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Índigo decidió que había llegado el momento de poner fin a la discusión.

—No, Ellani —dijo, aunque sin dureza—, me parece que podemos hacer una excepción por una vez, especialmente ya que tu madre no está aquí. Con toda seguridad la tormenta no durará mucho —el estrépito de un nuevo trueno desmintió sus palabras, pero ella continuó adelante— y hasta que pare encontraremos una forma de distraernos con algo.

—Muy bien, como quieras —respondió Ellani con un encogimiento de hombros—. ¿Qué hacemos?

—Bueno... tengo mi arpa arriba. Podría tocarla para vosotros, y a lo mejor podríamos cantar algunas canciones.

—Yo no sé ninguna canción —replicó Ellani.

—¡Yo sí! —El rostro de Koru se iluminó—. Yo sé una...

Su hermana se revolvió contra él.

—¡No, no sabes!

—¡Sí que sé, y tú también! Es la que Sessa cantó esa vez...

—No la sabes y yo tampoco, y, además, Sessa ya no la canta.

Koru se hundió en un entristecido silencio, e Índigo, perpleja, intervino:

—Bueno, entonces yo cantaré para vosotros. ¿Os gustaría eso?

Koru asintió y, tras unos momentos de silencio, Ellani dijo:

—Si eso es lo que deseas, Índigo...

Mientras iba a buscar el arpa a su habitación, Índigo se devanó los sesos en busca de una explicación para el extraño comportamiento de Ellani. Jamás la había visto tan irritable con su hermano, y el motivo de la extraordinaria mirada que le había dedicado antes era un completo enigma. A lo mejor Ellani se sentía incómoda con una extraña en la casa y sin sus padres presentes, pero Índigo no creyó que fuera ése el motivo. Se trataba de algo más fundamental.

Cuando volvió a reunirse con los niños, Ellani había devuelto su atención a la costura y Koru estaba enroscado en el rincón más alejado de las ventanas, con Grimya a su lado. La muchacha se sentó y, con cierta timidez, afinó el arpa antes de interpretar unos compases. Grimya emitió un alegre gañido —adoraba la música—, y los ojos de Koru se abrieron apreciativos. Ellani también levantó la vista, pero su sonrisa fue algo vacilante y un poco artificial. Sintiéndose de improviso como un intérprete que sale al escenario a enfrentarse a un auditorio poco predispuesto, Índigo anunció:

—Tocaré una canción que aprendí cuando tenía más o menos tu edad, Ellani. Tiene un estribillo muy simple, de modo que os podéis unir a él si queréis.

Al cabo de un par de estrofas le pareció que Koru tarareaba la canción, pero Ellani se limitó a permanecer sentada con aquella sonrisa artificial clavada en el rostro, escuchando con educación pero claramente indiferente a lo que oía. Al terminar la canción Koru aplaudió y pidió otra, y, con la esperanza de sacar a Ellani de su enfurruñamiento, Índigo interpretó una canción cómica aprendida años atrás en Bruhome de la Compañía Cómica Brabazon. Ellani no rió, y cuando terminó Índigo arrancó un suave arpegio del arpa y preguntó con suavidad:

—¿Te gustó la canción, Ellani?

La sonrisa de la chiquilla se volvió un poco más forzada.

—Sí, gracias. Fue... muy bonita. —Tras una pausa, agregó—: ¿Tocas y cantas a menudo?

—Sí, bastante a menudo.

—¿Por qué? ¿Qué se consigue con ello?

La pregunta sorprendió bastante a la muchacha.

—Bueno... simplemente me gusta tocar y cantar. Pero en cuanto a lo que se consigue... la verdad es que no comprendo a lo que te refieres, Ellani.

La niña contemplaba el arpa como si se tratara de algo totalmente extraño a ella cuyos misterios intentara desentrañar.

—Mi padre dice que en otros países hay personas que ganan piezas tocando y cantando. ¿Es cierto?

—Sí, sí lo es. Yo misma me gané la vida con mi música durante algunos años, en el continente occidental.

