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Lloris convocó la rueda de prensa aplazada a la misma hora del lunes anterior. El Valencia sacaba cuatro puntos de ventaja a la Real Sociedad y también era líder destacado de su grupo europeo, y lo más importante: aventajaba por ocho y diez puntos respectivamente al Madrid y al Barça, considerados los únicos rivales dignos de tener en cuenta dado que los equipos revelación suelen perder gas a media temporada. Ante una sala de prensa llena hasta los topes, el presidente manifestó que el motivo de la convocatoria estaba relacionado con la petición de ampliar el estadio que el club quería hacer al Ayuntamiento. Tal como los periodistas habían tenido ocasión de comprobar, la capacidad de Mestalla era del todo insuficiente. El sábado se habían quedado fuera más de quince mil aficionados, aficionados que habían acudido desde todos los puntos de la geografía valenciana. Si la ampliación no era técnicamente posible, entonces pedía un nuevo estadio. Lloris advertía -confesó que así se lo había dicho al president de la Generalitat- que en otra manifestación semejante podría tener lugar una desgracia irreparable. El club no podía hacer nada por satisfacer la multitudinaria demanda de los aficionados, y por supuesto se lavaba las manos ante cualquier incidente grave que pudiera ocurrir. Ahora bien, hacía constar que condenaba las actitudes de ciertos aficionados -por los dos contenedores quemados-, aunque entendía su indignación por no poder ver a su equipo.

La reacción del alcalde fue inmediata. Ni siquiera esperó a recibir las consignas de su partido, consistentes en no seguir el juego de un demagogo como Lloris. Además, Sebastià Jofre tenía pactado un acuerdo verbal con él -acuerdo que el alcalde ignoraba- favorable a la consecución de tratos beneficiosos para ambas partes. Tan pronto como se enteró por una emisora de las exigencias del club, el acalde manifestó que la ciudad aún sufría graves carencias en lo referente a instalaciones de deporte base como para pensar en construir otro estadio. Eso, añadió, no pasaba de ser una quimera actualmente. Enseguida Sebastià Jofre lo llamó por teléfono para advertirle que no siguiera con su dialéctica hostil hacia Lloris. En principio el alcalde se rebeló, confiado en el poder que le otorgaban sus tres mayorías absolutas en las tres últimas elecciones, pero Jofre lo convenció pidiéndole que negociara porque así lo deseaba el president de la Generalitat.

La mañana fue intensa, repleta de declaraciones y réplicas. Lloris, al ser informado de las palabras del alcalde, manifestó que la administración municipal, negándose, estaba en contra de miles de valencianos; miles de ciudadanos que querían que su club, el que representaba a la ciudad gobernada por el alcalde, incluso a toda la comunidad, fuera tan digno como el Barça y el Madrid, clubes que sí eran respetados por sus instituciones políticas.

Horas después, el alcalde declaró que no había nada más lejos de sus intenciones que perjudicar al club. Era socio desde los quince años. Quizá se habían malinterpretado sus palabras; quizá no se había expresado con la suficiente claridad. En cualquier caso estaba dispuesto a estudiar la situación. Pero dada la envergadura del asunto se tendría que hablar mucho de ello y sin prisas (faltaban ocho meses para las elecciones municipales y prefería aplazar el problema). Invitaba al señor Lloris a hablar de ello. El presidente del club dijo que aceptaba reunirse de inmediato. Cuando se trataba de algo tan importante para los valencianos nada les debía impedir reunirse enseguida. Por su parte, el alcalde dijo tener la agenda repleta; no obstante, ante una cuestión tan indispensable y primordial, aplazaría todas sus citas.

Júlia Aleixandre planificó la reunión entre la primera autoridad municipal y Lloris haciendo especial hincapié en la ampliación de Mestalla, a la que el alcalde sin duda se opondría. A partir de entonces tendrían que ser ellos los que aportaran una solución. Y si ésta no se llevaba a cabo con rapidez -o si al menos no se comprometían públicamente a llevarla a cabo-, la protesta y la indignación de los aficionados alcanzarían límites nunca vistos, de los que sólo las autoridades políticas serían responsables.

