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Índigo enarcó una ceja ante la clara implicación de que Choai había hablado de ella con Thia. Podría ser una adolescente, pero estaba claro que la muchacha poseía suficientes atributos «útiles» como para que se le otorgara mucha más categoría que a una simple extranjera. No obstante, le abstuvo de hacer comentarios y se volvió hacia la alacena. No estaba cerrada pero su contenido resultó una decepción: sólo dos vendas arrolladas, sin lavar desde la última vez que se utilizaron, y una colección de pequeños tarros de barro y botellas que contenían los restos de no se sabe que extrañísimos curalotodos a base de hierbas. Índigo volvió a cerrar la alacena apresuradamente. Tendría que arreglárselas lo mejor que pudiera con sus propias provisiones; al menos, se dijo con ironía, parecía que no tendría que

preocuparse demasiado por mantenerse al nivel del doctor Huni.

Bien, no había motivos para posponer lo inevitable más de lo necesario. Había llegado el momento de pagar a tío Choai por el bastoncillo de madera y demostrar su valía.

Abrió la bolsa y se sentó en el más cercano de los dos taburetes.

—Muy bien, Thia —anunció—. Estoy lista. Ve a buscar a mi primer paciente, por favor.

Cuando por fin anocheció aquel día, Índigo se encontraba completamente agotada. Treinta pacientes, había dicho Choai, pero la verdad es que habían sido unos cincuenta. La mayoría no padecían más que indisposiciones o lesiones menores; fiebres poco severas, toses persistentes, o pequeñas heridas recibidas en los campos que necesitaban atención si se quería evitar que se infectaran y robaran al paciente valioso tiempo laborable. A pesar de ello, Índigo se sentía totalmente exhausta, no por el trabajo en sí, ni tampoco por el número de pacientes que habían desfilado por su consulta, sino por la carga de tensión que suponía tener que tratar con las gentes de Alegre Labor.

Para empezar, estaba claro que desconfiaban de ella. Lo percibía en sus miradas, en la repentina reserva que aparecía en sus rostros cuando se daban cuenta de que debían explicar sus enfermedades a una forastera y no a uno de los suyos. Sin embargo, esta involuntaria actitud de atrincheramiento chocaba frontalmente con la deferencia —casi de orden reverencial— que el protocolo exigía que se demostrase a un médico como una cuestión de principios. Así pues uno tras otro se sentaban tiesos y silenciosos, o removiéndose nerviosos y en actitud evasiva, al otro lado de la mesa, mientras Índigo recurría a toda la paciencia que podía reunir para convencerlos de que le revelasen cuál era su problema. Pero resultó que, en contra de lo que esperaba, tuvo motivos para sentirse agradecida por la presencia de Thia; pues aquellos pacientes —y hubo unos cuantos— que se negaron en redondo a hablar directamente con la curandera extranjera estaban dispuestos a describir sus síntomas a la muchacha, y se estableció un procedimiento por el cual Thia transmitía con toda solemnidad a Índigo lo que le explicaban, y ésta indicaba a aquélla qué hierbas recetar como bebida o mezclar como cataplasma. La situación resultaba tan grotesca que Índigo sentía un enorme deseo de echarse a reír, aunque controló Con firmeza tal impulso. Thia, por su parte, no parecía encontrar nada de gracioso en aquella pantomima.

Después del mediodía, Índigo había insistido en una pequeña pausa en el trabajo. Esto, una vez más, fue algo que Thia pareció encontrar incomprensible, pero obedeció sin chistar. Hambrienta y sedienta a aquellas alturas, Índigo ofreció a la muchacha una pieza de madera que Calpurna le había dado, y le pidió que fuera al mercado y comprara algo de comer y beber para ambas. Recibió una mirada de perplejidad y la información de que tales cosas no podían obtenerse en el mercado. Cada ciudadano de Alegre Labor se ocupaba de su propio sustento; comida preparada y bebida no eran artículos que se vendieran.

—Tengo, no obstante, una empanada que será mi ración para hoy —añadió Thia—. La compartiré contigo, si lo deseas.

