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—Una nueva vacilación, mientras Koru se miraba las pequeñas manos que tenía apretadas sobre el regazo. Luego siguió—: Índigo, ¿crees que existen otros mundos?

Índigo se sintió incapaz de mentirle, ni siquiera por hacer un favor a los padres del chiquillo.

—Sí —respondió—. Creo que existen más mundos aparte del que vemos a nuestro alrededor. Muchos más.

Él asintió.

—Todos dicen que no hay otros mundos —dijo—. Nosotros somos los únicos que creemos en ellos; de modo que es por eso que somos los únicos que podemos ver a los niños, ¿verdad?

Su mirada se clavó en la de ella y había en sus ojos tal expresión de solemne certeza que Índigo se sintió momentáneamente confundida. Antes de que pudiera decir nada, no obstante, Koru continuó hablando, inclinándose al frente ahora, confidencial.

—Ellani los ha visto, aunque finge que no. Como quiere creer lo que todo el mundo le dice, está asustada, y por eso se enoja tanto si intento hablar con ella de esto. Creo... —Con expresión repentinamente furtiva, se arrastró más cerca de Índigo—. Creo que sabe que hay algo que la sigue, y ha estado intentando hacer que se vaya.

—¿Lo ha dicho ella?

—No. Pero la he visto mirar por encima del hombro a veces como si notara que hay algo detrás de ella, y luego se marcha escalera arriba y no quiere hablar con nadie durante horas, y a veces la he oído llorar. Creo...

Un peculiar sonido procedente de Grimya, medio gruñido y medio gañido ahogado, lo interrumpió a mitad de la frase. Alertada en ese mismo instante por una veloz pero desesperada advertencia procedente del cerebro de la loba, Índigo levantó la cabeza.

Ellani estaba en el umbral, al pie de la escalera, donde no llegaba la luz de la lámpara. Su rostro mostraba una expresión de furia e indignación y, mientras Koru se volvía al ver la reacción de Índigo, Ellani cruzó la habitación y agarró al chiquillo por los cabellos.

—¡Eres un mentiroso horrible y repugnante! —chilló—.

Contando historias a mis espaldas... Te pegaré, te mataré...

¡Ellani!

Índigo se puso en pie de un salto, dejando caer el arpa al suelo al incorporarse para separar a las dos criaturas. Grimya, prefiriendo mantenerse al margen, se escabulló rápidamente a un rincón mientras Índigo separaba a Ellani de su hermano. Koru se acurrucó asustado en tanto Ellani retrocedía tambaleante; entonces la chiquilla se revolvió de improviso contra Índigo.

—¡Déjame! —gritó, el rostro contorsionado por lágrimas de rabia mientras intentaba deshacerse de las manos de Índigo que la sujetaban—. ¡Eres tan mala como él! ¡He oído todo lo que has dicho, y son todo mentiras!

—¡No, no es verdad! —le espetó Koru, recuperada la confianza ahora que no estaba bajo ataque directo—. ¡Es cierto y sabes que lo es! Simplemente finges que no lo es.

—¡No es verdad! ¡Eres tú quien... !

—¡Basta! —La voz de Indigo sonó enojada; sacudió a Ellani y luego señaló a Koru con la mano libre—. ¡Tú también, Koru, cállate! —ordenó con severidad.

Se produjo un silencio lleno de resentimiento, mientras los niños clavaban la vista en ella y luego se miraban entre sí. Entonces, con tiesa dignidad, Ellani se desasió de su mano.

—Me disculpo por haber perdido los nervios —dijo con una vocecilla tensa y distante; sus ojos, al encontrarse con los de Índigo, reflejaban un odio total—. Iré a mi habitación hasta que regresen mis padres. —Luego una desagradable sonrisita triunfal afloró a las comisuras de sus labios—. Pero cuando regresen pienso contarles exactamente lo que ha sucedido. Koru volverá a oír hablar de esto, Índigo... ¡y tú también!

