La plaza era un ruedo de arena apisonada, sin rasgos distintivos excepto una enorme y voluminosa bomba de agua en su centro. Esta quedaba rodeada por todas partes por más ejemplares de las impersonales casas del pueblo, cuya uniformidad sólo era rota por un edificio, de mayor tamaño que el resto pero igualmente gris, con una puerta doble que permanecía bien cerrada.
El mercado parecía estar en pleno apogeo. Mesas montadas sobre caballetes y colocadas en hileras apretadas exhibían productos alimenticios, utensilios del hogar, ropas o burdos muebles de madera; tras los mostradores, los propietarios de las paradas contemplaban vigilantes a los potenciales clientes, con un aire de desconfianza que rozaba la hostilidad. Al penetrar en esta escena como forastera, como una intrusa, Índigo sintió una alarmante sensación de no pertenecer al lugar, como si hubiera penetrado no sólo en otro país sino también en otra dimensión, y mientras su mente absorbía las imágenes que se deslizaban ante ella comprendió de improviso cuál era el problema. Concurrida como estaba la plaza, bulliciosa y llena de actividad, en ella reinaba un silencio casi total. Se señalaban las mercancías en silencio, los discos de madera cambiaban sin mediar palabra, las compras se guardaban en el interior de los cestos o se echaban a la espalda y el comprador se alejaba del lugar sin que se cruzara entre vendedor y cliente más que un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Nadie cantaba, nadie silbaba; no había ningún comerciante que proclamara a voz en grito que sus mercancías eran mejores que las de sus vecinos, ni se veían grupos de hombres conversando, mujeres de cotilleo o niños revoltosos. Resultaba un violento y chocante contraste con los mercados de todos aquellos otros países visitados por Índigo —los caóticos y ruidosos bazares de Huon Parita, las espléndidas ferias comerciales de Khimiz, incluso las modestas reuniones de granjeros que se celebraban en época de cosecha en los pueblos del continente occidental como Bruhome—, y mientras permanecía inmóvil, observando, una peculiar sensación de irrealidad la asaltó, trayendo con ella un terror amorfo e ilógico.
Thia volvió el inexpresivo rostro diminuto en dirección a Índigo.
—Por favor, no te demores —dijo con gélida educación—. Malgastar el tiempo resultaría muy improductivo.
Con un gran esfuerzo, Índigo se sacudió de encima la inercia que se había apoderado de ella y, en cuanto la muchachita empezó a cruzar la plaza, corrió tras ella. Lanzarse al centro de aquella muchedumbre silenciosa y taciturna poseía una cierta cualidad amilanante, pero la oleada psíquica de hostilidad que Índigo preveía no se materializó. Una o dos miradas se posaron brevemente sobre la banda echada sobre su hombro, pero ni siquiera estas miradas resultaron abiertamente hostiles. Los habitantes del lugar sentían tan poco interés por la forastera como parecían sentirlo por cualquier otra cosa que no fuera algo que les atañera directamente.
Thia la condujo al extremo opuesto de la plaza, hasta una casa sobre cuya puerta sin pintar habían clavado un triángulo de madera. La adolescente golpeó la puerta con los nudillos con una seguridad que sorprendió a Índigo, y al cabo de un instante ésta fue abierta por una mujer menuda y arrugada. No lucía ninguna banda, y al ver a Índigo le dedicó una obsequiosa reverencia.
—Ésta es la viuda del doctor Huni —dijo Thia sin saludos ni preámbulos—. Ahora ya no tiene un puesto útil y por lo tanto dentro de poco abandonará la casa. Ejercerás tus artes curativas en la habitación que perteneció al doctor Huni. —Se volvió hacia la anciana—. Agradeceré nos muestres el camino.
Sin una palabra, la mujer se volvió hacia el interior de la casa, y ellas la siguieron. La anciana las hizo subir por una oscura escalera de estrechos peldaños, al final de la cual una puerta daba a una habitación de gran tamaño. Dos taburetes de madera, una mesa y una desvencijada alacena de dos puertas eran su único mobiliario; las paredes y el suelo estaban desnudos y la solitaria lámpara que ardía sobre la mesa despedía un olor malsano además de una tenue luz amarillenta. Había una ventana, pero daba directamente a la pared de otra casa. Toda la atmósfera de la habitación resultaba depresiva.
La anciana volvió a inclinarse y habló ahora por primera vez, aunque se dirigió a Thia y no a Índigo.
—Los primeros pacientes esperan abajo.
—Envía al primero... —empezó a decir Thia, pero Índigo la interrumpió. Se sentía repentinamente furiosa; furiosa ante el comportamiento arrogante de la chiquilla para con la viuda de Huni, y furiosa también ante la presunción de aquella criatura de que ella, Índigo, carecía de mente o voluntad propias.
—Gracias, Thia —dijo con aspereza—. Soy perfectamente capaz de responder por mí misma. —Sonrió a la viuda, y le dedicó una inclinación tan cortés que la anciana se mostró claramente sobresaltada.
«Necesitaré cinco minutos para instalarme, señora —declaró—. Luego, si sois tan amable, recibiré a mi primer paciente.
La viuda de Huni parpadeó perpleja. A lo mejor, pensó Índigo, no había esperado que una extranjera hablara tan bien su idioma. Luego, la anciana se encogió de hombros ligeramente.
—Será como desees —respondió, y se retiró acto seguido.
Índigo depositó su bolsa de hierbas sobre la mesa. La breve llamarada de cólera había descendido ahora por debajo del punto de ebullición, pero la actitud de Thia aún le dolía, por lo que se volvió hacia ella.
—Thia, te agradecería que en el futuro te mostrases menos descortés con la viuda del doctor Huni.
La chiquilla se mostró tan sorprendida como se había mostrado la mujer antes.
—¿En qué forma fui descortés, por favor, doctora?
—¿En qué forma? —repitió Índigo con incredulidad—
Hablarle a ella como si se tratara de una criada, hablarme a mí de ella como si ella no se encontrara presente, y no molestarte siquiera en presentarnos; ¡a eso me refiero, Thia!
La expresión de Thia no se alteró un ápice, y de improviso Índigo comprendió que su desconcierto era genuino.
—Pero —protestó la chiquilla— ¿qué función puede desempeñar la viuda del doctor Huni? Es demasiado vieja para realizar un trabajo útil.
«Madre Tierra de mi vida —pensó Índigo—. De modo que ése es el quid de la cuestión: función, utilidad, valor práctico... » Recordó algunas de las palabras utilizadas por tío Choai, primero cuando se encontraron en la carretera y luego en casa de Hollend; se había referido a «una profesión útil y valiosa» y había prometido «una estimación de su utilidad». Un realista sentido práctico que era casi una religión entre estas gentes; en realidad, pensó, esto podría ser literalmente cierto, ya que no parecían venerar a ningún dios o poder espiritual. Así pues la desdichada viuda del doctor Huni, demasiado vieja —como había dicho Thia— para poder realizar un trabajo, había sido degradada a la muerte de su esposo a la categoría de una molestia superflua y potencialmente onerosa. Y, lo que era peor, la anciana parecía aceptarlo sin dudas ni objeciones. Éste era el motivo de que se hubiera mostrado tan estupefacta ante la cortesía con que se le había dirigido Índigo.
—Creo —dijo Índigo en voz alta y con una sonrisa glacial— que tengo mucho que aprender sobre Alegre Labor.
Thia inclinó la cabeza.
—Esto les sucede a todos los extranjeros, doctora. Pero tío Choai ya ha dicho con gran sabiduría que los usos correctos se aprenden con el tiempo.