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—No, en realidad, Koru, no —sonrió Índigo—. Es sólo que me gusta aprender cosas. Lo siento si te aburriste.

El niño parpadeó sorprendido.

—No me aburrí. Pero yo podría haberte dicho todas las cosas que dijo tía Nikku. Yo también hice esas preguntas cuando mis padres me trajeron aquí. Tuvimos un guía diferente pero nos contó exactamente lo mismo.

—¡Oh! —exclamó Índigo—. Comprendo. —Miró de reojo al chiquillo que caminaba junto a ella—. ¿Te importó volver a escucharlas?

—Ni una pizca. —Koru sonrió ampliamente—. Me gustan. —De improviso levantó la cabeza, y sus ojos, que eran muy brillantes y tan azules como los de Calpurna, se clavaron en los de ella llenos de inocente alegría—. Creo que el Benefactor debió de ser una especie de persona mágica, ¿no te parece?

Grimya lanzó un curioso sonido, rápidamente truncado, al tiempo que Índigo se detenía.

—¿Mágica? —repitió—. ¿Por qué lo dices, Koru?

Una leve nube ensombreció el rostro del chiquillo, como hubiera advertido de repente haber cometido un terrible error.

Bueno, claro —se apresuró a añadir—, todo el mundo sabe que no existen cosas como la magia...

Grimya, consciente de lo que pensaba Índigo en aquellos momentos, intervino en silencio: «Sí; sé sincera».

Índigo se agachó y tomó las manos de Koru entre las MI y as.

—Yo no, Koru. Yo creo en la magia.

—¿Tú crees? —Parecía todavía indeciso, no muy seguro de sí mismo.

—Sí.

El chiquillo reflexionó sobre sus palabras, cauteloso todavía pero deseoso de confiar en ella; deseoso, comprendió ella, de confiar en alguien que compartiera su misma creencia. Por fin el deseo venció a la cautela.

—Bueno... —Arrastró un pie por el polvo—. Bueno..., es esa corona, ¿sabes? La corona del Benefactor. Es mágico; lo percibo. Y siempre creo que..., que si me dejaran tocarla, o sostenerla, yo... —Su voz se apagó y sus mejillas enrojecieron—. Es estúpido. Pero si tan sólo pudiera tomarla, creo que podría ver en el interior de otro mundo, donde las cosas son diferentes y la gente es más feliz.

Sabiduría inconsciente de labios de un niño... Con una punzada de dolor y pena Índigo pensó: «¿Es esto lo que la vida en este país ofrece a todos los que caen bajo su influencia? Tristeza, desánimo; la incapacidad de conocer o experimentar cualquier otro placer aparte de la lúgubre satisfacción del lucro material». Pensó en Thia y su desapasionada y limitada satisfacción ante la perspectiva de un matrimonio con un esposo a quien no había visto nunca pero que disfrutaba de gran mérito en la comunidad y tenía posibilidades de ser rico. Pensó en tío Choai, astuto y codicioso y dispuesto en todo momento a utilizar a otros para la propia promoción. Pensó en Calpurna y Hollend, atrapados en la misma telaraña seductora y ahora incapaces ya de disfrutar del placer por el placer. Sin arte, sin música, sin juegos. Nada que hiciera la vida agradable. Incluso Ellani había sucumbido a la infección, a pesar de no tener más que diez u once años. De todas las almas que había encontrado en Alegre Labor tan sólo Koru mantenía encendida en su interior una brillante chispa. ¿Y cuánto tiempo pasaría, se preguntó Índigo, antes de que la presión resultara excesiva y, también él, se perdiera?

En el fondo de su corazón Índigo creía saber qué se ocultaba tras esta terrible enfermedad, y sólo pensar en ello le provocaba un horrible y helado sentimiento de desesperación. Si estaba en lo cierto, el destino le había jugado una broma terrible, ya que parecía que aquello de lo que huía y que la había empujado a refugiarse en este país había estado aquí todo el tiempo, esperándola; esperando para desafiarla a retomar la misión que tan duramente había intentado abandonar, Índigo había encontrado a su sexto demonio.

