Se vieron interrumpidos en ese momento por la llegada de Koru, con Grimya avanzando silenciosa tras él. La loba tenía tendencia a despertar y sentirse inquieta al amanecer, y Koru, con la ilimitada energía de los pequeños, no tenía el menor inconveniente en acompañarla a dar vueltas por el enclave para hacer ejercicio de buena mañana. Ahora dio los buenos días con toda educación a Índigo y a su familia, y se encaramó a su silla para devorar hambriento el desayuno que su madre colocaba ante él. Hollend, con una sonrisa cariñosa, se inclinó hacia adelante para pellizcar la mejilla de su hijo.
—Tienes unos colores muy saludables esta mañana, Koru. ¡Está claro que la compañía de Grimya te hace mucho bien! Koru le devolvió la sonrisa.
—Es estupenda, papá. Ojalá yo pudiera tener un perro. —Bueno, ya veremos. Todo depende de si podemos encontrarle una buena utilidad, ¿no es así? —Se me ocurren cantidad de cosas. Por ejemplo... —Sí, cariño, estoy segura de que puedes —intervino Calpurna, apaciguadora—, pero no ahora. Come tu desayuno, o llegarás tarde a tus lecciones. Imagino que Grimya también estará hambrienta, Índigo. Si quieres traerla a la cocina cuando hayas terminado, queda todavía gran cantidad de la carne de ayer.
Grimya irguió las orejas al instante y agitó la cola, lo que hizo que Hollend y Koru lanzaran una carcajada. —Creo que te ha entendido, querida. —Hollend sacudió su delicada servilleta de hilo (otro artículo importado de Agantia) y la dobló con cuidado—. ¿Sabes, Koru? Le hablábamos a Índigo de la Casa del Benefactor, y de que debería verla.
Koru dejó de masticar, y sus ojos se iluminaron. —¡Oh, sí! ¡Oh, Índigo, claro que debes! —Se retorció en la silla, olvidado de momento el desayuno—. Papá, ¿no podría llevarla yo? ¡Ya sabes lo mucho que me gusta la Casa! ¡Déjame, por favor!
Hollend sonrió de oreja a oreja.
—Ésa es una idea muy acertada, Índigo, ¿permitirás que Koru sea tu acompañante? Te aseguro que resultará un guía mucho más interesante que los cadáveres ambulantes del Comité de la Casa.
—Vamos, Hollend —amonestó Calpurna, desaprobadora—. Koru tiene sus clases y su trabajo.
Al igual que todos los niños de Alegre Labor, Koru y su hermana pasaban la mitad de cada día estudiando y la Otra mitad trabajando. Las tardes de Ellani estaban ocupadas con lo que Alegre Labor consideraba deberes «adecuados» para una muchacha, mientras que Koru, demasiado joven para resultar de mucha ayuda práctica en las transacciones comerciales de Hollend, trabajaba con otros chicos del enclave en los campos de labor situados fuera de la ciudad, recibiendo como pago por su esfuerzo una parte de la producción.
—Vamos, un día de fiesta no le hará daño. Sólo tiene Ocho años, querida; necesita algún respiro de vez en cuando.
—Yo trabajaré hoy —dijo Ellani con cierto resentimiento—, y no veo por qué no tiene que hacerlo Koru.
—Muy bien, jovencita, también tú puedes ir. —Hollend hizo como si no viera el ceño de su esposa; pero Ellani negó con la cabeza.
—No, gracias. No me gusta ese lugar.
Consciente de la tensión creada en la familia, y violenta al sentir que era ella el motivo, Índigo se apresuró a intentar calmar el enojo de Calpurna y Ellani.
—No quiero ser una molestia... —empezó.
Hollend desechó sus protestas.
—¡No, no, no eres tal cosa! Un día de ocio no estropeará a Koru, y los tíos pueden refunfuñar todo lo que quieren. Si desea ir contigo a la Casa, puede hacerlo. Y, si te acompaña con educación y contesta a todas tus preguntas, entonces lo llamaremos trabajo y yo le pagaré la pieza que le corresponde. ¿De acuerdo? —Levantó los ojos hacia Calpurna.
Calpurna intentó reprimir la risita divertida que pugnaba por aflorar a sus labios, pero
fracasó.
—Oh, muy bien. Además, seguramente beneficiará a Índigo el que la vean visitando la Casa. Las gentes de aquí lo interpretarán como una indicación de que desea aprender sus costumbres. —Sonrió a Índigo—. Te pondré en una bolsa unos cuantos panecillos de carne y una botella de zumo de fruta. La ascensión a la colina es bastante ardua, y la visita guiada es larga y pesada. Koru puede llevar suficientes piezas para pagar tu entrada.
