Llegaron a la puerta de postigo por fin, y Grimya levantó los ojos hacia la pared que se alzaba ante ellas.
—La puerta estará cerrada. —Su voz mostraba repentino desaliento—. ¿Có... cómo entraremos?
Índigo sonrío. Ya había pensado en aquel inconveniente antes de salir y había decidido que no había tiempo para sutilezas, de modo que sacó su cuchillo de una pequeña funda que colgaba de su cinturón junto con una gruesa broqueta cogida de la cocina de Calpurna.
—Forzaré la cerradura. —Se acercó a la puerta— Además ya está medio oxidada; me di cuenta cuando vinimos el otro día. Será bastante fácil de romper, y, como aquí no hay nadie por la noche, el pestillo no puede estar corrido en el otro lado.
—Por la mañana ssse darán cuenta de que ha es... tado aquí alguien —objetó Grimya, dubitativa. —No me importa. —Con destreza, Índigo empezó a insertar la broqueta en el agujero de la cerradura—. Que piensen lo que quieran; no... —Se interrumpió. De la cerradura había surgido un débil pero claro chasquido, y la puerta pareció temblar ligeramente, Índigo apartó la mano de la broqueta, que cayó al suelo con un golpe sordo; ella y Grimya intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Empuja la puerta... —indicó la loba. Se abrió nada más rozarla, balanceándose hacia atrás con un crujido de goznes descuidados. Grimya lanzó un gruñido que ahogo al momento, y juntas atisbaron por el postigo abierto a la profunda oscuridad del jardín que se extendía tras él.
—Bueno —dijo al fin Índigo en voz muy baja—, parece como si alguien nos esperara.
La loba mostró los dientes amenazadora. —Alguien... o algo.
—No. —Índigo olvidó la broqueta, así como el cuchillo que también había caído al suelo—. No lo creo, Grimya. Creo que lo que encontraremos aquí dentro es humano. — Sonrió para sí en la oscuridad y cruzó el umbral—. O lo fue, en una ocasión.
Los niños seguían sin aparecer, lo que desconcertaba a Índigo, que había esperado que al menos aquí en el jardín de la Casa darían a conocer como mínimo alguna señal de su presencia. Pero, mientras ella y Grimya recorrían los senderos de tablas en dirección a la curiosa mole de la Casa, nada rompió el silencio; incluso la brisa había cesado, excluida por la elevada pared circundante, y la única luz que tenían para guiarse era el débil brillo de las estrellas, aumentado por el resplandor cada vez más potente de la luna que empezaba a alzarse. Cuando Índigo levantó la vista hacia el edificio, cuya silueta parecía inclinarse hacia ellas como la de un hombre borracho, vio cómo la luz de la luna se reflejaba en dos de las ventanas del último piso, creando la extraordinaria ilusión de que se trataba de dos ojos que las contemplaban desde un enorme rostro sin facciones. La muchacha desvió rápidamente la mirada y siguió a Grimya hasta la puerta principal.
—Está abierta. —Grimya habló en un tono de voz que venía a indicar que no había esperado otra cosa. La loba levantó los ojos hacia su amiga—. Yo entr... raré primero, Índigo. No me asusta este lugar.
—No, Grimya, aguarda...
Pero, antes de que pudiera expresar los temores que apenas si empezaba a experimentar, la loba ya había desaparecido por la puerta abierta y penetrado en la oscuridad del interior. Se produjo un breve silencio; luego escuchó el roce de las zarpas de Grimya contra el suelo sin alfombrar, y le llegó la voz de la loba, que sonaba hueca en aquel lugar cerrado.
—Es difffícil ver bien. Pero distingo la escalera. Si subimos a lo mejor encontraremos más luz.
Con cautela, resistiendo el impulso de mirar atrás por encima del hombro, Índigo entró en la Casa. Sus ojos no eran ni mucho menos tan agudos como los de la loba, pero un minuto o dos empezó a distinguir leves diferencias en las tonalidades de la oscuridad, lo que le permitió atravesar la habitación con cuidado hasta donde Grimya esperaba al pie de la escalera.
«No hay nada que nos interese aquí abajo. » Grimya cambió a comunicación telepática cuando Índigo se reunió con ella. «Lo percibo con toda claridad. Me parece que tenemos que ir hasta el último piso. »
Índigo asintió. También ella presentía de forma intuitiva que lo que fuera que las esperara se encontraba arriba, y juntas iniciaron la ascensión. El segundo piso, como el primero, estaba silencioso y abandonado: sus suaves pisadas crearon ecos vacíos a medida que avanzaban hacia el siguiente tramo de escalera. Llegaron al tercer piso, y de Suevo volvió a suceder lo mismo; silencio, quietud, ninguna señal de otra presencia. Al acercarse al tercero y último tramo de escalera, Índigo notó cómo el pulso se le aceleraba y se tornaba irregular, y junto a ello percibió una sensación de náusea en la boca del estómago. Reprimió la sensación mientras se repetía que se había enfrenado a terrores mucho peores que la simple oscuridad de la casa vieja y vacía, pero, aun así, cuando inició el asenso, las palmas de sus manos se aferraban sudorosas a barandilla.
Había luz en el último piso. La luz de la luna, débil y nueva y opacada por las sucias ventanas por las que se filaba, pero suficiente para mostrar la peana con el doble abordaje que la rodeaba en el centro de la habitación hexagonal. Un rayo de luz de luna que atravesaba un cristal que, o bien estaba roto, o más limpio que sus vecinos— lía oblicuamente sobre la vieja corona del Benefactor e iluminaba el deslustrado bronce con un misterioso halo fosforescente.
La voz de Grimya resonó en su cabeza.
«Si..., si. Hay algo aquí. Lo percibo. »
Índigo también lo percibía pero no contestó; permaneció inmóvil con la mirada fija en la peana y en la corona que descansaba sobre el almohadón. Nada se movía; la Presencia, o lo que fuera que fuese, seguía sin mostrar la menor señal de que deseara darse a conocer. Sin embargo estaba allí: una conciencia que las observaba y esperaba para ver qué harían. Era casi como si la habitación misma estuviera viva...
Índigo avanzó muy despacio hasta tocar con los muslos la barrera de cuerda que mantenía la corona lejos de la contaminación de manos curiosas. Empezó a extender los brazos hacia ella, pero se detuvo al darse cuenta de que no deseaba tocar aquello. Y de improviso otra cosa le vino a la mente: un breve y, al parecer, insignificante recuerdo de su primera visita al lugar.
Se apartó de la barrera y giró en redondo. Sí, seguía allí; el objeto tapado situado entre dos de las ventanas. Tía Nikku no lo había mencionado y por lo tanto carecía de importancia evidente. No obstante... «¿Índigo?», inquirió Grimya, curiosa. La muchacha hizo un gesto de advertencia a la loba para que permaneciera en silencio y se acercó al objeto. La embargó el impulso irracional de adoptar la táctica del cazador mientras se aproximaba, casi como si lo que hubiera bajo la funda no fuera una cosa inanimada sino un ser vivo. Extendió la mano y, agarrando la burda tela, tiró bruscamente de ella...