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El sarcasmo no ejercía ningún efecto sobre Thia, y por vez primera su sonrisa pareció totalmente genuina. —¡Eso es exactamente lo que habría dicho tío Choai! y declaró con energía—. Para ser una extranjera, doctora Índigo, estás muy versada en nuestras costumbres. ¡Esto representará un gran placer para todos nosotros!

Así pues Índigo se encontraba ahora sentada ante la mesa, Volviendo a guardar sus cosas de cualquier manera en el interior de la bolsa mientras Thia se afanaba en ayudarla.

La muchacha estaba claramente nerviosa, y por fin Índigo le dijo:

—Si quieres irte, Thia, yo puedo arreglármelas perfectamente sin ti.

El rostro de la adolescente se iluminó.

—Gracias, doctora Índigo. Con tu permiso, me iré.

—Debiera ser yo quien te diera las gracias a ti —dijo ella, conteniendo un bostezo—. Me has sido de gran ayuda. —Hizo una pausa—. Te debo algo.

—No, gracias. —Thia se inclinó—. A los adolescentes no se les permite aceptar ningún pago por sus servicios. Pero si deseas hacerme un regalo en cualquier ocasión, eso resultará aceptable.

—Entonces lo haré, —Índigo le sonrió—. ¿Qué te gustaría? ¿Alguna joya sencilla, para lucir en los cabellos o alrededor del cuello?

La muchacha la miró perpleja.

—Las joyas son útiles para quienes desean comerciar con ellas en el Enclave de los Extranjeros, pero no sirve a ningún propósito exhibirlas sobre uno mismo —explicó; luego, tras unos instantes de seria consideración, agregó—: Dos aves de corral en su primer año de puesta resultarían apropiadas, o un árbol frutal joven, o un puñado de semillas de verduras de invierno que se puedan sembrar durante esta estación antes de que pierdan vitalidad. Te agradezco tu generosidad, doctora Índigo, y recibiré con agradecimiento cualquiera de estas cosas que desees ofrecerme. —Volvió a dedicarle una inclinación de cabeza y dio un paso en dirección a la puerta—. Te deseo una cena nutritiva y una saludable noche de sueño.

Índigo se quedó mirando la puerta mientras ésta se cerraba tras la muchacha, y escuchó el sonido de sus pies mientras descendían por la escalera. No sabía si echarse a reír ante la habilidad con que Thia había transformado la posibilidad de un regalo en una promesa de regalo, o lamentar el extremo al que había llegado el frío e inquebrantable pragmatismo de la joven, que no parecía poseer la menor chispa de humor o imaginación que pudiera mitigarlo. Al final no hizo ninguna de las dos cosas, sino que relegó a Thia a un rincón de su cerebro y continuó recogiendo sus pertenencias mientras se dedicaba a pensar en el alegre recibimiento que le prodigaría Grimya cuando regresara al Enclave de los Extranjeros, y en la comida caliente que Calpurna había prometido que la estaría aguardando. Debía encontrar una forma de pagar a Hollend y Calpurna por su hospitalidad, aunque todavía no sabía cuál sería el mejor modo de hacerlo. Lo que sí estaba claro era que no necesitaban dinero, y probablemente se ofenderían si se lo ofrecía, aunque ella tenía más que suficiente para pagar sus gastos. Quizá si...

Sus meditaciones se vieron interrumpidas de repente cuando alguien llamó a la puerta.

—¿Por favor? —Era una voz infantil—. Por favor, ¿está casa la médica?

Índigo hizo un esfuerzo para no perder el ánimo. Cincuenta pacientes en una tarde, y ahora, justo cuando pensaba que por fin podría descansar, un recién llegado... Pero, si tenía la temeridad de hacerse llamar curandera, también tenía las obligaciones propias del cargo. Además, a aquellas horas podía muy bien tratarse de una emergencia.

Empezó a desatar otra vez las correas de la bolsa, e intentó no parecer resignada o irritada cuando respondió: —Estoy en casa. Entra.

Se produjo una pausa, durante la cual escuchó lo que parecían varias voces infantiles cuchicheando al otro lado le la puerta. Luego el picaporte chasqueó y, tímidamente la puerta se fue abriendo.

