«Existe una palabra para lo que piensas», dijo Grimya, y su voz mental sonó ligeramente desaprobadora. «Pero no puedo recordarla. »
Índigo frunció los labios en una mueca divertida, consciente de lo que quería decir la loba, de cuál era la palabra, y de que no podía ocultar nada a su amiga durante demasiado tiempo.
«¿Cínica? Sí, quizá lo soy, Grimya. Pero, cuanto más me relaciono con las gentes de por aquí, más me cuesta no pensar de esta forma. »
Un peculiar sonido que era el equivalente de Grimya de un suspiro humano resonó en su cerebro.
«Lo sé. Aun así, no creo que piensen y se comporten como lo hacen adrede. Sencillamente no conocen otra forma de actuar. »
«No quieren conocerla», respondió Índigo con firmeza. «Eso es lo peor. Incluso los extranjeros que han vivido aquí cierto tiempo parecen haberse contagiado de la misma enfermedad, el... »
«Índigo», la interrumpió Grimya.
La vanguardia del grupo había llegado a la puerta principal de la Casa, y de improviso la
loba se detuvo, las orejas muy erguidas al frente y el hocico olfateando ansioso.
«¿Qué es?», inquirió la muchacha. «¿Qué sucede?»
«Vi algo, junto a la puerta. Se movía demasiado rápido para resultar claro, y ahora ha desaparecido. Pero tenía todo el aspecto de un niño pequeño. »
Un hombre de edad situado tras ellas carraspeó intencionadamente, e Índigo se dio cuenta de que también ella se había detenido y obstaculizaba el paso a las personas situadas a su espalda. Disculpándose con una inclinación, se hizo a un lado para dejar paso y luego miró a Grimya.
«¿Estás segura de que no lo imaginaste?» «Totalmente segura. Y además huelo algo. No un olor exactamente, pero un..., un... » Intentó hacerse con la palabra pero no lo consiguió. «Ya sabes lo que quiero decir. »
Índigo lo sabía. Algo psíquico; ahora también ella lo sentía mientras contemplaba la entrada situada ya tan sólo a pocos metros. La atmósfera de la Casa se desparramaba exterior, en dirección a ellos..., y rezumaba poder. Se volvió hacia la loba, con expresión anonadada. «Grimya, ¿qué... ?»
—¡No pierdan el tiempo, por favor! —La sonora voz reprobadora de tía Nikku interrumpió la pregunta a medio formular, y al levantar Índigo la cabeza se encontró con una severa mirada de la menuda mujer que la contemplaba desde el umbral—. ¡Todos los visitantes deben mantenerse juntos y no retrasar la visita!
Una vez más Índigo realizó una profunda reverencia. —Mis disculpas. —Y en silencio, dirigiéndose a la loba, lió: «No digas nada más por el momento, Grimya. Pero manténte alerta. Sospecho qué podemos encontrar mucho más lo que ninguna de las dos esperábamos».
—Y ante vosotros podéis ver el lecho en el que el Benefactor descansaba cada noche. Agradeceré toméis nota de este lecho no ocupa más lugar del estrictamente necesario, y también que está situado de tal forma que permite a su ocupante levantarse y llegar a la escalera que conduce a los pisos inferiores sin desperdiciar más que un mínimo de energía.
Tía Nikku hizo una breve pausa para que sus oyentes absorbieran esta información, antes de continuar con su prendido y monótono discurso. —Es un hecho demostrado documentalmente que el Benefactor no necesitaba más que dos horas de sueño cada noche, con lo que ahorraba mucho tiempo que luego podía utilizar en cosas útiles. Este ejemplo es uno que todos haríamos muy bien en seguir, ya que es bien conocido las horas ocupadas en dormir son horas perdidas, y horas perdidas no proporcionan ningún provecho al ocioso. El Benefactor dejó bien claro que quizá no todos tendrían la fuerza necesaria para emularlo en esto, pero esforzarse es ganar, y se le reconoce el mérito a todo aquel que hace lo que puede.
Siguió adelante y el grupo la siguió obedientemente, pasando junto al lecho situado sobre la acordonada plataforma. Sus rostros, incluso los de los extranjeros, mostraban la adecuada expresión de respeto; uno o dos asintieron sabiamente en silencio como saboreando la indisputable verdad de la homilía de tía Nikku. Índigo, en cambio, contempló pensativa la cama desprovista de mantas y sin duda muy incómoda, que se sostenía sobre seis patas achaparradas, y volvió a sentir la punzante sensación de inquietud que había ido creciendo en su interior desde que habían penetrado en el edificio.
No había prestado la menor atención a la ronroneante conferencia de tía Nikku y muy poca a los frecuentes apartes, impacientemente murmurados, de Koru. En su lugar había intentado que sus otros sentidos más sutiles confirmaran lo que ojos y oídos le decían. Y
empezaba a alcanzar una conclusión inquietante, aunque no por completo inesperada.
Al parecer la Casa del Benefactor no era más que un museo, un monumento conmemorativo a un hombre cuya vida había compendiado todo aquello que era más querido por los habitantes de Alegre Labor. La afirmación de Calpurna de que el lugar había sido conservado tal y como era cuando el Benefactor murió no era exactamente cierta, ya que el Comité de la Casa o sus antecesores se habían cuidado de asegurarse de que las reliquias a su cuidado quedaran escrupulosamente resguardadas de dedos curiosos o codiciosos por barreras de cuerda que obligaban a los visitantes a seguir una ruta estrecha y claramente marcada a través de las muchas habitaciones del edificio. Durante casi dos horas Índigo y Grimya habían seguido en silencio a tía Nikku mientras ésta conducía al grupo primero por la cocina, lavandería y salas de abluciones de la planta baja, y después lo hacía ascender por una escalera sin barandilla y que crujía de forma alarmante hasta las salas de trabajo del piso superior, para luego pasar al segundo piso donde se encontraban los dormitorios del Benefactor, sus criados y sus invitados. Todos los pisos eran monótonamente iguales, el mobiliario y los objetos que se exhibían no resultaban más interesantes que los que podían hallarse en cualquier vivienda local, y la escasa luz solar que conseguía penetrar por las altas y sucias ventanas proyectaba una pátina deprimente sobre todo lo expuesto. Pero, a pesar de la insipidez, a pesar de la monotonía, Índigo sabía con una intuición tan infalible como cualquiera de sus sentidos físicos que lo que veían no era más que una ínfima parte de la auténtica escena. Grimya también se daba cuenta, y también, sospechó, lo percibió Koru, aunque no de forma consciente. Durante el desarrollo de la visita había ido vigilando al niño, y ahora creía tener una idea de por qué había estado tan ansioso regresar a este lugar. No eran los objetos lo que le fascinaba, y desde luego tampoco los discursos de tía Nikku. Era la atmósfera de la Casa. Koru todavía no había sido víctima del progresivo virus materialista que impregnaba Alegre Labor; al contrario que sus padres, e incluso que su hermana, era aún lo bastante joven como para ser inmune a la infección de desánimo y tristeza. Había visto los niños fantasmas. ¿Los veía ahora? ¿Sentía al menos presencia? Pues ellos se encontraban allí; ocultos en las sombras, invisibles y silenciosos y reacios a dejarse ver, pero allí estaban. E Índigo creía firmemente que esta isa estaba inextricablemente vinculada a ellos y cualquiera que fuera el reino desconocido y sobrenatural que habitaran.