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Llegó al hotel a las diez de la mañana, con una leve brisa de levante que lo eximía del bochornoso recuerdo africano. Recién salido de la ducha, todavía húmedo, observó que sufría una erección. ¿Había ejercido Valencia su encanto? Por desgracia, la ciudad no estaba tan bien dotada. La erección era producto del recuerdo de Nùria, su amable y afectuosa compañera de bufete. Cuando de forma urgente tuvo que irse de Valencia la echó de menos durante un tiempo; pero luego la distancia -sumada a la sensualidad de las mujeres africanas- atenuó su nostalgia hasta el olvido. Pero quizá el paisaje, la memoria de los rincones compartidos, le había devuelto el deseo. ¿Aún le amaría? ¿Aún se acordaría de él? Difíciles preguntas para un individuo que había interrumpido la relación sin dejar ni una nota de despedida. Precisamente a Nùria, que tantos sacrificios había hecho y tantas normas había transgredido por él. ¿Le había perdonado? A lo mejor el tiempo lo cura todo, pero prefería no arriesgarse cuando tenía entre manos el mayor proyecto de su vida.

Salió del hotel y decidió dar un paseo nostálgico por el barrio del Carme. Descubrió locales nuevos, cerrados a aquellas horas, y pasó por delante de los bares que durante un tiempo había frecuentado. Lo escudriñaba todo con esa atracción instintiva por lo no perdurable. A las doce se sentó en la terraza de un bar de la plaza de la Virgen y pidió una horchata. La probó y constató que la materia prima no era de Burkina Faso. La chufa africana producía un líquido más espeso y un poquito más dulce. Quizá la mezclaban con agua. A primera hora de la tarde caminó un rato por el paseo de la Malvarrosa, hasta que le entró hambre y, en el restaurante La Marcelina, antaño frecuentado por Hemingway, pidió marisco, vino blanco y un plato de paella. Aunque el marisco era de vivero, sin duda sabía mejor que el africano. De nuevo en taxi recorrió el llamado bulevar de la Periferia Sur, una intervención urbanística que iba desde el hospital Provincial, pasando por Tres Creus, el Cementen General y la Creu Coberta, hasta la Pista de Silla, en donde se había interrumpido en espera del reinicio de un proyecto que conectaba Valencia de un extremo a otro. La obra, inmensa, convertía muchos espacios de huerta en zonas urbanizables. Luego se dirigió a la carretera de Ademuz, llena de construcciones casi de lujo a ambos lados; visitó los numerosos edificios que como setas habían crecido alrededor de la Ciutat de les Arts i les Ciències. Encontró Valencia con el aspecto de una city, de un auténtico hervidero de negocios.

Con un buen puro se dejó caer por el pub Aquarium, casi en el corazón de la Gran Vía, en cuyo paseo central, cobijado por árboles centenarios, se iban depositando los zurullos de los perros con más pedigrí de Valencia. Después de tragarse dos gin-tonics llamó por teléfono a su cuñado, Vicent Marimon, secretario de finanzas del Front y diputado en las Corts. Marimon recibió la llamada en el despacho de Francesc Petit, mientras ambos comentaban los problemas de la cohabitación política con los conservadores y la búsqueda de una nueva sede.

– Si quisiéramos una grande y céntrica ya la tendríamos.

– ¿Y por qué no la tenemos? -preguntó el secretario general.

– Porque son ofertas muy generosas, tanto que son sospechosas.

– ¿Y qué? Seguro que conservadores y socialistas también se han aprovechado de cosas así al construir sus sedes.

– Las ofertas que estamos recibiendo nosotros son demasiado altruistas. Un tipo, un constructor, un tal Joaquín Solbes, nos vende dos pisos en la calle Colón prácticamente por el mismo dinero que sacaremos de nuestra sede, que por cierto está dispuesto a quedarse.

– En la calle Colón ni gratis. Es zona pija y además por allí pasan las manifestaciones más radicales. Nos la destrozarían a pedradas. ¿Alguna zona más?

