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Se encontraba casi al final de la escalera cuando se dio cuenta de que se escuchaban muchas voces en la sala principal. Oyó a Calpurna, con voz aguda y agitada, y luego unas voces desconocidas que se expresaban en la lengua local. Al cabo de un segundo la puerta de la calle dio un golpe; enseguida se abrió la puerta interior y aparecieron dos personas. Una, un desconocido, atravesó la habitación corriendo hasta la cocina; la otra era Ellani.

Ellani vio a Índigo y se detuvo. La expresión de la chiquilla dejó perpleja a Índigo, que preguntó vacilante:

—Ellani..., ¿qué sucede? ¿Pasa algo?

—Oh, sí, claro que pasa algo. —Ellani la miró con franco disgusto—. Koru se ha ido. No ha dormido en su cama. Ha desaparecido... ¡y es todo culpa tuya!

Fue Grimya quien alertó a la familia. Se había despertado al amanecer, como siempre, y se había encaminado en silencio al diminuto dormitorio de Koru, pensando que a lo mejor lo encontraría despierto y esperando poder animarlo un poco. Koru no estaba allí, y con sólo una mirada a la cama, pulcra e intacta, la loba comprendió al instante que la ausencia del niño no se debía simplemente a que se había levantado antes incluso que ella y salido al exterior.

Grimya no perdió el tiempo. No quiso despertar a Índigo, le explicó más tarde, porque estaba cansada y necesitaba dormir; así pues corrió directamente a la habitación donde dormían Hollend y Calpurna, y gimoteó y arañó la puerta hasta que consiguió que despertaran; luego los condujo a la habitación de Koru para que vieran lo sucedido por sí mismos.

Índigo deseó que Grimya la hubiera despertado, pero ahora ya era muy tarde para lamentarse. Apenas si había transcurrido una hora desde que la loba había hecho su descubrimiento, pero toda la casa estaba ya alborotada. Lo primero que había hecho Hollend fue despenar a sus vecinos, y rápidamente habían registrado el enclave. Se tardó muy poco en comprobar que Koru no se encontraba allí, y tan pronto como esto quedó claro se envió corriendo a la Oficina de Tasas al larguirucho hijo mayor de uno de los vecinos para que comunicara la noticia de la desaparición de Koru. Dos tíos y una tía del Comité de Extranjeros hicieron su aparición casi de inmediato, y Hollend, con expresión sombría e interrumpido frecuentemente por la aturullada Calpurna, les relató lo sucedido la noche anterior y comunicó que había llegado muy a su pesar a la ineludible conclusión de que Koru había huido.

A pesar de toda su pomposidad y formalismos, cuando se trataba de una emergencia los funcionarios del Comité de Extranjeros estaban bien organizados y reaccionaban con rapidez. Cuando Índigo entró en escena se había reunido un pequeño ejército de adolescentes, trabajadores del campo e incluso algunos de los tíos y tías más jóvenes que no consideraban la tarea por debajo de su dignidad, y tío Choai, que parecía haberse hecho cargo, se dedicaba a dar instrucciones para el registro de Alegre Labor. Los vecinos de la familia en el enclave, informó Hollend a Índigo, habían formado ya un grupo de búsqueda propio y habían salido hacía pocos minutos. Toda ayuda sería bien recibida, agregó Hollend, y, tras una mirada a su rostro cansado y a Calpurna —despeinada y aturdida y próxima a la histeria—, Índigo no hizo ningún intento de consolarlos y se limitó a decir:

—Dime dónde puedo ser más útil.

Se la asignó a uno de los grupos que partían a registrar los campos que rodeaban Alegre Labor, un grupo escogido por su juventud y energía. La sorprendió ver que Thia se encontraba en él; al ver a Índigo, la adolescente le dedicó una grave inclinación y sacudió la cabeza de una forma que venía a expresar tanto educada simpatía por Hollend y Calpurna como tácita desaprobación por la precipitada huida de Koru.

Habían abandonado la casa y se acercaban a las puertas del enclave cuando una menuda figura solitaria hizo su aparición, cojeando decidida hacia ellos, Índigo se asombró al reconocer en ella a Mimino, la viuda del doctor Huni, y se sobresaltó aún más cuando mientras el grupo pasaba a toda prisa junto a la anciana ésta gritó con voz aguda:

—¡Doctora!

