialistas, era que detrás del paseo, al apartar la autopista hacia el interior, no sólo se cargaban la huerta de las comarcas del Camp de Morvedre y l'Horta Nord, sino que dejaban las puertas abiertas a los movimientos especuladores de las grandes constructoras, que gozarían de un inmenso espacio para urbanizar.
Petit recibió muchísimas presiones. El proyecto, además, reactivó la oposición interna -aletargada a causa de los resultados electorales-, que esta vez disponía de una arma ideológica y política de considerable valor. Para más inri, la opinión pública -el ochenta y siete por ciento, según una encuesta de la Generalitat; un cinco por ciento en contra, y el resto no sabe/no contesta- se mostraba a favor del proyecto. Hacer de Sagunt un gran centro logístico de transporte intermodal capaz de competir con Barcelona avivaba el orgullo de los ciudadanos, muy acostumbrados a la sensación de que Valencia no tenía ningún peso en el conjunto del Estado. La construcción del paseo marítimo donde hasta el momento sólo había playas sin arena entusiasmaba aún más a un pueblo ansioso por sentirse importante aunque fuera en bañador.
El posibilismo ideológico de Petit le ponía en un gran compromiso. Por una parte valoraba los grandes avances en materia lingüística y educativa que supondrían cuatro años de responsabilidades en dichas áreas; por otra era consciente del desgaste que implicaban, entre los electores del Front más fieles desde hacía años -cerca del setenta y cinco por ciento-, los proyectos urbanísticos de los conservadores, a los que éstos no estaban ni por asomo dispuestos a renunciar, dejando para el Front la patata caliente de dimitir por un desacuerdo con algo que la gran mayoría de los ciudadanos aprobaba. La derecha le tenía acorralado y no sabía cómo escapar.
En el balcón de su apartamento, hundido en una silla reclinable de plástico duro, el líder del Front contemplaba, meditabundo, la línea del horizonte. La luna iluminaba el mar, pero esa imagen de lirismo típico y tópico no le impedía reflexionar sobre el callejón sin salida al que había llegado el partido. Apenas tenía gente en la que confiar a excepción del secretario de finanzas, Vicent Marimon, su amigo y la única persona que, desde sus inicios en la política activa, le había demostrado una fidelidad absoluta. Sin embargo, Marimon concentraba todos sus esfuerzos en una operación inmobiliaria: vender la sede y comprar otra más grande y más céntrica. Generosos constructores le ofrecían grandes facilidades no sólo en los precios sino también en las condiciones de pago. Algunas de las propuestas eran tentadoras; pese a todo debían alejarse de compromisos aparentemente altruistas. En sólo unos meses habían tenido ocasión de comprobar en qué consistía la amabilidad de ciertos gremios.
Los ingresos institucionales del Front se habían multiplicado y permitían la solicitud de un crédito hipotecario que Bancam, antes remisa, ahora estaba más que dispuesta a conceder. No obstante, el pragmatismo económico del secretario de finanzas le evitaba grandes aventuras. Tantos años de marginalidad política provocan falta de autoconfianza. Al fin y al cabo, quizá el tres por ciento de votos más que habían conseguido sólo era un préstamo a cuatro años.
Petit calculaba las posibilidades políticas a su alcance para salir del Govern sin que la opinión pública los castigara. Tenía que huir de la trampa en que la derecha le había metido. El problema era cómo hacerlo. Cómo mantener la tendencia de seguir creciendo a partir del siete por ciento, ésa era la cuestión. Y no era fácil. En el mismo instante en que se encendió un puro le llamó la atención una llamarada seguida de un estallido seco. En plena calle, a mano izquierda, se estaba empezando a quemar un coche. Acto seguido un individuo con casco y pasamontañas subía a una moto y, por debajo de él, se iba como un rayo. Intentó fijarse en la matrícula del vehículo, pero estaba tapada con una hoja de diario presidida por las grandes letras de un titular que Petit, en la distancia, fue incapaz de leer: «El Front decidirá el Govern.»