Los acontecimientos de aquel día, como Índigo no tardó en descubrir, fueron sólo el principio y apenas una leve muestra de lo que tenía que venir. A partir de la mañana siguiente todas las horas de su actividad diaria se vieron implacable y alarmantemente perseguidas por cada vez más de aquellas visiones espectrales.
En un principio no encontró una pauta para las apariciones. Parecían manifestarse en cualquier momento y cualquier circunstancia, y no parecía existir un denominador común que uniera una con otra. Un muchacho que cruzaba la plaza del mercado con un rebaño de ovejas, golpeando a las que se desmandaban con un pesado bastón sin dejar de gritar a sus animales con voz ronca, tuvo de repente un gemelo que bailaba y saltaba a su lado. A un anciano con una banda azul que denotaba su categoría superior, al que guiaba por la calzada reservada un criado de rostro avinagrado, lo siguió por unos instantes una juvenil y transparente caricatura de sí mismo. Una madre, terriblemente recelosa de la forastera, pero impelida por la necesidad, le llevó a un niño con una pierna llagada para que se la curara, y por un momento Índigo tuvo la impresión de que eran dos los niños que tenía delante en lugar de uno solo. Durante todo aquel primer día las manifestaciones se volvieron más y más frecuentes, y con la llegada de la tarde los nervios de la muchacha estaban a punto de estallar. Ni en casa de Hollend pudo encontrar reposo, ya que en dos ocasiones vio a Ellani seguida por una sonriente melliza.
Finalmente se dio cuenta de que sí existía un denominador común, y ese denominador era la infancia.
—O más bien no la infancia en sí —dijo a Grimya; eran altas horas de la segunda noche y ambas se encontraban sentadas sobre la cama de la habitación—, sino una mente infantil. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el anciano y su criado? Era evidente que apenas podía valerse; me da la impresión de que su mente debe de haber retrocedido a la infancia como sucede a veces con la gente mayor. Luego tenemos a la hija del comerciante de minerales, Sessa Kishikul. Calpurna dice que está enferma, que su cerebro es todavía el de una niña pequeña. Y todos los otros... —Se interrumpió, recapacitando. Ellani, Thia, el pastor, el paciente de la pierna llagada... Sí, tenía razón—. Todos los demás eran niños. Todos ellos.
—Entonces, pi... piensas —dijo la loba con su voz gutural— que únicamente los niños tienen estos extrrraños dobles?
—Sí; o a lo mejor... —Otra posibilidad acechaba en un rincón del cerebro de Índigo pero no se veía capaz de enunciarla—. No lo sé, Grimya. Puede que ésos sean los únicos que vemos.
Grimya permaneció silenciosa un buen rato. También ella había presenciado estas manifestaciones, no sólo en compañía de Índigo sino también en la de Koru, pues sin nada que pudiera interesarle en la casa del médico se había aficionado a acompañar al niño a los campos de labor, donde encontraba abundantes oportunidades de ser útil. Lo que no sabía era si Koru había visto a los fantasmas. Además, existía otra cosa; algo que empezaba a desconcertarla.
—¿En qué piensas? —preguntó por fin Índigo.
Grimya parpadeó y clavó la mirada en el espacio cuadrado de la ventana en el que sólo se veía la tenue luz de las estrellas.
—Pen... saba dos cosas —repuso despacio—. Primero, me preguntaba cómo es que nosotras vemos a estas criaturas fantasmales mientras que otros no lo hacen. Y luego, también me preguntaba cómo es que Koru no parece tener Uno de estos dobles.
Índigo la miró sorprendida al darse cuenta de que era cierto. De todos los niños de Alegre Labor, Koru era desde luego el que tenía más probabilidades de atraer un gemelo fantasma; sin embargo, hasta el momento tal gemelo no había hecho su aparición.
—He pas... sssado muchas horas con Koru en los campos —añadió la loba, volviendo la cabeza para mirar a Índigo—. Pero jamás he visto nada.
