Siguieron avanzando, alejándose de los otros caminantes. Las empalizadas de Alegre Labor habían quedado atrás ya, y la colina de la Casa, curiosamente simétrica, dominaba la vista, elevándose por encima de la amplia extensión marrón verdosa de campos cultivados. Del edificio en sí poco resultaba visible, ya que la cima de la colina estaba rodeada por una elevada pared de piedra coronada por brutales púas de hierro; sólo la puntiaguda cúspide incrustada de moho se dejaba ver por encima de estas defensas. Koru ascendía por el sendero a paso muy rápido, y aunque Grimya no tenía ninguna dificultad en mantenerse a su altura Índigo empezó a rezagarse. En estas latitudes el otoño venía precedido a menudo por una oleada de calor, y cuando por fin consiguió ascender los últimos metros de pedregosa carretera en pos de Koru el sudor resbalaba abundante bajo sus finas ropas. Había una pequeña puerta de madera encajada en la pared en el punto donde finalizaba la carretera, y un cierto número de visitantes madrugadores aguardaba ya que llegara la hora fijada en que la puerta se abriría para dejarlos entrar. Según el joven de expresión adusta y altiva que Índigo había encontrado esa misma mañana en la Oficina de Tasas para Extranjeros, las visitas de la Casa las realizaban guías autorizados del comité dos veces al día. La primera visita se iniciaba una hora antes del mediodía; la segunda, tres horas antes de la puesta del sol. Una joven pareja que llevaba bandas blancas sonrió a Índigo y a Koru con timidez; los demás hicieron como si no existieran a excepción de algunas miradas desconcertadas y ligeramente reprobadoras en dirección a Grimya, a todas luces preguntándose qué utilidad posible podía tener su presencia allí.
Mientras los últimos rezagados alcanzaban el muro, se escuchó el sonoro chasquido de un cerrojo al otro lado del portillo y la puerta se abrió para mostrar a una mujer diminuta vestida con un severo capote negro y pantalones, con una banda roja sobre el hombro. La mujer no les dirigió ningún saludo de bienvenida, limitándose a decir en tono conciso y bien aprendido:
—Represento al Comité de la Casa del Benefactor, y soy Vuestro guía autorizado. Me llamo tía Nikku. Agradeceré paguéis vuestra entrada y me sigáis.
Sin una sonrisa, se detuvo ante cada uno de los visitantes, con la palma de una mano extendida hacia arriba, y comprobó el valor de cada pieza a medida que le eran entregadas antes de ocultar la recolecta en una bolsa de cuero, provista de un buen cierre.
Índigo y sus dos acompañantes se encontraban entre los últimos de la fila, y al llegar ante ellos tía Nikku señaló Grimya.
—Habéis traído un animal. ¿Con qué propósito?
Índigo hizo una cortés reverencia pero sus ojos brillaron de enojo.
—¿Existe alguna regla que prohíba a los animales entrar a la Casa? —replico.
—No existe ninguna; pero no veo la necesidad de que animal entre Koru, saliendo al paso de posibles problemas, intervino con rapidez.
—La perra está bien adiestrada. Por favor, tía Nikku... También él se inclinó ante la menuda mujer—. Esta nueva extranjera es la doctora Índigo; se aloja con mi padre, Hollend el agantiano. Insistimos, desde luego, en pagar también la cuota adecuada para el animal. —
Y con gran lomo sacó una pieza de gran valor y se la tendió a la mujer.
No obstante su tierna edad, Koru sabía cómo tratar a estas gentes, pensó Índigo cuando tras sólo un segundo de vacilación tía Nikku tomó la pieza y la deslizó al interior de uno de sus propios bolsillos en lugar de añadirla a su abultada bolsa.
—Es una solicitud justa —asintió con un cortés movimiento de cabeza—. Siempre y cuando el animal sea limpio y no haga ruido, su presencia será aceptada.
Reprimiendo una sonrisa, Índigo contempló cómo se alejaba con aire de importancia hasta ponerse a la cabeza de la cola.
—Vamos a empezar —anunció—. Por favor, seguidme. Las preguntas pertinentes pueden hacerse una vez terminada la visita. —Sin dirigir ninguna otra mirada en dirección a Índigo y sus amigos, hizo que los visitantes cruzaran el portillo y penetraran en los terrenos situados al otro lado del muro.
