«Muy bien. » Grimya cambió su modo de comunicarse. «Escucha, Índigo. Te sorprendiste mucho cuando Calpurna y Hollend se mostraron de acuerdo con lo que el anciano, Choai, dijo que te había sucedido. Pero yo no me sorprendí, porque pude percibir algo de lo que pensaban. »
Aunque la loba no podía en realidad leer la mente, sus agudos sentidos mentales a menudo sintonizaban con los estados de ánimo predominantes en las personas y con algunos de sus pensamientos vagabundos. Índigo aguardó a que le contara más cosas, y Grimya continuó:
«No te creyeron porque no podían creerte. Algo les ha sucedido a los dos, me parece, durante los años que han vivido aquí. Se han vuelto como la gente de este país. Han perdido la capacidad de creer en nada que no sea muy lógico. » Índigo empezó a comprender. «¿Algo como las voces nocturnas?» «Como eso, sí. Y como los niños que aparecen de la nada y desaparecen otra vez en la nada. » Grimya hizo una pausa. «Debes de haberlo visto por ti misma. Toda la gente de este lugar es igual. Es como si hubieran olvidado cómo soñar. »
Como si hubieran olvidado cómo soñar... Con su extraño talento para ir directamente al meollo de las cosas, Grimya había definido con precisión la inquietante impresión que Índigo tenía de Alegre Labor —de todo el país en realidad— y de sus habitantes. ¿Sabía el astuto tío Choai, o la escrupulosamente calculadora Thia, o cualquiera de sus compatriotas, hombres y mujeres, lo que era un sueño? ¿Eran capaces de percibir cualquier cosa situada fuera de los límites estrictos de los sentidos físicos, o de imaginar nada más allá de los estrechos confines de un futuro planeado y trazado hasta el último detalle fríamente pragmático? Todo lo que había visto hasta ahora sugería que Grimya tenía razón. Así pues, enfrentados con la repentina anomalía de una extranjera que afirmaba haberse topado cara a cara con tres fantasmas, su reacción era de cielo y total rechazo. No creían en tales cosas; por lo tanto tales cosas no podían existir. No cabía error; no existía la menor posibilidad de error. La extranjera estaba equivocada y ahí terminaba la cuestión. Pero seguramente Hollend y Calpurna no compartían tal insensato prejuicio... Ellos eran de otro país, no habían estado inmersos desde la infancia en los dogmas de esta extraña cultura y, por lo tanto, debían poseer una mentalidad más abierta. Sin embargo, al menos en esto, parecían estar tan ciegos como Choai.
Grimya, que había escuchado los confusos pensamientos de Índigo, dijo:
«A lo mejor los años pasados en este país los han cambiado. A lo mejor se han contagiado de esta cosa, de este escepticismo, como si fuera una enfermedad. » ¿Era posible? Para un cerebro débil o estúpido, o para la vulnerable conciencia de un niño, quizá; pero Hollend y Calpurna eran ambos demasiado inteligentes y resueltos para ser presa con tanta facilidad de influencias externas. Los dos miraban con desdén a los habitantes de Alegre Labor, casi con desprecio, aunque, eso sí, con un elemento de afecto en su menosprecio. No tenía sentido. Se volvió otra vez hacia la loba.
«No sé lo que se oculta tras esto, Grimya. Pero digan lo que digan Hollend y Calpurna y Choai..., diga lo que diga cualquiera... ¡yo sé lo que vi! ¡Yno soñaba!»
Antes de que Grimya pudiera responder se escucharon unos leves golpecitos en la puerta, y una vocecita vacilante pronunció su nombre. Índigo dio un brusco respingo al revivir por un instante lo sucedido en la habitación del médico; pero la voz le era familiar. —¿Koru? El niño entró en la habitación e inclinó la cabeza ante ella en una curiosa mezcla de la forma de saludar tanto de Agantia como de Alegre Labor.
—Madre dice que la cena estará lista en unos minutos.
