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Luego se fue a casa dispuesto a mantener inalterable su costumbre de leer durante una hora antes de irse a la cama. Apenas pudo terminar tres páginas. Se levantó del sofá y encendió la radio buscando una emisora -todas hablaban del acontecimiento- que aportara algo más. Oyó la voz de Juan Lloris y paró el dial. A pie de campo, el presidente manifestaba su indignación, como todos los aficionados, como cualquier valencianista bien nacido. Por suerte, el incendio sólo afectaba a parte de la tribuna, los vestuarios, la sala de material y los palcos de vips y presidencial. Cuando los bomberos acabaran empezarían de inmediato las reparaciones para que el público pudiera asistir con normalidad al próximo partido. Había ordenado que lo último en repararse fuera el palco presidencial, porque a Juan Lloris no le importaba en absoluto ver el fútbol junto a los aficionados, en cualquier grada del estadio, entre los socios de condición social más humilde. Aún no tenía pruebas sobre la identidad de quien había intentado destruir Mestalla, pero advertía en tono amenazador a sus enemigos, a cualquiera que pretendiera hacerle daño -y al club con él-, a quienes deseaban frustrar el rumbo del éxito, que no lo conseguirían. Valencia, el Valencia, son indestructibles, añadió eufórico. El pueblo, los valencianistas, están conmigo, con el club, gritó como si pronunciara las últimas frases de un mitin de fin de campaña. Ahora más que nunca estoy decidido a demostrar que nada ni nadie, por muy poderoso que sea, nos detendrá en esta gran aventura maravillosa de convertirnos en el mejor club del mundo, en el más respetado, en el más admirado. No pudo seguir hablando. La voz se le quebró, se le cayeron las lágrimas. Entonces los miles de aficionados que había a su alrededor lo llevaron a hombros entre aclamaciones de «Lloris, Lloris». El locutor temía que en cualquier momento la gente, cabreadísima, iniciara acciones violentas. En tono sereno, tranquilizó a la audiencia haciendo saber que Lloris pedía calma. Entonces el periodista comunicó que el presidente se volvía a acercar al micrófono. No se vayan, rogó el locutor, Lloris quiere hablar. Lo hizo con voz incontestable y estentórea:

¿Dónde están las autoridades? ¿Por qué no han venido a solidarizarse con el club y con los aficionados? Entonces brotó de la multitud un torrente de improperios que nacía, incontenible, de lo más profundo del aficionado insurrecto. Lloris lo aplacó pidiendo respeto a las instituciones, consciente de que podía desatar auténticas olas de odio que no convenía desaprovechar. El pueblo sabrá ponerlos en su sitio cuando llegue el momento, dijo, y se fue dejando tras de sí a miles de personas eufóricas que no dejaban de aplaudirlo, de exaltarlo, de glorificarlo. Santiago Guillem apagó la radio. Al sentarse en el sofá se sintió sumergido en una especie de laberinto de la imbecilidad. Los tiempos habían cambiado, los dioses se habían transformado en magos de lo fútil y de lo zafio. Abrió de nuevo el libro. Ellos se lo han buscado, pensó con una tristeza crepuscular hecha de renuncias. Pero no pudo evitar atribuirse la responsabilidad que le correspondía. Todos nos lo hemos buscado.

Sedaví, mayo de 2003.

Ferran Torrent

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