A la una y cuarto de la madrugada llegaron los bomberos y la policía. Con un extintor casero, un vecino intentaba apagar el fuego rodeado de curiosos que no dejaban de observarlo, entre ellos Petit. Los bomberos pudieron salvar la parte delantera del coche. Entonces la policía preguntó a los vecinos por el dueño del vehículo. No sabían de quién era. A lo mejor era uno de los cientos de coches abandonados que hay por todas partes. ¿Han visto algo? Nada, una moto -nadie supo decir de qué marca- con la matrícula tapada y un individuo con pasamontañas. Parecía un poco rellenito, dijo Petit, pero no estaba seguro. Luego el líder del Front preguntó a un bombero si aquello era muy frecuente, ya que recordó que también había ocurrido algo parecido durante la noche electoral. En lo que llevamos de año, ciento cuarenta coches quemados. ¿Y por qué no hacen ni dicen nada? El bombero se encogió de hombros.
Dos días después, el diario El Liberal publicó un reportaje sobre el regreso de la quema de vehículos. Denunciaba la existencia de una red de pirómanos organizados. Al día siguiente, el delegado del gobierno desmentía la información, como años atrás, desglosando todos y cada uno de los motivos por los que un coche es susceptible de sufrir un incendio. La lista no contemplaba la hipótesis de que en Valencia hubiera pirómanos. En una ciudad que hace del fuego su insignia, el delegado del gobierno negaba la existencia de pirómanos. Precisamente en Valencia, donde un individuo, desde que tiene uso de razón, ve más fuego que cualquier otra persona en cualquier otra parte del mundo, no hay pirómanos; precisamente cuando lo más extraño sería que esa clase de enfermos no convocara un congreso clandestino aprovechando las múltiples festividades del fuego que se celebran.
En su adolescencia, Rafael Puren -treinta y ocho años, casado, dos hijos, contable de una empresa de muebles y miembro más influyente en la coordinadora de las peñas del Valencia C. F.- prendió fuego a la falla Najordana. No la eligió por nada en especial. Además, fue un acto instintivo que luego lamentó. Algo incontrolable le empujó a hacerlo. Pero desde entonces el fuego era para él una pasión íntima. Después de acabar el servicio militar -en el campamento de Marines resurgió con más fuerza su ardor pirómano-, reflexionó sobre la conveniencia de ir a la consulta de un siquiatra, pero los precios le hicieron desistir y eso que lo tenía bien decidido, porque por encima de la conciencia del pirómano valoraba la del ciudadano casi modélico. Era un trabajador apreciado que quería formar una familia y un noble aficionado del Valencia C. F. El fuego había sido una locura de adolescente travieso. Pero una noche primaveral, cuando se dirigía a casa después del trabajo, un atasco en la entrada de Valencia le obligó a cambiar de itinerario y descubrió el almacén del depósito municipal de coches. Hasta entonces, su experiencia con vehículos se reducía a algunos de la marca Peugeot con matrícula francesa (tampoco por nada en especial). El almacén municipal lo atrajo con tal vigor, de forma tan inequívoca, que la tentación fue irresistible. Con responsable tesón reprimió su primer impulso. Sin embargo, hasta llegar a la puerta de casa no hizo más que pensar en el depósito. Entonces se dirigió preocupado a una gasolinera y compró una lata de diez litros de gasoil para tractores. También preocupado se fue hacia el almacén. No recuerda cómo llegó hasta allí, qué especie de deseo febril lo transportó, pero en vez de plantarle cara se dejó llevar. Prendió fuego al primer vehículo de la entrada y los demás -noventa y ocho- se contagiaron con una facilidad pasmosa. Estuvo cinco minutos extasiado contemplándolo, incapaz de desprenderse de la euforia que comportaba. Excepto él, nadie podía entender la magnitud de aquella sensación de grandeza que lo hacía estremecerse. Volvió media hora más tarde para ayudar a los bomberos y sacar fotos de lo que, libre de cualquier mala conciencia, consideraba una hazaña. Aquella noche, lejos de desvelarse, durmió como un tronco. Definitivamente era un pirómano y se aceptó como tal, así como un enfermo terminal asume su estado irreversible.
En acciones posteriores, para despistar a las autoridades, Rafael Puren, ciudadano aparentemente normal, organizaba sus planes por distritos. Se centró en los de Algirós y el Cabanyal (dieciséis vehículos en catorce días). Los vecinos se quejaron a la policía, que reforzó las zonas cuando Puren, tras dos semanas de descanso (debía atender los muchos problemas de la coordinadora de peñas), se dedicaba a incendiar vehículos en otras (jamás en el centro, estaba demasiado concurrido a todas horas). Las asociaciones de vecinos protestaron no sólo por la ineficacia policial, sino también porque los propietarios de garajes particulares, aprovechando los actos vandálicos, subían los precios de las plazas de aparcamiento. Algunas asociaciones llegaron a formar una plataforma de damnificados para reclamar una indemnización como víctimas del terrorismo. Argüían que el Real Decreto 1211/1997, que aprobaba el Reglamento de Ayudas a las Víctimas de Delitos de Terrorismo, se extendía a quienes sufrieran actos cuya finalidad fuese alterar la paz y la seguridad ciudadana. Entonces la policía se lo tomó más en serio y en pocos días detuvo a unos cuantos miembros de un comando de adolescentes que, atraídos por la repercusión de los hechos en la prensa, sintieron la necesidad de erigirse en protagonistas de los incendios. En cambio, Puren decidió tomarse unas largas vacaciones dado el nuevo cariz que había tomado el asunto. Pero antes fue preso de otro impulso irrefrenable, la guinda del pasteclass="underline" una madrugada, a las tres y cuarenta (era muy riguroso con sus horarios), incendió una locomotora que la Renfe tenía en una vía muerta de la estación de la Fonteta de Sant Lluís. Había dos más, pero no le dio tiempo. La empresa valoró los daños en unos cincuenta millones de pesetas. El delegado del gobierno manifestó que la policía actuaría con contundencia contra aquel hatajo de vándalos.
Puren se pasó tres años sin encender ni su estufa. Con todos los adolescentes descubiertos y enviados a un reformatorio -eran del barrio de la Coma, uno de los más conflictivos y pobres de Valencia-, los ciudadanos descansaron y el delegado del gobierno confirmó lo que siempre había dicho: no hay pirómanos, hay gamberros. Ojo al dato.
3
El auténtico nombre de Toni Hoyos era Josep Vallès. Toni Hoyos era el ayudante de confianza de Celdoni Curull; Josep Vallès era un prófugo de la justicia española. Vallès, empleado en el bufete de abogados más importante de Valencia, se marchó a África semanas después de llevarse la provisión de fondos de todos sus clientes. Pero no se llevó a Núria, mujer a la que había prometido amor eterno. Primero vivió en el Hotel Paris de Montecarlo, uno de los más caros de Europa, sólo durante unas semanas. Cuando se le fueron acabando las provisiones huyó a Burkina Faso (tras una breve estancia en Ginebra), aconsejado por otro prófugo valenciano que se había hecho rico exportando chufa para horchata a Valencia. Pero dirigir empresas nunca fue la debilidad de Josep. Además, la aureola emprendedora que había dejado su paisano en Burkina no era el ambiente más adecuado para recibir a otro valenciano. De allí pasó a Namibia, un país que resultaba aburrido para un espíritu crápula como el suyo. Por fin se detuvo en Senegal, donde sus ahorros se fundieron ante la especial atracción que sentía por el caos erótico de las negras.