—Oh... oh, sí. Gracias, Koru. Bajaré enseguida.
Esperó a que el chiquillo volviera a inclinar la cabeza y saliera, pero en lugar de ello éste se hizo el remolón, y resultaba evidente que luchaba por superar su innata timidez para decir algo más. Perpleja, Índigo inquirió con dulzura:
—Koru, ¿qué tienes? ¿Sucede algo?
Koru se removió inquieto, apretando un pie sobre el otro y entrelazando las manos a la espalda. Luego, de corrido, soltó:
—¡No quería escuchar! ¡Pero no pude evitarlo!
Grimya irguió las orejas de improviso.
«Se refiere al viejo Choai. Debe de haber oído lo que se decía... y lo que contaste a sus padres. »
El rostro de Koru estaba totalmente rojo de vergüenza y habría perdido el valor y salido corriendo antes de que Índigo pudiera volver a hablar, de no ser porque Grimya se dirigió de repente hacia él, moviendo la cola, y levantó la cabeza para lamerle la barbilla. Fue un gesto inteligente y perfectamente calculado, pues Koru estaba ya por completo fascinado y desarmado por la loba y albergaba secretas ilusiones de que, un día, también él podría tener un «perro» como aquél. Agradecido, el niño enterró las manos en el espeso pelaje de su cuello, ocultando el rostro y con él su confusión.
Índigo lanzó a Grimya una calurosa mirada de agradecimiento y empezó a hablar al chiquillo con dulzura.
—No tienes de qué preocuparte, Koru. No me importa si escuchaste; y no se lo diré a nadie si tú no quieres.
Koru alzó el rostro despacio, con expresión esperanzada.
—No quería —repitió—. Fue sólo que yo he... —Se interrumpió al volver a fallarle el coraje.
La mente de Índigo realizó un repentino salto intuitivo, y la muchacha decidió arriesgarse para demostrar que estaba en lo cierto. Se inclinó hacia él y habló con voz muy suave.
—Tú también los has visto, ¿no es así?
Koru permaneció muy quieto. Luego, con gran energía, asintió.
Índigo dejó escapar la respiración que ni siquiera se había dado cuenta que había estado conteniendo.
—¿Tres niños, como los que vinieron a verme a mí?
—No; eran sólo dos. Pero yo podía ver a través de ellos, ¡tal como tú dijiste!
El corazón de Índigo palpitaba cada vez con más fuerza.
—¿Te hablaron?
Otro gesto de asentimiento con la cabeza.
—Querían que me fuera con ellos a jugar. Yo... —Dirigió Una inquieta mirada a la ventana—. Yo dije que no. Era de noche, y tuve miedo. De modo que se fueron, igual Que los que tú viste. Pero... algunas veces todavía los oigo ahí afuera. Me llaman. Pronuncian mi nombre, y dicen «Ven a jugar, ven a jugar».
Una vez más la pregunta «¿Sabes algún juego?» resonó en la memoria de Índigo, y un extraño y terrible escalofrío le recorrió toda la espalda. Koru levantó los ojos hacia ella. De improviso sus ojos mostraban temor.
—¿No lo dirás, verdad, Índigo? —suplicó desesperado—. ¡A nadie!
—Claro que no. Lo prometo.
—Verás... se lo dije a Ellani, pero me pegó y dijo que no debía volver a hablar de ellos jamás!
—¿Ella te pegó?
Índigo estaba escandalizada; resultaba imposible imaginar a la dulce Ellani viéndose impulsada a tales extremos, en especial contra su hermano, a quien parecía amar tiernamente. Pero, de todos modos, no pensó que Koru mintiera.
«Empieza a tomar forma», dijo sombría la voz de Grimya en su cabeza. «Primero Ellani, esta mañana, y luego Calpurna, y ahora la historia que nos cuenta Koru. Estas son las mismas voces y las mismas criaturas que nos siguieron por la carretera, pero nadie aquí cree en ellas, excepto nosotras y Koru. » «YEllani», añadió Índigo.