Eran tres, y ninguno de ellos tendría más de siete u ocho años, o al menos eso es lo que Índigo pensó en un principio. Sus rostros eran delgados y pálidos, con ojos desproporcionadamente grandes que la contemplaban con asombro. Llevaban despeinados los cabellos, delgados y de una suavidad, y los pequeños cuerpos, que casi parecían atrofiados, impedían saber si se trataba de niños o niñas. Iban cogidos de la mano, como para darse ánimos, y de improviso se apelotonaron unos sobre otros, cuchicheando de nuevo entre ellos. Se dejó oír una aguda risita, e Índigo pudo escuchar las palabras «banda blanca», «extranjera» y «demasiado pronto».

Empezaba a perder la paciencia ante lo que parecía ser una travesura de niños y, recordando el consejo de Calpurna de mostrarse firme, dijo con cierta brusquedad:

—¡Vamos, vamos! No tengo tiempo que perder en juegos. ¿Qué queréis?

Los tres visitantes interrumpieron sus cuchicheos y la miraron. Entonces el que se encontraba en el centro, que parecía ser el cabecilla, respondió con vocecilla ronca:

—¿Sabes algún juego?

Era una pregunta tan extraordinaria que Índigo no supo qué contestar y, mientras intentaba pensar en algo, otra de las criaturas dijo con voz aguda:

—Te hemos visto. Sabemos que eres la curandera extranjera. ¿Nos curarás?

Índigo no había recibido advertencia alguna pero, mientras la criatura hablaba, la intuición desplazó brusca y sorprendentemente a la lógica, y su sobresalto aumentó cuando, al mismo tiempo, se percató de que veía los contornos del sucio vestíbulo no sólo detrás de los niños, sino a través de ellos. Sus cuerpos eran transparentes.

—Madre de mi corazón, yo... —fue todo lo que tuvo tiempo de decir.

Las tres criaturas se desvanecieron ante sus ojos.

—Un suceso muy desgraciado. —Tío Choai se inclinó ante Hollend en la peculiar manera oblicua que indicaba una disculpa—. Me acuso a mí mismo por completo. Está claro para mí ahora que la doctora Índigo no se había recuperado lo suficiente de los rigores de su viaje para poder ejercer correctamente su trabajo, y la culpa de no haberlo observado es sólo mía.

—No, no, tío —protestó Hollend—. Índigo es mi invitada, y yo asumo toda la responsabilidad por su bienestar. Soy yo el responsable.

Choai volvió a inclinarse.

—Eres muy amable. Sin embargo, tus palabras no pueden tranquilizar por completo mi conciencia, y ésta seguirá molestándome. Me precipité, y confío —en este punto dedicó a Índigo una sonrisa zalamera— en que mi estupidez no me será tenida en cuenta.

Índigo intentó devolverle la sonrisa pero apenas si lo consiguió ya que todavía sentía el agudo aguijonazo de la vergüenza. Había ido a chocar de bruces con Choai en la escalera de la casa del antiguo médico y se había producido entre ellos una confusa conversación, ella aturdida e incoherente, él al principio desconcertado y luego, cuando finalmente comprendió lo que ella le decía, solícito y apaciguador a la vez. Con toda firmeza insistió en escoltarla de vuelta al Enclave de los Extranjeros, donde muy apesadumbrado informó a Hollend que Índigo parecía haber sufrido alguna especie de alucinación, sin duda provocada por un exceso de cansancio. Índigo no lo contradijo; se sentía demasiado desalentada por los resultados de sus anteriores esfuerzos para convencerlo de la verdad como para intentarlo una segunda vez, y ahora permanecía sentada en silencio mientras se intercambiaban más cumplidos y agradecimientos, se expresaban complejas fórmulas de despedida, y por fin tío Choai se marchó tras expresar su esperanza de que la doctora Índigo estuviera en condiciones de reanudar su trabajo tras un día o dos de descanso y recuperación.

Hollend y Calpurna lo acompañaron hasta la puerta. En cuanto abandonaron la habitación, Índigo se volvió hacia Grimya, que estaba sentada en el suelo a sus pies.