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Tío Choai se sintió a la vez sorprendido y satisfecho al enterarse, por intermedio de la Oficina de Tasas para Extranjeros, de que la doctora Índigo estaría lista para recibir pacientes en la casa de la plaza del mercado a la mañana siguiente. Thia, que fue a recogerla puntualmente después de la hora del desayuno, le transmitió el mensaje de que tío Choai se felicitaba por la expeditiva recuperación de Índigo, y confiaba —una ligera alusión, pero inconfundible— en que no se produciría una repetición de su desafortunada enfermedad. Mientras se dirigían a la plaza mezcladas con los primeros grupos de personas, Índigo era consciente de alguna que otra mirada disimulada pero llena de curiosidad por parte de la adolescente, y sospechó que Thia lo sabía todo sobre su «lapsus», aunque la muchacha era demasiado educada y reservada para hacer referencia a ello o preguntar.

En la casa del médico la viuda de Huni volvió a recibirlas con una reverencia antes de acompañarlas a la vacía habitación de lo alto de la escalera. La anciana tenía una expresión rígida y retraída esa mañana y se veía una gran actividad en la planta baja: muebles y objetos que se sacaban, hombres que discutían en voz baja pero enérgica. Cuando Índigo preguntó qué sucedía Thia se encogió de hombros con indiferencia y dijo que la viuda de Huni tenía que buscarse nuevo alojamiento aquel día, y sin duda estaba ocupada en vender aquellos objetos domésticos que le quedaban después de que sus hijos e hijas se hubieran llevado la parte que les correspondía.

—¿Adónde irá? —Índigo se detuvo ante la puerta de la habitación del médico y se volvió para contemplar el ajetreo del piso inferior.

Thia volvió a encogerse de hombros, antes de responder: —Eso dependerá de cuántas piezas reciba. Probablemente tendrá suficientes para pagar su alojamiento en casa de su hija menor.

—¿Quieres decir... que tiene que pagar a sus propios hipara que le den cobijo? Thia le dirigió una perpleja mirada. —Claro; es demasiado vieja para trabajar. ¿De qué otra forma podría resultar valiosa si no? —Inspeccionó el astroso dispensario con ojo crítico—. Habrá muchos pacientes esperando. ¿Llamo al primero?

Índigo estuvo ocupada todo el día. En su primera incursión en su nuevo papel había tropezado con muchas suspicacias, pero ahora daba la impresión de que la actitud de la gente había variado un poco. De hecho tuvo toda impresión de que muchos de sus pacientes venían impelidos más por la curiosidad de ver a la médica extranjera que por una auténtica necesidad de sus conocimientos curativos, aunque también era cierto que ningún poder en la tierra habría podido arrancar tal confesión de ninguno de ellos, y se preguntó qué historias habría estado esparciendo tío Choai sobre sus habilidades. Thia se lo tomó todo con tranquilidad, como era de esperar, y, con aire satisfecho que recordaba a tía Nikku, parecía dar por sentado que la popularidad de Índigo aumentaba su propia reputación.

Al mediodía Índigo volvió a decretar una pausa para descansar y tomar algo —esto, informó a Thia, era una costumbre suya a la que todo el que trabajara para ella debía acostumbrarse— y mientras comían (Calpurna había avituallado a Índigo con carne y pan) Thia la sorprendió al empezar a hablar de improviso motu propio.

—Doctora Índigo, ¿se me permite hacerte una pregunta? Índigo levantó la cabeza, sobresaltada, y se tragó precipitadamente la comida que tenía en la boca.

—Desde luego, Thia. ¿Qué quieres saber?

La jovencita inclinó la cabeza con cuidada gratitud.

—Me han dicho —empezó tras una pequeña pausa— que posees un animal. Una perra.

—Es cierto. Se llama Grimya.

—¿El animal tiene un nombre? Ah; eso es... muy interesante. Lo que me gustaría preguntar es ¿para qué te sirve este animal?

Índigo ocultó una leve sonrisa con la mano, gesto que disimuló fingiendo aclararse la garganta.