—No; ni yo tampoco. No obstante, es mucho más criatura que Ellani; uno pensaría, ¿no te parece?, que sería más lógico que fuera él quien tuviera un doble espectral y no ella.
—A menos —acotó Grimya, pensativa—, que no necesite uno.
Índigo volvió a clavar la mirada en ella. —¿Qué quieres decir, Grimya? La loba sacudió la cabeza.
—No lo sé. No es más que una idea, ¡y no sé por qué! se me ha ocurrido. Pero parece que a lo me... jor Koru no ha crecido lo suficiente para que esto le suceda. —Se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía perpleja—. Cuando yo era un cachorrillo, no necesitaba buscar cosas de que maravillarme; lo encontraba en todas las cos... sas. Fue cuando crrrecí que la sensación de asombro empezó a des... saparecer a medida que aprendía que E la vida puede ser muy du... ura. Ahora, lo que yo me pregunto es si estas personas que tienen mentalidad de niños han aprendido también que la vida es du... ura.
—¿Y Koru no? —Índigo empezó a comprender lo que quería decirle.
—Ssssí. Al menos, ésa es la única respuesta que se me ... ocurre.
No obstante el calor de aquella noche de otoño, Índigo sintió de repente un terrible escalofrío. No era por lo que Grimya había dicho, no era nada lógico o explicable; pero sintió, sin saber cómo o por qué, que alguna inteligencia cuya naturaleza aún no entendía se reía de ella con suavidad pero de buena gana.
—¿Entonces qué son? —susurró, y el escalofrío apareció en su voz, proporcionándole un peculiar tono tembloroso que no pudo reprimir—. ¿Qué son esas criaturas espectrales?
—No podemos estar seguras —respondió Grimya con un débil gemido—. Pero si lo que he dicho es cierto... entonces crrreo que son los fantasmas de lo que estas personas podrían haber sido.
Como si la misma inteligencia que se había reído en el cerebro de Índigo hubiera decidido ahora fastidiarla y burlarse de ella, los fantasmas empezaron a aparecer más a menudo y con mayor nitidez. Casi todos los niños o adolescentes con los que Índigo se encontraba, en la calle, en la plaza o en su propio dispensario, eran seguidos por un sonriente gemelo que la llamaba, que le suplicaba, que le enviaba un silencioso llamamiento al que ella daba la espalda con energía mientras el corazón empezaba a latirle con fuerza otra vez. Y por la noche los niños fantasma regresaron. Grimya fue la primera en oírlos, y se despertó bruscamente de su sueño para correr a la ventana. Con las patas delanteras sobre el alféizar, clavó los ojos en actitud defensiva e inquieta en la vacía oscuridad por la que nada se movía; luego se volvió para mirar al interior de la habitación y se encontró con Índigo, también despierta, que escuchaba el pequeño coro de voces que le susurraban: «Ven con nosotros, ven a jugar, juega con nosotros». A la mañana siguiente empezaron a ver breves atisbos de menudas caritas tristes, pero a la vez ansiosas, que miraban furtivamente desde detrás de un puesto del mercado, o desde el centro de una gavilla de maíz, o que le sonreían desde los lóbregos rincones de la escalera mientras Índigo ascendía hasta su consulta en casa del médico. Tras tres o más días de lo mismo, en los que los rostros y las llamadas se volvieron más nítidos si cabe, Índigo comprendió que aquella inteligencia, ese algo, se iba apoderando despacio pero sin tregua de ella.
Se resistió; luchó contra ello con todas sus fuerzas. Fuera lo que fuera o lo que quisiera, ella estaba decidida a no atender a sus impertinencias. Los demonios podían atormentar sus sueños pero ya no poseían el poder de manipularla. No se dejaría tentar, no aceptaría el desafío. Había acabado con los demonios —había hecho esa solemne promesa en la Isla Tenebrosa— y ya no quería saber nada más de ellos. Todo lo que quería, todo lo que ansiaba, era paz; paz para recuperar su resolución interior, y obtener las fuerzas y la orientación necesarias para embarcarse en su nueva misión: la búsqueda de Fernán.