– En la avenida de Aragón. Una planta baja de seiscientos metros cuadrados junto a la redacción del Superdeporte.

– ¿Cuánto dinero? -preguntó jugueteando con el estuche de los puros.

– Por la situación es muy barata. Con la venta de la sede y un crédito de medio millón de euros sería nuestra.

– Cómprala.

– Francesc…

– Ya lo sé, ya lo sé. Tendremos que devolver el favor. Pero eso ya se verá. Al fin y al cabo nosotros pagaremos lo que nos pidan. No les deberemos nada.

– Eso es relativo, porque nos piden pensando en la contraprestación.

– Lo que es relativo es la obligación de devolver favores. No figura en el contrato.

Entonces sonó el móvil de Vicent Marimon. Le costó reconocer la voz de su cuñado, pero sólo durante unos segundos.

– Tengo que irme, Francesc.

Petit notó en él inquietud.

– ¿Ocurre algo?

– El chiquillo ha tenido un accidente con la moto y se ha hecho daño.

– ¿Es grave?

– No es nada, pero está en urgencias del Peset Aleixandre.

– Si me necesitas, llámame.

Marimon se fue. Francesc Petit reflexionó sobre la suerte de no tener hijos, con los quebraderos de cabeza que conllevan. En Aquarium, aquel pub pequeño y tradicional de la Gran Vía, Marimon tuvo que mirar a su alrededor varias veces para encontrar a Josep Valles. Sonriente, su cuñado levantó una mano para descubrirle a qué altura de la barra estaba. Cuando lo vio sintió un inevitable malestar, como una especie de cansancio atávico.

– ¿A que no me has reconocido? -dijo señalándose el pelo.

– La verdad es que tenía la esperanza de haberte perdido de vista para siempre.

No se dieron la mano, ni un saludo, nada. Parecía un encuentro habitual, una imagen estereotipada. El aspecto de su cuñado hizo que Marimon recordara claramente cuál era la oveja negra de la familia.

– ¿No te alegras?

– Pues no, Josep.

– Ahora me llamo Toni Hoyos -dijo enseñándole el pasaporte-. Es el nombre de un valenciano que murió en Namibia.

– ¿Hoyos? Muy apropiado, por lo del agujero que dejaste en el bufete.

– Para mí es un asunto olvidado.

– No estoy seguro de que para ellos también lo sea.

– Da igual. Vamos, hombre -le dio dos golpes en los hombros-, tu cuñadito ha vuelto. ¿Qué quieres tomar?

– Un whisky doble. Sin hielo.

– Te pediré un escocés de pura cepa.

Llamó al camarero. Lo hizo con su actitud de siempre, levantando un ostentoso brazo que lucía una pomposa cadena de oro colgando de la muñeca, con supuesta distinción señorial que no ocultaba modales vulgares. Acostumbrado a la selecta clientela de la Gran Vía, el camarero apenas lo miró.

– ¿A qué te dedicas?

– Ahora te lo cuento, primero la familia. ¿Cómo está Empar?

– Josep…

– Eh, recuerda que me llamo Toni.

– Toni, tu hermana no quiere saber nada de ti. Ni te imaginas qué disgusto nos diste. Empar se pasó más de tres semanas sin salir de casa. Desde entonces tu padre sufre de tensión alta, yo…

– Soy un hombre nuevo.

– Tienes cuentas pendientes con la justicia.

– Las tenía Josep Valles. Ya lo he pagado con creces. He trabajado como un animal en América del Sur y ahora en África.

– ¿Qué coño haces tú en África?

El camarero les llevó los whiskies con una desgana insultante, con cierta mirada de desprecio. Le molestaba servir a un tipo que en el fondo era como él. Dejó la cuenta en un lugar muy visible. Hoyos le dio un puro a su cuñado. Por culpa de Petit fumaba puros sin haber dejado los cigarrillos.