Sus últimas palabras, aunque pronunciadas con despreocupación y naturalidad, provocaron en la mente de Índigo un aguijonazo culpable. Hacía ya tres días que disfrutaba de la hospitalidad gratuita y generosa de la familia, sin que jamás se hubiera mencionado cómo podía compensarlos por su bondad... si es que en realidad podía. Y, fuera como fuese que tío Choai y los suyos consideraran la cuestión, Índigo sintió que ya era tiempo de recompensarlos.
Así lo dijo, y la acallaron inmediatamente. Hollend y Calpurna no querían oír ni hablar de ello. Su simple compañía, insistieron, era pago más que suficiente; y además —sin que quisieran ofenderla— ¿qué podía ella ofrecerles que ellos no poseyeran ya? Según los patrones de Alegre Labor eran gente rica; no necesitaban dinero, pues ya tenían más que suficiente para comprar cualquier cosa que este país pudiera ofrecer, y lo que Alegre Labor no podía facilitar era ampliamente cubierto por los cargamentos procedentes de Agantia. Habían hecho una nueva amiga de cuya compañía disfrutaban; eso era un pago, afirmaron, más que suficiente.
Índigo se sintió conmovida por sus palabras y por la sinceridad que sabía las había inspirado, pero de todas formas no podía en conciencia dejar la cuestión de ese modo. Fue así como dijo aquello que, más tarde, le heló el estómago al recordarlo.
—Bien —les dijo, medio riendo, cohibida ante sus exagerados argumentos—, si eso es cierto, entonces os doy las gracias. Pero a lo mejor todavía existe algo que pueda hacer, aunque la Madre sabe que no es mucho. —Señaló tímidamente en dirección a la escalera—. En mi habitación tengo un arpa. No soy un bardo, pero toco bastante bien, y también canto. Si no puedo hacer otra cosa, ¿quizá podría al menos cantar a cambio de mi cena?
Se produjo un corto silencio. No fue un silencio desagradable ni tenso, sino simplemente de desconcierto.
—¿Cantar... ? —dijo al fin Calpurna.
—Sí. —La perplejidad de Índigo igualaba la de ellos—. No pretendo poseer un gran talento, pero... —Su voz se apagó. Hollend y Calpurna le sonreían, pero era la sonrisa de unos padres indulgentes enfrentados al insondable razonamiento de una criatura de muy corta edad con la que naturalmente hay que ser indulgente.
—Bueno —declaró Hollend al cabo—. Eso es muy considerado de tu parte, Índigo.
—Sí —intervino rápidamente Calpurna, como agradecida por la iniciativa de su esposo—. Muy considerado. Y desde luego, si deseas tocar y cantar, te escucharemos con agrado. Pero... —Ella y Hollend intercambiaron una mirada por encima de la inclinada cabeza de Koru—. Realmente no es necesario, Índigo. Quiero decir... bueno, la música y el canto carecen de utilidad, ¿no es así? —Dedicó a Índigo una extraña y pálida sonrisita—. ¿Y qué valor tiene algo que carece de utilidad?
Aunque seguramente habrían puesto enérgicas objeciones al término, las personas que ascendían la colina con "toda solemnidad en dirección a la Casa del Benefactor tenían todo el aspecto de peregrinos que se aproximan a un santuario, Índigo, Grimya y Koru adelantaron a tres personas que iban solas y a un pequeño grupo que subía con dificultad en medio del seco y polvoriento calor, y cada rostro mostraba la misma expresión de embelesada ansiedad fortalecida por una bien marcada aureola de farisaica piedad. Ninguno llevaba las bandas blancas de los extranjeros, pero todos excepto una mujer de mediana edad condescendieron a devolver la educada inclinación de cabeza que Índigo les dedicó al pasar. A juzgar por lo que Koru le había dicho, parecía que las visitas regulares a la Casa eran casi una obligación para todo hombre o mujer que tuviera una posición que mantener, y a los extranjeros que también realizaban la ardua ascensión de la colina se los tenía en mayor aprecio —o como mínimo se los despreciaba menos— a causa de ello. Por qué era esto así, y qué tradición tácita atraía a la población de Alegre Labor hasta la Casa una y otra vez durante toda su vida, seguía siendo un misterio para Índigo. Desde luego el lugar carecía de significado religioso, ya que, como no había tardado en empezar a aprender, los conceptos espirituales no tenían cabida aquí. Hollend y Calpurna no pudieron ofrecer otra explicación que no fuera decir que sencillamente se trataba de una tradición, y Koru era demasiado joven para sentirse interesado en el cómo y el porqué. Pero, obsesionada aún por su sueño, la muchacha no podía desprenderse de la sensación de que algo extraño, funesto y —por el momento— inexplicable se encontraba tras la pared desnuda que durante tantos años había ocultado la Casa a la mirada casual.