Todo el mundo volvió la cabeza, enarcando las cejas. Índigo dejó el grupo y fue al

encuentro de Mimino.

—Señora... —Le dedicó una cortés reverencia—. ¿En qué puedo ayudaros?

La mirada de Mimino se movió de un lado a otro y al fin se fijó en un punto algo a la derecha de Índigo.

—A casa de mi hija ha llegado la noticia sobre el pequeño extranjero —dijo furtivamente—. Por lo tanto se me ha ocurrido que la doctora no estará en su puesto hoy. Si lo deseas, esperaré en la plaza para informar a los pacientes de la doctora del motivo de su ausencia.

Índigo se sintió conmovida por la preocupación que Mimino intentaba sin demasiado éxito ocultar.

—Sois muy amable, señora. Pero no quisiera causaros ninguna molestia.

—No es molestia. —Por un instante, y con curioso candor, Mimino la miró directamente a los ojos—. No tengo otra cosa que hacer. Y me alegraría, por el bien del pequeña, ser de alguna utilidad.

Índigo vaciló un instante; luego, llevada por un impulso, extendió los brazos y aferró las arrugadas manos de la anciana.

—Te estoy agradecida, Mimino —dijo—. Gracias. Eres muy amable.

Mimino liberó las manos e intentó quitar importancia al hecho con un gesto de humildad.

—No, no. No es nada. —Pero se la veía agradecida—. Lo que importa es que se encuentre al pequeño. Te deseo buena suerte, doctora Índigo. —Luego, ante el total asombro de la muchacha, le dedicó una sonrisa que iluminó todo su rostro como una estrella—. Sí, te deseo buena suerte. Y, sin esperar la respuesta que hubiera podido darle Índigo, se dio la vuelta y se alejó cojeando en dirección a las puertas del enclave.

Los grupos de búsqueda regresaron a la Oficina de Tasas para Extranjeros poco después de la puesta del sol, y muy sombríos informaron de su fracaso. No se había encontrado ni rastro de Koru; nadie en la ciudad ni en los campos en varios kilómetros a la redonda lo había visto ni podía proporcionar ninguna pista de dónde podría estar. Incluso el finísimo olfato de Grimya había resultado inútil, ya que la lluvia no había cesado hasta casi el amanecer y había borrado cualquier rastro que hubiera podido dejar el niño.

Índigo, por su parte, no había esperado otra cosa, pues a medida que transcurría el día se había ido convenciendo más y más de saber adonde había ido el chiquillo... o, al menos, adonde había pensado ir. Mientras peinaba los campos con sus compañeros, con Grimya avanzando silenciosa a su lado, su mirada se había sentido atraída con frecuencia hacia el sur a la lejana y solitaria colina donde se alzaba la Casa del Benefactor tras su elevado muro. No comunicó sus sospechas ni siquiera a Grimya, y en un principio intentó hacerlas a un lado, diciéndose que era imposible, que aunque Koru hubiera intentado llegar a la casa la barrera que significaba el muro era suficiente para derrotar a un adulto, y aún más a una criatura de ocho años. Además, otro grupo recorría la zona que rodeaba la colina, de modo que si Koru estaba allí sin duda lo encontrarían.

Pero ahora se había hecho ya de noche, se había dado por finalizada la búsqueda por aquel día y no había la menor pista del paradero del niño. Calpurna se mostraba inquietantemente tranquila ahora después de su anterior estado frenético, y permanecía sentada en silencio junto a Hollend en la Oficina de Tasas mientras tío Choai —que parecía haber asumido todo el control de la operación de búsqueda— informaba de los resultados de los grupos, o más bien de su falta de ellos, con una precisión despiadadamente detallada que sobresaltó a

Índigo. Mañana, anunció, la batida seguiría, y a aquellos que por su laboriosidad eran propietarios de caballos se les pediría que prestaran a sus animales de modo que los buscadores pudieran llegar más lejos. Hasta entonces, con gran pena, se veía obligado a declarar que no podía hacerse nada más.