—Grimya tiene muchas utilidades y aptitudes, Thia. Es una cazadora experta, con lo que puede facilitarme carne; es también mi guardiana, lo que me permite aventurarme por lugares que de lo contrario no resultarían muy seguros para una mujer sola.

—Tal necesidad, claro está, no se plantea en Alegre Labor —dijo Thia con una sonrisa—, aunque comprendo que en otras zonas las normas de conducta son diferentes. —Se produjo otro silencio, y luego agregó—: ¿Podría un animal como ella..., como esta Gri... —forcejeó con el desconocido vocablo—, esta Grimya, ser también útil para vigilar ganado, o incluso conducirlo?

Índigo empezó a comprender hacia dónde quería ir a parar Thia, e intentó imaginar a Grimya en el papel de perro pastor... o ganadero. Sin comprometerse, respondió:

—Grimya es muy inteligente. Sí, creo que podría hacerlo. ¿Por qué lo preguntas?

—Como creo haber mencionado ya, mi futuro esposo tendrá seis parcelas propias. Esto es suficiente para criar un rebaño rentable, y un perro de fiar para cuidarlo resultaría una gran ventaja. —De repente en los ojos de Thia apareció un curioso destello que Índigo no había visto jamás en ellos—. Se mencionó un regalo, doctora Índigo, lo que te agradezco enormemente. A lo mejor podrías considerar apropiado darme un perro con habilidades parecidas al tuyo...

Cuando la muchacha terminó de hablar, Índigo percibió algo tan inesperado que la sobresaltó. Por primera vez desde que conocía a Thia acababa de detectar algo más que fría y pragmática lógica en su voz; por difícil que resultara de creer, por un instante Thia había hablado con ilusión.

Entonces, mientras seguía contemplando a la adolescente, vio algo que le puso la carne de gallina.

La imagen de una niña empezaba a materializarse en la habitación. Se encontraba justo detrás de la silla en la que estaba sentada Thia y era una figura vaga e insustancial, un espectro, que permitía ver claramente la puerta a través del delgado cuerpecito. La visión sonrió, y unas manos espectrales, como las manos de los niños que la habían visitado aquí dos días antes, se extendieron hacia ella en un gesto de desvalida súplica, los oscuros ojos llenos de muda añoranza. Y, aunque los cabellos eran diferentes, más largos y suaves y no cortados de forma austera, la fantasmal criatura tenía el rostro de Thia.

De los labios de Índigo escapó un sonido; un estertor inarticulado que no pudo contener ni controlar. Thia —la auténtica Thia— se puso de pie de un salto.

—Doctora, ¿sucede algo?

El fantasma se había desvanecido, desaparecido como si jamás hubiera existido. Pero había existido; ella lo había visto.

—Creo que me he atragantado con un poco de comida.

Thia se dirigió hacia la mesa con enérgica eficiencia y cogió un frasco que descansaba sobre ella.

—Yo recomendaría agua para eliminar la obstrucción.

Índigo no la contradijo, tomó el frasco y bebió mientras se esforzaba por recuperar el control de su mente y su cuerpo.

—Gra... —Tragó, tosió, volvió a tragar—. Gracias, Thia. Sí, sí; eso es suficiente, ya estoy bien ahora. —Contempló cómo la muchacha volvía a dejar el frasco sobre la mesa, intentando en vano hacer que el repentino regreso a la normalidad concordara con lo que acababa de ver. En su cabeza, una voz interior gritaba salvajemente en silencio: ¡No! ¡No dejaré que me manejes! ¡Nopermitiré que me gobiernes! ¡Déjame..., déjame tranquila!

—Hablábamos de perros. —Thia volvió a sentarse.

—¿De... perros!

—Sí. —dijo Índigo, parpadeando.

Thia sonrió, y todo rastro de aquella otra Thia momentáneamente melancólica había desaparecido, como si acabaran de borrar de improviso la pizarra de escribir de una criatura. La muchachita ya no pensaba ahora en compañía, amistad o amor. Volvía a ser ella misma, y para ella, como para cualquier buen ciudadano de Alegre Labor, un perro no era otra cosa que una propiedad potencialmente valiosa.