La sábana se deslizó hasta el suelo con un suave ruido, levantando una ondulante nube de polvo, e Índigo y Grimya se encontraron frente a un espejo rectangular, tan alto como un hombre, desde cuya superficie sus propias imágenes las contemplaron con solemnidad, curiosamente iluminadas por la luna; en las profundidades del cristal la corona de la peana resplandecía mortecina entre las sombras.
—Un essspejo. —Grimya avanzó vacilante, la voz llena de asombro. Desde su primer encuentro con un espejo en Khimiz hacía muchos años se sentía fascinada por los espejos, aunque sin poder del todo desterrar una innata desconfianza hacia ellos. Se acercó aún más con mucho cuidado y sólo se detuvo cuando su aliento empezó a empañar la superficie; entonces levantó los ojos hacia su amiga—. Esto es muy extrrraño.
—Mucho.
¿Para qué, se preguntó Índigo, habría querido el Benefactor algo así? En Alegre Labor no se utilizaban espejos; !era un concepto extraño a sus habitantes, y el Comité de la Casa se había ocupado de ocultar el objeto bajo una sábana, en lugar de exhibirlo con las otras reliquias de una era pasada. Resultaba evidente que no deseaban que nadie lo viera, lo que encajaba a la perfección con su filosofía; pero, si lo consideraban un trasto inútil, ¿por qué no lo habían destruido?
Grimya, con el cuello muy estirado hacia el espejo, olfateaba con gran interés. La punta del hocico rozó la superficie y empezó a decir: «Huele a... », pero de repente las palabras se transformaron en un gañido de asombro cuando un brillante haz de luz brotó del cristal e iluminó la habitación. La loba retrocedió de un salto, y también Índigo se hizo atrás bruscamente. Cuando se serenaron lo suficiente para volver a mirar, descubrieron que sus propios reflejos habían desaparecido y que el espejo les mostraba ahora la imagen de otro mundo totalmente diferente.
—¡Madre de mi corazón! —Índigo intentó sofocar el sobresaltado palpitar de su corazón, mientras Grimya lloriqueaba atemorizada y se acurrucaba detrás de ella con las orejas pegadas a la cabeza, incapaz de creer lo que veían as ojos.
El espejo mostraba un paisaje de ondulantes colinas, cubierto aquí y allá con pequeñas extensiones boscosas. No se veía ningún sol pero la escena resplandecía con la clara brillante luz de un mediodía de verano. A lo lejos se distinguía el brillo tenue de lo que parecían ser unas altas torres de color pastel, refulgentes bajo la luminosidad, y el pie del espejo surgía un sendero de piedras que se perdía en la distancia. A la derecha del camino se veían prados llenos de flores y, más allá de ellos, el centellear del agua. A la izquierda se insinuaba más terreno boscoso, que apiñaba hacia el marco superior del espejo de tal manera que sólo el extremo del dosel de ramas resultaba risible.
Cuando Índigo se inclinó hacia adelante para ver mejor, las hojas se agitaron brevemente.
—¡Grimya! —Estiró el brazo para agarrar a la loba, obligándola a acercarse—. Ahí, mira... ¡Algo se mueve!
Grimya, que empezaba a serenarse y a recuperar la compostura, contempló también el cristal.
—Sssí —dijo tras unos segundos—. Lo veo... ahí, en el límite del bosque.
—¿Distingues lo que es?
—Nnnno... no. Ahora se ha detenido. —Levantó la mirada hacia Índigo y mostró los colmillos, vacilante—. ¿A lo mejor un animal? Y, si lo es, es un animal grande.
Juntas volvieron a escudriñar el espejo. Entonces, de una forma tan repentina e inesperada que por un momento el cerebro de Índigo fue incapaz de registrar la importancia de lo que veían sus ojos, una figura emergió de entre los árboles y penetró en el sendero. Cabellos rubios, una figura menuda y robusta... La identificación de la figura sacudió a Índigo como un mazazo, y ésta gritó:
—¡Koru!