En un principio se negó a pensar en ello, intentó incluso negarse a aceptar lo que sabía que era la verdad. Grimya sabía lo que pensaba pero no dijo nada, ya que éste era un dilema que Índigo debía resolver sin que nadie interviniera. Además, la loba no estaba muy segura sobre sus sentimientos acerca de esta cuestión. Hasta hacía un año había sido distinto, pero eso fue antes de su estancia en la Isla Tenebrosa. Grimya seguía reviviendo en sus pesadillas los días pasados en aquella tierra húmeda y sofocante; para ella, la Isla Tenebrosa había sido un infierno en vida, y había sentido un terrible impulso de aullar de puro alivio el día en que por fin pusieron pie en la cubierta de la nave que las iba a conducir lejos de aquellas costas fétidas y plagadas de enfermedades. Pero, antes de marcharse, Índigo había tomado una decisión y dado un paso que había puesto fin a la pauta que sus vidas habían seguido durante más de medio siglo.

Hacía ya mucho tiempo, Índigo había recibido un regalo; un guijarro en cuyo centro vivía y se movía una diminuta e inquieta chispa dorada. Durante cincuenta años ella y Grimya habían ido allí adonde les indicaba la piedra-imán, en pos de los demonios que la mano impulsiva de la misma Índigo había liberado de la Torre de los Pesares, para encontrarlos y destruirlos. Antes de llegar a la Isla Tenebrosa la muchacha jamás se había cuestionado lo que debía hacer, pero aquella prueba y sus repercusiones lo habían cambiado todo. La noche que abandonaron definitivamente la ciudadela del farallón, la muchacha había arrojado la piedra-imán desde lo alto de la elevada escalera al fondo del enorme lago resplandeciente que yacía a sus pies. Era una irónica ofrenda a la siniestra deidad del lago, una forma de dar las gracias por la lección aprendida y, mientras el agua emitía un momentáneo destello al aceptar el tributo, Índigo había tomado una decisión: ya no volvería a dejarse conducir, no volvería a dejar que la mandasen, pues empezaba a comprender tanto la naturaleza como el alcance de sus propios poderes, y tenía intención de utilizarlos para una causa que le importaba más que la caza de demonios. Al derrumbarse la Torre de los Pesares, su amor, Fenran, había quedado atrapado en un limbo de tormentos situado fuera de las dimensiones físicas del mundo; vivo pero fuera del alcance de la muchacha. Durante cincuenta años, mientras se esforzaba por cumplir su misión, Índigo siempre había creído que sólo cuando los siete demonios hubieran sido destruidos podían esperar ella y Fenran volver a reunirse. Pero en la «Isla Tenebrosa había averiguado que esto no tenía por qué ser necesariamente así... y que la elección entre continuar con su misión o dedicarse a un nuevo objetivo era suya y sólo suya.

Para Índigo la elección había estado muy clara. Así pues había dado la espalda a la piedra-imán y a lo que ella consideraba su tiranía y, dejando de lado todo pensamiento de demonios, había jurado que se dedicaría a la única cosa que le importaba más que nada en el mundo: encontrar a Fenran y liberarlo. En la Nación de la Prosperidad había buscado una tregua, tiempo para descansar y recuperarse y preparar sus planes. Pero ahora parecía que, por muy fuerte que fuera su voluntad, aquellas viejas obligaciones no estaban dispuestas a renunciar a su dominio sobre ella, y un nuevo demonio le había seguido los pasos y se alzaba ante ella.

En un primer arrebato de cólera —cólera que, sabía, era íntima compañera del temor— Índigo decidió que no se dejaría arrastrar. Se había hecho un juramento a sí misma y a Fenran; mantendría ese juramento, y ningún demonio ni niño fantasma ni benefactores muertos tiempo atrás la desviarían del sendero escogido. Así pues al día siguiente de su desafortunada visita a la Casa se sumergió en un torbellino de trabajo. Era un desafío, y también la forma más segura de que disponía para deshacerse de los pensamientos, temores y conjeturas que se amontonaban en su cerebro.