Sin esperar una respuesta dio media vuelta sobre sus talones y, con la cabeza bien erguida, abandonó la estancia.

—Así pues estoy seguro, Índigo, de que comprendes nuestros sentimientos. —Hollend se negaba a mirar a la joven directamente a los ojos durante más de unos segundos cada vez—. Sencillamente no podemos permitir que este tipo de cosas vuelva a suceder, y Koru es un chiquillo muy impresionable. No estoy de acuerdo en ser demasiado estricto con los niños, pero me parece que ha llegado el momento de poner fin a esto.

—Lo comprendo, claro. Sólo siento haber sido la responsable de todo este trastorno.

—Tú no tienes la culpa, Índigo —dijo Calpurna con firmeza—. Koru fue totalmente responsable de ello, y debe aprender que estas estúpidas ideas no se le van a tolerar más. Ahora —se puso en pie—, no se hable más. Los niños deben de dormir ya, así que en mi opinión deberíamos irnos a la cama y dar el asunto por finalizado.

Índigo asintió, pero no obstante las apaciguadoras palabras de Calpurna sabía que en aquellos momentos no era santo de la devoción de sus anfitriones. Puede que no la culparan a ella directamente de lo sucedido, pero estaba claro que no podían comprender por qué ella había animado a Koru en lo que consideraban insensatas y censurables fantasías. Ellani les había relatado con desconcertante exactitud todo lo que había escuchado, y Koru había recibido una severa y deshonrosa reprimenda de ambos progenitores antes de ser enviado hecho un mar de lágrimas a su habitación. Para mortificarlo aún más, Calpurna le había hecho prometer que nunca pondría en un aprieto a Índigo ni la comprometería pidiéndole que tocara el arpa y cantara para él, y, sobre todo, jamás volvería a incitar a su invitada a hablar de cosas tan disparatadas e inexistentes como fantasmas de otros mundos.

Ellani, mientras seguía a su hermano con toda seriedad escalera arriba, había lucido una expresión farisaica que dejaba bien claro lo satisfecha que se sentía de lo llevado a cabo aquella noche. No había dirigido la palabra directamente a Índigo desde el regreso de sus padres, pero era evidente que creía que no había hecho más que lo que era su obligación.

—No la comprendo —dijo Índigo a Grimya, cuando todos estuvieron en la cama por fin y la casa quedó en silencio—. Parecía..., no sé, casi vengativa. No creí que Ellani tuviera un lado así.

«El miedo es algo muy poderoso», observó Grimya en silencio. «Puede crear rabia de la nada, y transformar a los seres más amables en crueles. » Volvió la cabeza hacia su amiga. «Las dos lo sabemos por propia experiencia. »

—Supongo que es cierto. Pero es tan joven... —Suspiró—. Tengo que intentar arreglarlo, Grimya. Debo intentar que las cosas se arreglen entre los dos niños, y entre Koru y sus padres.

«Se fue a la cama llorando», dijo Grimya. «No es justo que sea él quien tenga que sufrir cuando no ha hecho nada malo. »

—Estoy de acuerdo. Intentaré compensarlo de alguna forma, aunque la Madre sabe cómo podré hacerlo.

Aunque Hollend y Calpurna no se lo habían dicho directamente a ella, se habían mostrado muy claros: no habría más música para Koru, ni canciones, ni cuentos, ni juegos o pasatiempos inocentes. Eso, pensó Índigo mientras se tumbaba lentamente en la cama para intentar dormir, dejaba muy pocas cosas con las que alegrar el corazón de un chiquillo.

Pensaba que no podría dormir aquella noche, pero el sueño llegó por fin y cuando despertó se encontró con que una desvaída luz diurna se filtraba ya a su habitación desde un cielo descolorido y encapotado. Grimya no estaba; abajo se oía ruido y, como no sabía qué hora era, Índigo se vistió deprisa y descendió por la escalera.