El alcalde pidió discreción para su primer encuentro. Pero, a causa de una filtración que Lloris negó con vehemencia (comprometió su palabra), ante la puerta del consistorio se amontonaron enviados de casi todos los medios de comunicación. Cuando el presidente del club bajó del coche -conducido por Puren- pensaba que el alcalde lo recibiría en la misma puerta, pero en su lugar no acudió ni siquiera el concejal de deportes. Un bedel lo acompañó hasta el despacho de la autoridad municipal. Pero antes Lloris declaró a los «amigos» de la prensa que esperaba y deseaba una solución, ya que si no se llegaba a un acuerdo las aspiraciones del Valencia quedarían frustradas. No añadió nada más.

Acostumbrado desde que dirigía sus empresas a que las reuniones fueran rápidas y eficaces, inmediatamente después de saludar al alcalde (lo cierto es que con mucha frialdad) fue al grano: el club necesitaba un estadio como los del Barça y el Madrid. El alcalde respondió que haría todo lo posible -descartada previamente la ampliación porque los arquitectos la desaconsejaban- con tal de solucionar el problema. Para conseguir un golpe de efecto dijo que de hecho él, siendo un hombre pragmático, ya había pensado en una alternativa: construir un gran estadio (con capacidad para más de cien mil espectadores) que compartirían el Valencia y el Levante, el otro equipo de la ciudad. Júlia había previsto aquella propuesta. De modo que Lloris se negó rotundamente. En primer lugar, los intereses deportivos del Levante y los del Valencia eran muy distintos. En segundo lugar, la representación social del Valencia era enorme comparada (eso sí, con todos los respetos) con la del Levante. Y, para terminar, las experiencias de estadios compartidos ya se habían llevado a cabo en Sevilla con resultados nefastos para los dos equipos de la ciudad.

El alcalde trató de persuadirlo, intentó hacerle entender que la ciudad, el Ayuntamiento, no tenía capacidad presupuestaria para construir dos estadios (el Levante también estaba en su derecho). Si construían uno para el Valencia, los del Levante querrían otro. De modo que la mejor solución era compartirlo. Según lo planeado por Júlia, Lloris tenía que levantarse indignado y marcharse en cuanto tuviera lugar la primera discrepancia insalvable. Así pues, el presidente del club dejó al alcalde con la palabra en la boca y se fue montando en cólera, sin hacer declaraciones pero evidenciando su enojo, que, por sí mismo, ya era un titular de primera. Los fotógrafos captaron todas y cada una de las teatrales gesticulaciones de Lloris.

En el coche le contó a Rafael Puren el desprecio que había sufrido. Lloris estaba más que enfadado: el Valencia, sus socios, sus peñas, la masa social, la ciudad, la comunidad, no merecían algo así. Preocupado, Puren pensó en el enorme agravio comparativo que suponía la negativa del Ayuntamiento. Jamás podremos competir en igualdad de condiciones con los grandes clubes. Construir un nuevo estadio y vender Mestalla, además de poseer un campo para cien mil espectadores, implicaría pagar las deudas que lastraban la economía del club y disponer de una gran cantidad de millones de euros para fichar a los mejores jugadores y alzarse como equipo invencible. Asimismo pensó en el gran sacrificio del señor Lloris, en su valencianismo indiscutible, en el espectacular progreso actual del equipo, en las ilusiones que todo el mundo -especialmente él- había depositado en éste… Pensó en la injusticia que cometían con su club, del que ahora formaba parte como directivo importante gracias al señor Lloris. Pensó que algo tendría que hacer por su presidente, por el Valencia, por Valencia. ¿Acaso no lo había hecho por otros que, por supuesto, no merecían ni por asomo el respeto, la consideración y la admiración que él profesaba al presidente Lloris? Presidente, le ayudaré. El lado más humano de Lloris se enterneció. Un hombre humilde, un hombre fiel, Puren. Quizá no era una persona de gran inteligencia, pero su lealtad, para un hombre al que le había faltado tanta, era el bien más preciado.