—¡Oh! —De nuevo aquella expresión perpleja—. Eso parece muy extraño. Quiero decir, ¿qué beneficio se obtiene pagando por escuchar música?

—A lo mejor —repuso Índigo con dulzura—, el beneficio depende de si la música proporciona o no placer a quienes la escuchan.

Ellani frunció el entrecejo, pero antes de que pudiera continuar el debate Koru intervino:

—A mí me gustan las canciones. ¡Otra, Índigo! ¡Canta otra! —suplicó. La mirada de su hermana resbaló oblicuamente hacia él; luego, con gran dignidad, dejó a un lado su costura.

—Me parece, si no te importa, que me iré a la cama —anunció—. Estoy muy cansada.

—No..., no, claro que no me importa, —Índigo hizo intención de dejar el arpa—. ¿Quieres que suba contigo? —Gracias, pero puedo arreglármelas. ¿Puedo coger una de las lámparas?

—Desde luego... Bien, buenas noches, Ellani. —Buenas noches, Índigo. —La débil sonrisa apareció otra vez, todavía tan perpleja como antes, y, como si de repente recordara sus buenos modos, la niña añadió—: Gracias por tu interesante música.

Tras la marcha de Ellani se produjo un largo silencio. Koru tenía la vista fija en el suelo, e Índigo se sentía demasiado desanimada por la actitud de la niña para volver a coger el arpa y seguir tocando. Por fin Koru levantó los ojos.

—Por favor, Índigo, no prestes atención a mi hermana. Ella no comprende.

—No era mi intención aburrirla —suspiró Índigo—. Pensé que le divertiría la música.

El chiquillo sacudió la cabeza con energía.

—No; no le gusta la música porque no entiende por qué alguien puede querer escucharla. La música no hace nada, ¿sabes? —De improviso, de una forma alarmante, su rostro mostró una comprensión inaudita para alguien de sus pocos años—. Todos piensan de ese modo. Incluso papá y mamá. Pero yo sé que eso no es así... y tú también lo sabes, ¿verdad?

—Oh, Koru...

Índigo no sabía qué decir; percibía la confusión y pena del chiquillo y lo compadecía de todo corazón. Pero ¿tenía derecho a ir contra la influencia de sus padres? Koru no era su hijo; ¿podía entonces ayudarlo a combatir la progresiva influencia de la fría y triste filosofía de esta tierra, cuando ella no tardaría en marcharse mientras que él debería quedarse y vivir su vida aquí?

En ese momento, para su mortificación, Koru dijo:

—Vi lo que le sucedió a Ellani. Vi el fantasma que la seguía.

Índigo se quedó como paralizada. En los ojos de Koru había una curiosa expresión casi maliciosa mientras observaba su reacción, y con un pequeño sobresalto la muchacha se dio cuenta de que el niño había leído sus pensamientos mucho mejor de lo que cualquier niño de su edad habría sido capaz de hacer.

—Sé que tú también lo has visto, Índigo. Intentaste fingir que no estaba allí, pero lo sé. — Bajó la mirada al suelo bruscamente—. Me ha sucedido cientos de veces, pero ya no se lo digo a nadie porque todo lo que hacen es enfadarse y decir que estoy equivocado. No estoy equivocado. —Volvió a levantar los ojos, desafiante—. ¿Lo estoy?

Índigo no podía negarlo.

—No —dijo en voz muy baja—. Tienes razón.

—Y no se trata sólo de Ellani. Hay otros, muchos otros. No hago más que verlos y oírlos, como los niños de los que te hablé. —Volvió a callar unos instantes—. Y ahora sé quiénes son.

Índigo lo miró con fijeza. Un nuevo relámpago iluminó la habitación, pero Koru ni se movió. Tenía otras cosas en que pensar ahora, cuestiones más importantes que su miedo a las tormentas.

—¿Sabes quiénes son? —preguntó Índigo muy despacio y con sumo cuidado.

—Sí. Antes pensaba que eran fantasmas; por eso me daban miedo, porque los fantasmas son gente muerta. Pero ahora ya no lo creo. Creo que son tan reales como nosotros, pero que viven en un mundo diferente del nuestro.