La reacción inmediata de Índigo al obtener su primera visión clara de la Casa del Benefactor fue de sorpresa, seguida rápidamente de otra de desilusión. Por las ávidas descripciones de Koru había esperado una mansión espléndida y lujosa colocada en medio de suntuosos jardines y con un millar de ventanas reluciendo bajo el sol de la mañana. Desde luego la Casa era inusual, pues en lugar de seguir el acostumbrado estilo cuadrado de la arquitectura local estaba construida en forma de hexágono con cuatro pisos, cada piso ligeramente más pequeño que el inmediato inferior y toda la estructura rematada con un tejado voladizo que se elevaba hasta un punto central, a modo de extravagante sombrero picudo. Pero a pesar de su poco corriente estructura el edificio carecía de adornos y era del todo funcional, y los jardines que lo rodeaban no eran jardines de arbustos, césped y árboles sino simplemente una superficie de varios acres de terreno cultivado en los que las cosechas de verduras crecían en reglamentadas hileras. Sin duda, la Casa era grande según los criterios de Alegre Labor, pero aparte de su tamaño y su insólita configuración no había nada en ella que la distinguiera como residencia de un grande y noble gobernante. En realidad, pensó Índigo, en muchos de los países que ella había visitado —en Khimiz, por ejemplo, o incluso en las tierras de labrantío del continente occidental, modestamente prósperas—, el hogar de cualquiera que tuviera un rango superior al de pequeño vinatero o
comerciante menor habría sido construido a mucha mayor escala que esto.
Grimya, que había captado sus pensamientos y los compartía, miró a su alrededor con aire de desconcierto.
«Esto es muy extraño», dijo en silencio. «No hay nada , de grandioso en esta casa. ¿Por qué siente la gente tanta veneración por ella?»
Sí, ¿por qué? Pues lo cierto es que existía un aire de veneración, casi de arrobo, en las expresiones y comportamientos de sus camaradas visitantes, que no coincidía con impresión que Índigo había sacado de los habitantes de Alegre Labor. Incluso los dos jóvenes extranjeros parecían haber quedado atrapados en la atmósfera reinante y, cogido subrepticiamente de la mano, contemplaban el edificio con ojos muy abiertos y llenos de respeto. Tía Nikku, no obstante, no estaba dispuesta a tolerar ociosidad. Dio unas enérgicas palmadas para llamar al orden a sus pupilos y luego empezó a andar a paso ligero un sendero de listones de madera, uno de los varios se entrecruzaban por encima de los lechos de verduras para mantener limpios los zapatos de los visitantes. Tres o cuatro trabajadores laboraban en los cultivos pero ninguno levantó la mirada al paso del grupo, y tía Nikku tampoco les prestó atención. Había iniciado un monólogo que Índigo, situada casi al final de la fila, no podía entender muy bien pero que parecía girar en torno a la productividad del suelo y la diligencia del Comité de la Casa para mantener los niveles más altos. Tras abandonar sus esfuerzos por oír mejor, Índigo se concentró en el escrutinio de la Casa que se alzaba ahora ante ellos. A medida que se aproximaban a la abierta puerta principal, la muchacha decidió que los criterios del comité, por muy profusamente que los alabara tía Nikku, dejaban bastante que E desear; pues, aunque el edificio estaba en buen estado, poco había hecho —si es que se había hecho algo— para mostrarlo en todo su esplendor. Las paredes estaban sin pintar, lo mismo que la puerta, y las ventanas se veían tan mugrientas que resultaba evidente que nadie se tomaba la molestia de limpiarlas. Resultaba otra paradoja, por tanto, que el mayor orgullo y alegría de Alegre Labor se viera desfigurado y menoscabado por tan simple y no obstante fundamental abandono... «Y, sin embargo —se dijo—, puede que esto en sí mismo no sea más que una nueva confirmación de la actitud local. » Después de todo, si la Casa ya no estaba habitada, ¿de qué podía servir limpiar sus ventanas? Simplemente un gasto inútil de tiempo y esfuerzo, como tantas otras cosas que podrían haber convertido en más agradable la vida en este curioso país.