El chiquillo no prestó la menor atención. Estaba de espaldas al espejo y había iniciado ya la marcha por el camino. Tras él, procedentes del bosque, emergían otras figuras menudas: niños; debía de haber una docena o más que salían a gatas de entre las matas, se cogían de las manos y corrían y saltaban en pos de Koru. Índigo pudo ver que reían, pero el sonido de las risas no atravesaba la barrera del espejo.
—¡Koru! —chilló Índigo—. ¡No, Koru, regresa! Desesperada por conseguir que la oyera dio un salto al frente y golpeó el cristal con las palmas de las manos. Se escuchó un agudo pitido que retronó en su cabeza, y el cristal pareció astillarse en mil brillantes pedazos, Índigo cayó hacia adelante; perdido el equilibrio, se hundió en un brillante caleidoscopio de luz y quedó tendida en el suelo a gatas. Notaba las duras tablas del suelo de la Casa bajo las rodillas, mientras que las manos...
Sus manos escarbaban entre el polvo y las piedras del sendero del otro mundo.
Levantó la cabeza, mareada. Luces y sombras giraban como un torbellino a su alrededor en una danza enloquecida. A su espalda, en la estancia iluminada por la luna, Grimya ladraba su nombre; pero delante de ella las menudas figuras de los niños, con Koru ahora en su centro, corrían y saltaban por el sendero. Confusión y desorientación se vieron súbitamente eclipsadas por la imperiosa ¡necesidad de alcanzarlo, de modo que Índigo gritó con toldas sus fuerzas:
—¡Koru! ¡Koru, espera!
El chiquillo aminoró la velocidad hasta detenerse y giró en redondo. La consternación apareció en su rostro, y casi al momento ésta se vio sustituida por el horror. —¡No! —La voz llegó hasta Índigo como un nítido pero lejano trino— ¡No! ¡Vete, déjame en paz! ¡No puedes entrar aquí! ¡Déjame en paz! —Y, con una velocidad que asombró a la muchacha, abandonó corriendo el sendero y se dirigió de regreso al bosque. Los otros niños corrieron tras él en tropel como la cola de un cometa, y en cuestión de segundos todo el grupo desapareció entre los árboles.
—¡Koru! —volvió a gritar Índigo, desesperada—. ¡Koru! Empezó a incorporarse, con la intención de correr tras ellos, pero una fuerza contrapuesta tiró de ella hacia atrás. La escena que contemplaba dio una violenta sacudida, y sintió que algo la arrastraba... Luego el mundo del interior del espejo se hizo añicos al dar Grimya un último desesperado tirón que hizo que Índigo volviera a caer interior de la oscura sala.
—¡Índigo! ¡Índigo! —La loba saltó a su alrededor, lamiéndole el rostro con una mezcla de agitación y alivio—. ¡Estabas desapareciendo en el interior del esss... pejo! ¡No te veía!
Caída de bruces, sin aliento, Índigo contempló de nuevo el cristal cuya superficie le devolvió únicamente su propia imagen, con la figura borrosa de Grimya a su lado. El bosque, los prados, el sendero: toda la luminosa escena había desaparecido. A su espalda se escuchó una sonora risita divertida.
Índigo giró sobre sí misma a tal velocidad que volvió a perder el equilibrio, y su rodilla derecha golpeó violentamente contra el suelo. La peana acordonada ya no se encontraba allí. En su lugar había un atril; y, detrás del atril, con la pluma de escribir apoyada sobre un enorme libro abierto y la vieja corona de bronce brillando sin fuerza sobre su cabeza, había una figura que le era muy familiar.
Índigo contempló los cabellos canosos y bien cortados, los oscuros ojos, la nariz aguileña sobre la menuda boca rosada.
—¡Oh, diosa mía... ! —musitó.