De una mochila que colgaba de su hombro sacó un objeto envuelto en una tela limpia, y se lo mostró. Se trataba de un pedazo plano de masa grisácea en cuyo interior había trozos de carne y verdura; por su aspecto y olor daba U impresión de estar sin condimentar y además medio crudo. Índigo forzó una sonrisa mientras intentaba no establecer comparaciones con la deliciosa cocina de Calpurna.

—Gracias, Thia, pero no te privaré de tu ración —respondió—. Me las arreglaré sin comer. Aunque quizá podrías pedir a la esposa del doctor Huni si sería tan amable de darme un vaso de agua...

—Como desees, doctora Índigo —repuso Thia con una inclinación.

Así pues, mientras Thia masticaba su poco apetitosa empanada, Índigo intentó entre sorbo y sorbo de agua salobre hacer hablar un poco a la jovencita y averiguar más cosas sobre su hogar y su familia. No tardó en darse cuenta de que también esto constituía un concepto nuevo para la mente de Thia. El arte de la conversación por la conversación era totalmente extraño a la muchacha, y ésta estaba convencida de que la curiosidad de Índigo debía de obedecer a algo más que un simple esfuerzo por ser amable. De todos modos y aunque de mala gana, facilitó algunos retazos de información. Thia, al parecer, era la mayor de cuatro hijas: algo que parecía satisfacerla pues significaba que sin un hermano que le disputara la precedencia ella era el eje central del orgullo y la ambición de sus padres.

—A los diez años ya sabía leer, escribir y contar, y por lo tanto pude empezar a realizar un trabajo útil sin perder tiempo —contó a Índigo—. Soy más inteligente y diligente que otras de mi edad, y por lo tanto me irá muy bien en la vida.

Índigo disimuló una sonrisa ante este total desprecio por cualquier cosa que se pareciera a la modestia.

—¿Qué es lo que haces cuando no me estás ayudando? —preguntó.

—Lo que sea que los tíos quieran que haga. Existen muchas tareas útiles para alguien con mis habilidades, aunque todavía soy una adolescente. Copio documentos para los tíos y para la Oficina de Tasas para Extranjeros; se me asigna a recién llegados, como tú, para que los ayude a realizar sus tareas; llevo cartas y mensajes a personas de alto rango, y desde luego ayudo a mi madre en las tareas de la casa. —Sonrió de improviso—. Aunque el año que viene me casaré y entonces tendré mi propia casa que gobernar.

—¿Te casarás? —Índigo estaba perpleja.

—Sí —respondió Thia alegremente—; se me ha escogido como esposa del hijo mayor del sobrino de tío Choai. Es más joven que yo, pero cuando tenga dieciocho años y sea un adulto tendrá un lugar en la Oficina de Comercio y seis parcelas de terreno para su uso particular. Su color será el naranja, y ése es un color muy importante.

¿Cuántos años tendría Thia?, volvió a preguntarse Índigo. ¿Catorce? ¿Menos? Al hablar parecía más una anciana cínica que la criatura que en realidad era, y la muchacha le dijo con suavidad, esperando que su voz no sonara demasiado irónica.

—Espero que seas muy feliz.

—Claro que lo seré. —Esa sonrisa de nuevo; sin ningún calor en ella—. Tío Choai dice que su sobrino nieto es agradable y trabajador. Nos adaptaremos muy bien.

«Tío Choai dice... », pensó Índigo y, alarmada, inquirió:

—¿Significa eso que todavía no conoces a tu futuro esposo?

—No ha habido necesidad de que nos conociéramos. —Thia pareció ligeramente sorprendida ante la idea; luego, antes de que Índigo pudiera decir nada más, engulló el último bocado de su empanada, dobló cuidadosamente la tela y la guardó, al tiempo que se ponía en pie—. He terminado mi comida. Gracias por permitirme comer. ¿Hago entrar al siguiente paciente?

Índigo suspiró. Thia, y su forma de ser, era algo que le resultaba incomprensible.

—Sí —respondió—. Sí, será mejor que lo hagas. No me cabe la menor duda de que el tiempo perdido en la ociosidad es un tiempo inmoralmente malgastado.